El pez miró a otro lado, cansado de todo.
Bill avanzó, se aseguró y metió la espada en la carne justo detrás del ojo, apoyándose en el arma. El pez se sacudió bruscamente mientras Bill retiraba la espada y brincaba hacia atrás.
No sucedió nada. El ojo no se movía y los órganos del dorso ya no se hinchaban y deshinchaban. Cirocco se tranquilizó y vio que Bill sonreía.
—Demasiado fácil —dijo Bill—. ¿Cuándo nos ofrecerá un reto este lugar?
Cogió el puño de la espada y tiró de ella. Sangre oscura fluyó sobre su mano. El pez se dobló, tocándose el hocico con la cola, y después hizo oscilar ésta a los lados y contra la cabeza de Bill. El animal excavó hábilmente bajo el inmóvil cuerpo y lo lanzó al aire.
Cirocco ni siquiera vio donde cayó. El pez se arqueó de nuevo, en esta ocasión balanceándose sobre su panza con hocico y cola en el aire. Cirocco vio la boca del pez por primera vez. Era redonda, similar a la de una lamprea, con una doble hilera de dientes que matraqueaban y giraban en sentido contrario. La cola golpeó el barro y el pez saltó hacia Cirocco.
Cayó plana al suelo, levantando una ola de fango con la barbilla. El pez se desplomó detrás de ella, se arqueó y aleteó quince kilos de lodo al aire mientras fustigaba alocadamente con su cola. La afilada aleta rebanó la tierra frente a la cara de Cirocco y después se elevó para un nuevo intento. La capitana se escurrió sobre manos y rodillas, resbalando cada vez que intentaba ponerse en pie.
—¡Rocky! ¡Salta!
Lo hizo, y se escapó por poco de que le arrancaran el brazo cuando la cola del pez batió el suelo una vez más.
—¡Vete, vete! ¡Va detrás de ti!
Un vistazo hacia atrás mostró únicamente dientes que giraban. Todo lo que pudo oír fue el terrible zumbido. El animal pretendía comérsela.
Se encontraba en un cenagal que le llegaba a las rodillas y encaminándose hacia aguas más profundas, cosa que no parecía una buena idea, pero cada vez que intentaba dar la vuelta la cola fustigaba entre el barro. Enseguida quedó cegada por el constante alud de agua sucia. Resbaló, y antes de que pudiera erguirse, la cola golpeó el costado de su cabeza. Estaba consciente, aunque sus oídos sonaban al revolverse y buscar a tientas la espada. El fango se la había tragado. El pez estaba a un metro, retorciéndose para preparar un salto que aplastara a la mujer, cuando Gaby llegó corriendo y pasó al animal. Sus pies apenas tocaban el suelo. Golpeó a Cirocco en un veloz blocaje lo bastante vigoroso para hacer saltar los dientes, el pez saltó y los tres patinaron tres metros en el barro.
Cirocco notó indistintamente un muro húmedo y viscoso bajo un pie. Pateó. El pez se precipitó hacia ellas de nuevo mientras Gaby tiraba de Cirocco, nadando en el lodo. A continuación la soltó, y Cirocco alzó la cabeza por encima del agua, jadeante.
Vio la espalda de Gaby, enfrentada a la criatura. La cola lanzó un tajo al nivel del cuello de Gaby, mortífera como una guadaña, pero la mujer se agachó y sostuvo en alto la espada. El arma se rompió cerca del puño, pero el agudo borde cortó un buen trozo de aleta. Al pez pareció no gustarle. Gaby volvió a saltar, directamente hacia las espantosas fauces, y aterrizó en el dorso de la criatura. Hincó el mango de su espada en el ojo, apretando más en vez de confiarse como Bill había hecho. El pez se la quitó de encima, pero esta vez la cola no tenía dirección. El miembro batió el suelo furiosamente mientras Gaby buscaba otra oportunidad para hacer otro corte.
—¡Gaby! —chilló Cirocco—. ¡Déjalo! ¡No te expongas a que te mate!
Gaby echó un vistazo hacia atrás y después se precipitó hacia Cirocco.
—Vámonos de aquí. ¿Puedes andar?
—Claro, yo… —el suelo giraba. Se asió a la manga de Gaby para estabilizarse.
—Agárrate. Ese bicho se acerca.
Cirocco no tuvo oportunidad de saber qué pretendía Gaby, pues ésta la levantó antes de que pudiera saber qué estaba ocurriendo. Estaba demasiado débil y confundida para oponerse a que Gaby la sacara de la ciénaga, colgada de su espalda como si la salvaran de un incendio.
Fue depositada suavemente en un lugar herboso, y luego vio el rostro de Gaby revoloteando sobre ella. Caían lágrimas por sus mejillas mientras tanteaba la cabeza de Cirocco. Después bajó hasta el pecho.
—¡Uah! —Cirocco se encogió y retorció de dolor—. Creo que rompiste una costilla.
—¡Oh, Dios mío! ¿…cuando te levanté? Lo siento, Rocky, yo…
Cirocco le tocó la mejilla.
—No, tonta, cuando me golpeaste como la línea de delanteros de los Giants. Y me alegra que lo hicieras.
—Quiero verte los ojos. Pensé que tú…
—No hay tiempo. Ayúdame a levantarme. Vete a ver a Bill.
—Primero tú. Quédate echada. No deberías…
Cirocco apartó bruscamente la mano de Gaby y se levantó de rodillas antes de encogerse y vomitar.
—¿Ves lo que te digo? Tienes que quedarte aquí.
—Muy bien —dijo ahogadamente—. Vete a buscarle. Gaby. Cuida de él. Tráelo aquí, vivo.
—Déjame ver…
—¡Vete!
Gaby se mordió el labio, echó una mirada al pez, que todavía se sacudía a distancia, y pareció torturada. Luego se puso en pie de un salto y corrió en la que Cirocco esperó fuera la dirección correcta.
Se quedó inmóvil, agarrándose el estómago y maldiciendo en voz baja hasta que volvió Gaby.
—Está vivo —dijo—. Inconsciente, y creo que herido.
—¿Muy grave?
—Hay sangre en una pierna, las manos y por toda la cara. En parte es sangre del pez.
—Te dije que lo trajeras aquí —gruñó Cirocco, tratando de contener otro ataque de náuseas.
—Shhh —la calmó Gaby, pasándole suavemente la mano por la frente—. No podré moverlo hasta que tengamos una camilla. Pero antes quiero dejarte en el barco y acostada. ¡Silencio! Si quieres que peleemos… No querrás un puñetazo, ¿verdad?
Cirocco se sentía como para darse un puñetazo ella misma, pero las náuseas superaron el impulso. Se dejó caer y Gaby la alzó.
Pensó en cuan ridículo debía de ser su aspecto. Gaby medía uno cincuenta mientras que ella medía uno ochenta y cinco. En baja gravedad, Gaby tenía que moverse con precaución, ya que el peso no era problema.
Las cosas no dieron vuelta tan cruelmente cuando cerró los ojos. Cirocco apoyó la cabeza en el hombro de Gaby.
—Gracias por salvarme la vida —dijo, y se desmayó.
Despertó con los chillidos de un hombre. No era un sonido que quisiera volver a oír.
Bill estaba semiconsciente. Cirocco se sentó y tocó precavidamente el costado de su cabeza. Le dolía, pero el mareo había desaparecido.
—Ven y dame una mano —dijo Gaby—. Tenemos que agarrarlo o se hará daño él mismo.
Cirocco se precipitó sobre Gaby.
—¿Está muy mal?
—Francamente mal. Su pierna está rota. Probablemente algunas costillas, también, aunque no ha tosido sangre.
—¿Dónde está la fractura?
—En la tibia o el peroné. No los distingo. Pensé que se trataba de una herida hasta que lo puse en la camilla. Empezó a revolverse y el hueso se salió.
—¡Dios!
—Al menos no pierde mucha sangre.
Cirocco sintió otro temblor en el estómago mientras examinaba el irregular corte de la pierna de Bill. Gaby estaba lavando la herida con trozos de paracaídas hervidos. En cuanto tocaba la pierna, Bill chillaba roncamente.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió Cirocco, vagamente consciente de que debía ser ella la que dijera, no preguntara, qué hacer.
Gaby tenía un aspecto de agonía.