—Creo que deberías llamar a Calvin.
—¿Con qué fin? Oh, sí, llamaré al hijo-de-puta, pero ya has visto cuánto tardó la última vez. Si para cuando llegue, Bill ha muerto, lo mataré.
—Entonces, tendremos que hacerlo nosotras.
—¿Tú sabes hacerlo?
—Vi cómo lo hacían, en cierta ocasión —dijo Gaby—. Con anestesia.
—Lo que tenemos es un montón de trapos que espero estén limpios. Lo agarraré de los brazos. Espera un momento —se puso al lado de Bill y lo miró. El hombre miraba fijamente al vacío y su frente estaba caliente cuando Cirocco la tocó—. ¿Bill? Escúchame. Estás herido, Bill.
—¿Rocky?
—Soy yo. Todo irá bien, pero tu pierna está rota. ¿Comprendes?
—Comprendo —susurró, y cerró los ojos.
—Bill, despierta. Necesitaré tu ayuda. No debes resistirte. ¿Me oyes?
Bill levantó la cabeza y miró su pierna.
—Sí —dijo, enjugándose la cara con una mano sucia—. Me portaré bien. Acabad, ¿queréis?
Cirocco hizo una seña a Gaby, que contrajo el rostro y tiró.
Costó tres intentos y dejó temblorosas a las mujeres. Al segundo tirón el extremo del hueso asomó con un sonido de humedad que hizo vomitar de nuevo a Cirocco. Bill lo soportó bien, con la respiración sibilante y los músculos del cuello sobresalientes como cordones, pero no volvió a chillar.
—Ojalá pudiera saber si ha quedado bien hecho —dijo Gaby. Después se puso a llorar.
Cirocco no le prestó atención y ató la tablilla a la pierna de Bill. Cuando terminó, el herido estaba inconsciente. Se levantó y puso sus ensangrentadas manos frente a ella.
—Tendremos que seguir nuestro camino —dijo—. Aquí no se está bien. Tenemos que encontrar un lugar seco, levantar un campamento y esperar a que Bill mejore.
—No es prudente moverlo.
—No —suspiró Cirocco—. Pero hay que hacerlo. Otro día será él quien tendría que llevarnos a esa tierra alta que vimos antes. Vámonos.
CAPITULO 13
Costó dos días en lugar de uno, y fueron días terribles.
Se detuvieron frecuentemente para esterilizar los vendajes de Bill. El cuenco que usaban para calentar agua no era tan fino ni con mucho como un pote de cerámica; se descascaraba y quería fundirse, y el agua quedaba turbia. Había que esperar casi una hora a que el agua hirviera, debido a que la presión de Gea era superior a una atmósfera.
Gaby y Cirocco lograron dormir algunas horas, nunca a la vez, mientras el río estaba tranquilo y era ancho. Pero cuando llegaban a un tramo peligroso hacían falta las dos para evitar que el barco se fuera a la orilla. Y seguía lloviendo…
Bill durmió, y despertó después de las primeras veinticuatro horas con aspecto de ser cinco años más viejo. Su rostro estaba grisáceo. Cuando Gaby cambió el vendaje la herida no tenía buena cara. La pierna y gran parte de la piel eran casi el doble de su tamaño normal.
Cuando salieron de los pantanos Bill estaba delirante. Sudaba con profusión y tenía mucha fiebre.
Cirocco estableció contacto con un dirigible a primeras horas del segundo día, y recibió el silbido alto, ascendente, que Calvin le había dicho significaba: “Conforme, avisaré”. Pero la capitana temía que ya fuera demasiado tarde. Contempló al dirigible navegar serenamente hacia el mar helado y se preguntó por qué había insistido en que dejaran la selva. Y si tenían que haberlo hecho, ¿por qué no a bordo de Apeadero, sobrevolando la jungla, lejos de seres terribles como las lochas que se negaban a morir?
Sus razones eran válidas ahora como entonces, pero ello no impidió que se maldijera. Gaby no podía ir en los dirigibles y todos tenían que encontrar una salida. Pero Cirocco pensaba que tenía que haber cosas más fáciles, más satisfactorias que tomar la responsabilidad de otras vidas, y estaba enferma de la suya propia. Deseaba estar libre, quería que otra persona aceptara la carga. ¿Cómo se le habría ocurrido pensar que podía ser capitán? ¿Qué había hecho bien desde que tomara el mando de la Ringmaster?
Lo que realmente quería era sencillo, pero muy difícil de encontrar. Deseaba amor, igual que cualquier otra persona. Bill le había dicho que la quería; ¿por qué ella no podía contestar lo mismo? Había creído que sería capaz de decirlo algún día, pero ahora daba la impresión de que Bill iba a morir, y Bill era su responsabilidad.
Cirocco también quería aventura. La aventura la había guiado toda su vida, desde el primer tebeo que había abierto, desde el primer documental sobre el espacio que había visto con los ojos muy abiertos siendo una niña, desde las primeras y antiguas películas en blanco y negro y pantalla plana de espadachines y westerns a todo color que había presenciado. La sed de hacer algo fantástico y heroico nunca la había abandonado. La había apartado de la carrera de cantante que su madre anhelaba, y del papel de ama de casa con que todos los demás la importunaban. Había querido dejarse llevar por una vida basada en los piratas espaciales, la llamarada del láser, recorrer furtivamente la jungla con una banda de feroces revolucionarios para un ataque nocturno a la plaza fuerte enemiga, buscar el Santo Cáliz o destruir la Estrella de la Muerte. Había encontrado otras razones, como mujer adulta, para trabajar tenazmente en la universidad y prepararse para ser la mejor, de modo que cuando llegara la oportunidad no pudieran elegir otra persona para la misión de Saturno. En el fondo de todo, no obstante, fue la inquietud de viajar, ver lugares extraños y hacer cosas que nadie más hubiera hecho, lo que le hizo ir a parar a la cubierta de la Ringmaster.
Pero ahora su aventura estaba ahí mismo. Flotaba río abajo en un cascarón, sobre la estructura más titánica jamás vista por el ojo humano, y el hombre que la amaba estaba agonizando.
Hiperión occidental era una tierra de colinas suavemente onduladas y grandes extensiones de llanuras, salpicadas de árboles batidos por el viento como una sabana africana. El Ofión se estrechaba y empezaba a correr con rapidez, al tiempo que se volvía misteriosamente más frío.
Navegaron sin rumbo durante cinco o seis kilómetros a merced del río, junto a bajos peñascos que caían abruptamente al borde del agua. El Titanic fue haciéndose ingobernable a medida que avanzaba más deprisa. Cirocco buscó un ensanchamiento del río y un lugar para desembarcar.
Lo vio, y pasaron dos horas luchando contra la corriente con palos y paletas para llevar la embarcación a la rocosa ribera. Las dos mujeres estaban agotando sus últimas reservas de energías. Y para remate, no había comida en el barco e Hiperión Este no parecía fértil.
Arrastraron el Titanic hasta tierra, con los pies resbalando en rocas alisadas a golpes por el agua, hasta asegurarse de que se hallaban fuera de peligro. Bill no fue consciente de la acción. Llevaba bastante tiempo sin hablar.
Cirocco se sentó con Bill mientras Gaby caía en un sueño casi de muerte. Se mantuvo despierta explorando la zona hasta cien metros del lugar donde acampaban.
Había un montículo a veinte metros del borde del río. Subió trabajosamente a la cima.
Hiperión Este parecía un sitio soberbio para un granjero. Amplias extensiones del terreno daban la impresión de ser un gualdo trigal de Kansas. Esa ilusión era echada a perder por áreas rojas como el orín y también por otras de azul claro mezclado con naranja. El conjunto se agitaba con el viento como hierba alta. Oscuras sombras flotaban allí, algunas nubes tan bajas que formaban densas masas de niebla en los lechos de las caletas, incluso a la luz del sol.
Hacia el este, las montañas marchaban en dirección a la zona de crepúsculo de Rea occidental, y poco a poco ganaban un color verde que debía de ser vegetación, y luego lo perdían en la oscuridad hasta convertirse en desoladas montañas rocosas. Al oeste el terreno se aplanaba, con los lagos someros y las ciénagas del pantano de las lochas brillando a la luz solar. Más a lo lejos, el verde más oscuro de la selva tropical, y sobre la curvatura del horizonte, nuevas llanuras que se desvanecían en el crepúsculo de Océano, con su mar helado.