Escudriñando las distantes montañas Cirocco distinguió un grupo de animales: puntos negros contra el fondo amarillo. Quizá dos o tres de los puntos fueran mayores que los otros.
Estaba a punto de volver a la tienda cuando oyó la música. Era tan tenue y lejana que Cirocco se dio cuenta de que había estado escuchándola un rato antes de reconocerla por lo que era. Habría un rápido racimo de notas arpegiadas, luego una nota sostenida, alocadamente dulce y clara. La música hablaba de lugares tranquilos y de un sosiego que ella había pensado no volvería a sentir jamás, y era tan familiar como una canción oída en la infancia.
Cirocco se encontró llorando en silencio, tan quieta como le era posible, deseando que el viento siguiera con ella. Pero la canción había cesado.
La titánida los encontró cuando desmontaban la tienda, antes de trasladar a Bill. Se quedó inmóvil en la cima del montículo donde Cirocco había estado el día anterior. Cirocco aguardo a que la titánida hiciera el primer movimiento, pero la recién llegada, al parecer, tenía la misma idea.
La denominación más obvia para aquel ser era centauro. La parte inferior era de idéntica forma que un caballo, y la mitad superior era tan humana que resultaba sobrecogedora. A Cirocco le costaba creer lo que veía.
No era como Disney había imaginado los centauros, ni tampoco tenía mucho que ver con el clásico modelo griego. Tenía abundante pelo, pero con todo, el rasgo predominante era su piel pálida y desnuda. Había grandes cascadas multicolores de pelo en la cabeza y cola, en las partes inferiores de las cuatro patas y en los antebrazos de la criatura. Lo más curioso de todo, había pelo entre las dos patas delanteras, en el lugar donde un caballo decente —que la mente de Cirocco trataba una y otra vez de ver— no tenía más que piel lisa. Llevaba un cayado de pastor y, a no ser por algunos pequeños ornamentos, ninguna ropa.
Cirocco estaba segura de que se trataba de una de las titánidas que Calvin había mencionado, aunque él había cometido un error en la descripción; el ser —ella, Calvin había dicho que todas eran hembras—, no tenía seis patas, sino seis extremidades.
Cirocco dio un paso al frente y la titánida se llevó la mano a la boca, antes de extenderla en un rápido gesto.
—¡Cuidado! —gritó—. Mucha atención, por favor. Durante una fracción de segundo Cirocco se preguntó de qué estaba hablando la titánida, pero esto quedó violentamente enterrado por la sorpresa. La lengua que había empleado la titánida no era inglés, ni ruso ni francés, hasta ese momento las únicas lenguas conocidas por Cirocco.
—¿Qué…? —se detuvo, carraspeó. El tono de su voz se había descontrolado bastante hacia los agudos—. ¿Qué problema hay? ¿Estamos en peligro? —las preguntas eran difíciles, requerían de una compleja matización.
—Percibí que lo estabais —cantó la titánida—. Me pareció que seguramente ibais a caer. Pero vosotros debéis saber mejor lo que es correcto para vuestra raza.
Gaby miraba extrañamente a Cirocco.
—¿Qué diablos ocurre? —preguntó.
—Le entiendo —dijo Cirocco, que no deseaba profundizar más—. Nos dice que tengamos cuidado.
—¿Cuidado… de qué?
—¿Cómo entendió Calvin al dirigible? Algo se ha metido en nuestras mentes, cariño. Y está resultando útil precisamente ahora, así que cállate —se apresuró a proseguir antes de que se expresaran más preguntas, pues no conocía ni una sola de las respuestas.
—¿Sois el pueblo de los pantanos? —preguntó la titánida—. ¿O procedéis del mar helado?
—Nada de eso —trinó Cirocco—. Hemos viajado por el pantano, en camino a… hacia el mar del diablo, pero ninguno de nosotros está herido. No pretendemos hacerte daño.
—Me haréis poco daño si vais al mar del diablo, porque moriréis. Sois demasiado grandes para ser ángeles que hayan perdido sus alas, y demasiado hermosos para ser criaturas del mar. Confieso que no os he visto antes.
—Nosotros… ¿Puedes reunirte con nosotros en la playa? Mi canción es débil. El viento no la levanta.
—Estaré ahí en dos meneos de tu cola.
—¡Rocky! —siseó Gaby—. ¡Cuidado, va a bajar! —se puso delante de Cirocco y quedó inmóvil con la espada de vidrio preparada.
—Sé que lo va a hacer —dijo Cirocco, agarrando el brazo armado de Gaby—. Yo le pedí que lo hiciera. Aparta eso antes de que ella tenga una mala idea y no se acerque. Gritaré si hay problemas.
La titánida bajó del peñasco con las patas delanteras y los brazos extendidos hacia adelante para equilibrarse. Danzaba de un modo ágil, flotando sobre el pequeño alud que había provocado, y a continuación avanzó trotando hacia ellas. Sus patas producían un ruido familiar sobre las rocas.
Era treinta centímetros más alta que Cirocco, que se encontró dando un paso hacia atrás cuando la titánida se acercó. Rara vez en su vida había conocido una mujer más alta, pero este ser femenino habría sobresalido aun entre cualquier otra persona que no fuera un jugador de baloncesto. Vista de cerca, era todavía más extraña, precisamente porque algunas de sus partes eran muy humanas.
Una serie de franjas rojas, anaranjadas y azules, que Cirocco creyó fueran señales naturales, resultaron ser pintura. Estaban dispuestas en figuras, limitadas sobre todo a su cara y pecho. Cuatro bandas en forma de chevron adornaban su vientre, justo por encima de donde debería estar su ombligo, en caso de que tuviera uno.
Su cara era lo bastante ancha como para hacer que la amplia nariz y la boca parecieran apropiadas. Sus ojos eran enormes, con un gran espacio entre ellos. Los iris eran amarillo brillante, con rayas radiales de color verde rodeando dilatadas pupilas.
Tan asombrosos eran los ojos que Cirocco casi no advirtió el rasgo menos humano del rostro de la titánida. Había creído que detrás de cada oreja había un curioso tipo de flor, pero las flores resultaron ser las mismas orejas. Los puntiagudos extremos llegaban por encima de la corona de la cabeza.
—Me llaman Do Sostenido… —cantó la titánida. Fue una frase melódica en la tonalidad de do sostenido.
—¿Qué ha dicho? —susurró Gaby.
—Ha dicho que se llama… —Cirocco cantó el nombre, y las orejas de la titánida se irguieron.
—No puedo llamarla así —protestó Gaby.
—Llámala Do Sostenido. ¿Quieres callarte y dejarme llevar la conversación? —se volvió hacia la titánida—. Mi nombre es Cirocco, o capitana Jones —cantó—. Esta es mi amiga. Gaby.
Las orejas se abatieron hasta los hombros, y Cirocco casi rió. La expresión de la titánida no había variado, pero las orejas tenían fuerza expresiva.
—¿Solamente ‘sir-o-ko-o-cap-tan-jons’? —cantó imitando la monotonía de Cirocco. Al suspirar, las ventanas de su nariz se inflamaron con la fuerza del gesto, pero en cambio el pecho no se movió—. Es un nombre largo, aunque nada musical, y perdóname. ¿No os hace gracia llamaros tan severamente?
—Eligen nuestros nombres por nosotros —cantó Cirocco, con un inexplicable sentimiento de embarazo. Para la titánida era un apodo insulso, después de haber transmitido para Cirocco un aire tan vivaz—. Nuestra forma de hablar no es como la tuya, nuestros silbidos tampoco son tan profundos…
Do Sostenido rió, con una risa completamente humana.