Выбрать главу

—¡Ángeles! ¡Ángeles atacando! ¡En formación!

La voz fue un chillido: una voz titánida había perdido toda su música, estrangulada por el odio. Cirocco se quedó atónita al ver a Nana encogida sobre el equipo de radar, gritando órdenes. El rostro de la titánida estaba contraído; todo pensamiento en Bill, olvidado.

—¿Qué ocurre? —empezó a decir Cirocco, y se agachó al ver que Nana saltaba por encima de ella.

—¡Abajo, dos patas! ¡No te metas en esto!

Cirocco alzó la vista. El cielo estaba lleno de alas.

Estaban descendiendo en torno a los costados del dirigible, con las alas plegadas para ganar velocidad, atacando a las titánidas que caían, que pendían indefensas de sus cuerdas. Había infinidad de ángeles.

Cirocco fue arrojada al suelo del carro cuando el vehículo dio un brusco tirón hacia adelante con el sonido chasqueante del cuero del arnés. Casi cayó por la abierta puerta trasera, pugnó por ponerse a gatear a tiempo de ver que Gaby saltaba y se agarraba a los laterales del carro con las manos. Cirocco le ayudó a subir.

—¿Qué demonios está pasando? —Gaby llevaba una espada de bronce que Cirocco no había visto antes.

—¡Cuidado!

Bill saltó de su lecho. Cirocco se arrastró hasta él y trató de acomodarlo de nuevo, pero el carro seguía avanzando estrepitosamente sobre rocas y grietas.

—¡Parad eso, maldito sea! —chilló Cirocco, antes de cantarlo en lengua titánida.

Dio lo mismo. Las dos titánidas enganchadas a la parte frontal se dirigían hacia la batalla y nada iba a detenerlas. Una empuñaba una espada en lo alto, vociferando como una loca.

Cirocco golpeó las ancas de una de las titánidas y casi perdió el cuero cabelludo al salir disparada la espada hacia ella. Manteniendo baja la cabeza, miró los nudos que mantenían atadas al carro a las titánidas.

—Gaby, dame eso, deprisa.

La espada saltó por los aires, con la empuñadura por delante, y aterrizó a los pies de Cirocco. Rocky lanzó tajos a los arneses de cuero. Primero se soltó uno, luego el otro.

Las titánidas no advirtieron la pérdida. Se alejaron rápidamente del carro, que se detuvo bruscamente al topar con un peñasco.

—¿Qué ha sido todo esto?

—No lo sé. Todo lo que me han dicho es que no me levantara. Échame una mano con Bill, ¿quieres?

Bill estaba despierto y no parecía encontrarse herido. El hombre miró al cielo cuando volvieron a ponerlo en la plataforma.

—¡Dios santo! —exclamó, con la fuerza suficiente como para hacerse oír entre el estruendo de las titánidas—. ¡Las están matando allá arriba!

Cirocco levantó los ojos a tiempo de ver cómo una de las criaturas volantes acuchillaba tres cuerdas del paracaídas de una de las titánidas que descendía. El paracaídas se plegó. Con una velocidad vertiginosa, la titánida desapareció tras una colina al oeste.

—¿Eso son ángeles? —preguntó Bill, extrañado.

Para las titánidas, eran ángeles de la muerte. Humanos de forma, con alas provistas de plumas que medían siete metros de un extremo a otro, los ángeles convirtieron el pacífico ambiente de Hiperión en un matadero. Pronto todos los paracaídas fueron eliminados del cielo.

La batalla prosiguió detrás de la colina, fuera de la vista de los terrestres. Las titánidas chillaban como uñas sobre una pizarra, y muy por encima había un gemido pavoroso que debía de ser de los ángeles.

—Detrás de ti —avisó Gaby.

Cirocco se volvió con rapidez. Un ángel se acercaba en silencio por el este. Venía a ras de tierra, con las enormes alas inmóviles, aumentando de tamaño a una velocidad insólita. Cirocco vio la espada en la mano izquierda del ángel, el rostro humano contraído por las ansias de sangre, lágrimas que se marcaban en las comisuras de los párpados, contraídos los músculos del brazo que echaba hacia atrás la espada…

Pasó sobre ellas, batiendo las alas para remontar la colina. Las puntas tocaron el suelo y levantaron piedrecillas.

—No me ha visto —dijo Gaby.

—Siéntate —le dijo Cirocco—. Eres un blanco perfecto así, de pie. Y sí que te ha visto. Cambió de opinión a último momento. Vi cómo frenaba el impulso.

—¿Por qué ha hecho eso? —Gaby se agazapó junto a Cirocco y escudriñó el horizonte.

—No lo sé. Muy probablemente porque no tienes cuatro patas. Pero tal vez el próximo ángel no sea tan observador.

Vieron que otro ángel se acercaba en un ángulo levemente distinto. Venía rebanando el aire, piernas juntas, una especie de plano de deriva que se extendía detrás de sus pies, brazos a los costados, alas suficientemente contraídas para mantener la velocidad. En gracia y economía de movimientos. Cirocco jamás había visto su igual.

Y vieron otro ángel que aumentaba su velocidad volando en línea recta hacia el suelo. La criatura frenó en el último instante, y besó la tierra para ir a esfumarse tras la cresta de la colina. Cualquier encargado de rociar las cosechas con insecticida se habría quedado ojeroso y con la cara pálida.

—Son muy buenos —musitó Gaby.

—No me gustaría meterme en un combate aéreo con ellos —convino Cirocco—. Me arrancarían los pantalones.

Un viento frío soplaba del este y levantaba el polvo del seco terreno.

Entonces las titánidas cruzaron la colina a la carga, seguidas por una multitud de ángeles. Cirocco reconoció a Nana. Clarinete y Foxtrot. La pata delantera izquierda de Clarinete estaba roja de sangre. Las titánidas empuñaban lanzas de madera con punta de cobre y espadas de bronce.

Habían dejado de dar voz a su canción guerrera, pero el frenesí continuaba en sus ojos. Bocanadas de vapor salían de las ventanas de sus narices y las titánidas que tenían la piel desnuda relucían. Pasaron con gran estruendo junto a los terrestres y después giraron en redondo para enfrentarse a los ángeles.

—¡Están usando el carro como protección! —gritó Gaby—. ¡Nos van a coger en el medio! ¡Fuera de aquí, deprisa!

—¿Y Bill? —chilló Cirocco.

La mirada de Gaby se entrelazó con la de Cirocco por un instante. Dio la impresión de que la primera iba a hablar, luego gruñó algo ininteligible y arrebató la espada a Cirocco. Con muchísimo más valor que sentido común, Gaby se puso en pie en la parte trasera del carro y se encaró a los ándeles que se acercaban. Una vez más, todo lo que Cirocco pudo ver fue la espalda de su compañera, erguida entre su amor y el peligro acechante.

Los ángeles hicieron caso omiso de Gaby.

La mujer permaneció con la espada dispuesta, pero el enemigo pasó a los lados del carro para alcanzar a las titánidas, inmóviles detrás para ofrecer resistencia.

El ruido fue increíble.

El gemido de los ángeles se mezcló con el chillido de las titánidas mientras multitud de alas gigantescas rasgaban el aire.

Una forma monstruosa asomó entre la nube de polvo, una pesadilla pintada en matices marrones y negros, alas que se movían como sombras que cobran vida. Iba a ciegas, espada y lanza dando estocadas alocadas mientras el ángel trataba de orientarse en los miasmas. No parecía mayor que un niño de diez años. Sangre oscura caía de una herida en su costado.

Estaba sobre los terráqueos cuando arrojó la lanza. La punta de cobre atravesó la manga de la ropa de Gaby y mordió el suelo del carro de tal modo que produjo un sonido vibrante como el de la cuerda de un arco. Luego el ángel se alejó. Una lanza de madera pendía de su cuello. Cayó, y Cirocco no vio nada más.

Con la misma rapidez con que la batalla hubo transcurrido, cesó. El gemido adquirió un tono distinto y los ángeles se elevaron, menguaron de tamaño, quedaron reducidos a formas aleteantes en lo alto del cielo, en dirección al este.

Hubo un alboroto cerca del carro. Las tres titánidas estaban pisoteando el cuerpo del ángel caído. Era difícil pensar que el cuerpo hubiese tenido alguna vez aspecto humano. Cirocco desvió la mirada, enferma ante la sangre y la rabia criminal en los rostros de las titánidas.