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Gene guardó silencio un momento, apartando la vista de Cirocco. Cuando volvió a mirarla, habló en voz baja.

—¿No recuerdas aquella carnicería, o es que te la perdiste del todo? Los aniquilaron, Rocky. Masacraron quince de estos asnos. Todos menos uno murieron, igual que otros dos que estaban contigo. Los ángeles perdieron dos, más un herido.

—Tres. Tú no viste lo que ocurrió con un tercero —pensar en aquello todavía la enfermaba.

—Lo que fuera. La cuestión es que fue una nueva táctica. Los ángeles se hicieron llevar a bordo del dirigible. Al principio pensamos que los ángeles habían hecho una alianza con los dirigibles, pero resultó que también los dirigibles están preocupados. Son neutrales. Los ángeles subieron a bordo durante una tormenta, de modo que el dirigible pensó que el peso extra era simplemente agua. Ese trasto aumenta un par de toneladas cuando llueve.

—¿Qué ‘pretendemos’ con todo esto? ¿Estás haciendo una alianza? No tienes esa facultad. Yo sí, como capitana de la nave.

—Tal vez debería observar que tu nave ha desaparecido.

Si Gene hubiera querido herirla, su blanco no habría podido ser mejor. Cirocco se aclaró la garganta y siguió hablando.

—Gene, no estamos aquí en plan de asesores militares.

—¡Caramba, sólo pensaba enseñarles unas cuantas cosas! Como este mapa. Es imposible planear una estrategia sin un mapa. Necesitarán nuevas tácticas, también, pero…

Maestra Cantora produjo el agudo silbido que equivalía al sonido de aclararse la garganta, y entonces Cirocco comprendió que no la habían tenido en cuenta.

—Perdón —cantó la titánida—. Este dibujo es algo francamente magnífico. Lo llevaré pintado en mi pecho en la próxima reunión triciudadana. Pero estábamos hablando de medios para matar ángeles, ¿verdad? Me gustaría oír más detalles del polvo gris de violencia que tú mencionaste antes.

—¡Jesús, Gene! —estalló Cirocco, luego controló su voz—. Maestra Cantora. Mi amigo, cuyo dominio de vuestras canciones es pobre, no ha sabido expresarse correctamente. No conozco tal polvo.

Los ojos de la titánida eran apacibles remansos.

—Si no del polvo gris, habladme entonces del artilugio para arrojar lanzas al aire con más rapidez que la mano.

—De nuevo, se trata de un malentendido. Ten un poco más de paciencia conmigo, por favor —se volvió hacia Gene con expresión calmada—. Gene, vete. Hablaré contigo más tarde.

—Rocky, lo único que deseaba hacer es…

—Es una orden, Gene.

Gene vaciló. Cirocco estaba entrenada en combate con las manos y tenía más alcance, pero también él estaba entrenado, y tenía más fuerza. Cirocco estaba mucho menos que segura de poder derrotarlo, pero se preparó para intentarlo.

El momento pasó. Gene se relajó, estampó la palma de la mano en la mesa y salió airosamente de la sala. Maestra Cantora había seguido la escena con ojos que no perdían detalle alguno.

—Lamento haber sido causa de que malos sentimientos hayan cruzado entre tú y tu amigo —cantó la titánida.

—No ha sido por tu culpa —las manos de Cirocco volvieron a su temperatura normal después del conato de enfrentamiento—. Yo… Mira, Maestra Cantora. ¿A quién crees? ¿A mí o a Gene?

—Admítelo, Rok-ki. Me dio la impresión de que tenías algo que ocultar.

Cirocco se mordió un nudillo mientras se preguntaba qué hacer. La titánida estaba segura de que ella mentía, ¿pero cuántas cosas sabía ya?

—Tienes razón —cantó por fin—. Tenemos un polvo de violencia, lo bastante potente para destruir toda esta ciudad. Conocemos secretos destructivos que me avergüenza siquiera insinuarlos. Cosas que podrían abrir un boquete en tu mundo y hacer que el aire que respiras saltara al espacio helado.

—No precisamos nada así —cantó Maestra Cantora, con aire de interés—. El polvo servirá perfectamente.

—No puedo dártelo. No hemos traído con nosotros.

La titánida había meditado cuidadosamente su melodía cuando por fin volvió a cantar.

—Tu amigó Gene creía posible hacer aquí esas cosas. Somos diestros con la madera y con la química de seres animados.

Cirocco suspiró.

—Es probable que Gene tenga razón. Pero no podemos entregarte los secretos.

Maestra Cantora guardó silencio. Cirocco intentó una explicación.

—Mis sentimientos personales tienen poco que ver con el problema. Los que se hallan por encima de mí, los sabios de mi raza, han dicho que esto debe ser así.

—Si tus mayores lo ordenan, tienes poca opción —se resignó la titánida.

—Me alegra que lo veas de esa forma.

—Sí —hizo una pausa para elegir cuidadosamente sus frases melódicas—. Tu amigo Gene no es tan respetuoso con sus mayores. Si le interrogara otra vez, él podría explicarme cosas que podrían llevarnos a la victoria.

El ánimo de Cirocco se hundió, pero trató de que la titánida no lo advirtiera.

—Gene ha sido olvidadizo. Tuvo momentos difíciles en su viaje. Sus pensamientos erraban, pero ahora le he recordado su obligación.

—Comprendo —volvió a rumiar, y ofreció a Cirocco un vaso de vino que la mujer aceptó agradecida—. Creo que yo misma podría construir un lanzador. Un palo flexible con los extremos unidos por una correa.

—Francamente, me sorprende que no lo tengáis ya. Poseéis cosas más complejas.

—Tenemos algo parecido que los niños usan para jugar.

—La naturaleza de vuestra lucha con los ángeles me confunde. ¿Por qué lucháis?

Maestra Cantora frunció el ceño.

—Porque ellos son ángeles.

—¿No hay otra razón? Me había impresionado vuestra tolerancia con otras razas. No habéis sentido animosidad hacia mí ni mis amigos, ni por los dirigibles o por el yeti de Océano.

—Ellos son ángeles —repitió Maestra Cantora.

—¿No deseáis habitar el mismo suelo?

—Los ángeles serían incapaces de dar de mamar a sus pequeños en el pecho de Gea si dejan las grandes torres. Y nosotros no podríamos vivir colgados de las paredes.

—Así que no competís por tierra o alimentos… ¿Será tal vez por una causa religiosa? ¿Adoran ellos otro dios?

La titánida rió.

—¿Adorar? Compones tu canto de una forma curiosa. Solo existe una deidad, hasta para los ángeles. Gea es conocida por todas las razas a su alcance.

—En ese caso, simplemente no lo entiendo. ¿Es que no puedes hacérmelo comprender? ¿Por qué lucháis?

Maestra Cantora, la jefa militar, pensó largo rato. Cuando por fin volvió a cantar, el modo era una lastimera tonalidad menor.

—De todas las cosas de esta vida, ésta es la que más me gustaría preguntar a Gea. Que todos debamos morir y volver al fango… No tengo objeciones, ni amargura. Que el mundo sea un círculo y los vientos soplen cuando Gea respira…, son cosas que comprendo. Que haya momentos de tener hambre, o que al poderoso Ofión se lo trague el polvo, o que el viento frío del oeste nos congele…, lo acepto, ya que dudo de que pudiera hacer algo mejor en estas áreas. Gea tiene muchas cosas que atender y es posible que a veces tenga que volver su vista a otro lado.

“Cuando los grandes pilares celestes chasquean, de modo que la tierra tiembla y se teme que el mundo estalle y se lance al vacío, no me quejo.

“Pero en el momento de la respiración de Gea, cuando el odio está en mí, dejo de razonar. Dirijo mi pueblo a la batalla, sin saber que mi hija-hembra cae a mi lado. No vi quién caía. Ella era una extraña para mí porque el cielo estaba repleto de ángeles y era momento de luchar. Sólo después, cuando la rabia se va de nosotras, contamos el costo. Entonces es cuando la madre encuentra a su hija muerta en el campo, cuando vi a la hija de mi carne herida por ángeles pero pisoteada por las patas de los míos.