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“Eso pasó hace cinco respiraciones. Mi corazón enfermó, y temo que nunca sanará.

Cirocco no se atrevió a romper el silencio cuando Maestra Cantora le dio la espalda. La titánida se levantó y paseó hacia la puerta, encarada a la oscuridad en tanto Cirocco contemplaba la fluctuación de la vela en la mesa. Maestra Cantora emitió sonidos que ciertamente eran los sonidos del llanto, aunque no sonaran como el llorar humano. Al cabo de un rato, la titánida volvió junto a la mujer y se sentó, con un aspecto de extrema fatiga.

—Luchamos cuando la rabia nos domina. No dejamos de pelear hasta que los ángeles han muerto o regresan a su hogar.

—Hablas de la respiración de Gea. Es algo extraño para mí.

—La has escuchado gemir. Es un violento ventarrón que surge de las torres celestes. Frío por el oeste y caliente por el este.

—¿Habéis intentado hablar con los ángeles? ¿Será que no escuchan vuestro canto?

Maestra Cantora se encogió de hombros.

—¿Quién puede cantar a un ángel, y qué ángel prestará atención?

—Me sigue inquietando que nadie haya intentado… negociar con ellos —esa palabra resultó difícil. Finalmente se decidió por una que significaba ‘rendirse’ o ‘huir’ en un sentido literal—. Si os sentarais juntos y escucharais los cantos respectivos, quizá podríais tener paz.

La frente de la titánida se arrugó.

—¿Cómo puede existir el-sentimiento-de-armonía-entre-hermanos si ellos son ángeles? —la palabra que usó era la misma que Cirocco había elegido como la mejor entre muchas inadecuadas. Para las titánidas, ‘paz’ era un estado universal, apenas merecedor de comentarios. Entre titánidas y ángeles, el idioma no abarcaba un concepto que pudiera expresar algo siquiera parecido.

—Mi gente no tiene enemigos de otras razas, sino que lucha entre sí —dijo Cirocco—. Pero hemos desarrollado medios de resolver estos conflictos.

—Ese caso no es el nuestro. Tratamos perfectamente la hostilidad entre nuestra raza.

—Quizá podríais enseñarnos algo respecto a eso. Pero por mi parte, ojalá pudiera enseñarte los medios que hemos aprendido. Algunas veces ambos bandos son demasiado hostiles para sentarse y conversar. En tal caso, usamos un tercer bando para mediar entre los enemigos.

Maestra Cantora alzó una ceja, después bajó las dos con gesto suspicaz.

—Si eso funciona, ¿por qué necesitáis tantas armas?

Cirocco se vio forzada a sonreír. No era sencillo convencer de algo a las titánidas.

—Porque no siempre funciona. Entonces nuestros guerreros tratan de destruirse mutuamente. Pero nuestras armas se han vuelto tan temibles que nadie las ha usado desde hace mucho tiempo. Hemos mejorado con la paz, y ofrezco como prueba que, siendo capaces de destruir todo nuestro planeta desde hace un mínimo de… digamos sesenta miriarrevs, no hemos hecho tal cosa.

—Eso es el pestañeo de un ojo mientras Gea gira —cantó la titánida.

—No estoy fanfarroneando. Es terrible vivir con el conocimiento de que no sólo tu… tu madre hembra, amigos y conocidos pueden ser aniquilados, sino también todos los miembros de tu raza hasta el niño más pequeño.

Maestra Cantora asintió gravemente. Parecía impresionada.

—Vosotros lo decidís. Nuestra raza puede ofreceros más guerra, o la posibilidad de paz —concluyó Cirocco.

—Comprendo —cantó la titánida, preocupada—. Es una decisión seria.

Cirocco optó por callarse. Maestra Cantora sabía que tenía a su alcance aprender con el armamento que Gene había ofrecido.

La vela del soporte de la pared ardía con luz mortecina. Sólo la luz que tenían entre ambas sobrevivía para arrojar una iluminación danzarina sobre los rasgos femeninos de la titánida.

—¿Dónde encontraré a ése que ha de estar en el medio? Creo que ese mediador resultaría herido por lanzas arrojadas por ambos bandos.

Cirocco abrió los brazos.

—Gustosamente ofreceré mis servicios como representante autorizada de las Naciones Unidas.

Maestra Cantora estudió a Cirocco.

—Sin que sea una falta de respeto hacia las na-cio-ne-su-ni-das, jamás hemos oído hablar de ellas. ¿Por qué habrían de interesarse en nuestras guerras?

—Las Naciones Unidas siempre están interesadas en guerras. Francamente, no son mejores que lo que somos en conjunto, lo que equivale a decir que está muy lejos de la perfección…

La titánida hizo un gesto de indiferencia, como si ya lo hubiera supuesto desde el primer momento.

—¿Y por qué haríais eso por nosotras?

—De todos modos, atravesaré el territorio de los ángeles, camino de ir a ver a Gea. Además, odio la guerra.

Maestra Cantora pareció realmente impresionada por primera vez. Estaba claro que su opinión de Cirocco había mejorado de forma significativa.

—No me habías dicho que fueras una peregrina. Esto arroja nueva luz al problema. Temo que eres una necia, pero es una necedad bendita —extendió los brazos por encima de la mesa y cogió la cabeza de Cirocco con sus manazas, se inclinó y le dio un beso en la frente. Fue el detalle más ceremonioso que la terráquea había observado de una titánida. y le afectó.

—Vete, pues —dijo Maestra Cantora—. No pensaré más en nuevas armas. Las cosas ya son bastante terribles para emprender una ruta que debe conducir a la destrucción.

La titánida hizo una pausa. Parecía ensimismada.

—Si por casualidad llegaras a ver realmente a Gea. me gustaría que le preguntaras por qué tuvo que morir mi hija-hembra. Si no te responde, dale una bofetada y dile que es de parte de Maestra Cantora.

—Lo haré.

Cirocco se puso en pie, extrañamente animada, en cierta forma menos preocupada por el futuro que en los dos meses anteriores. Hizo ademán de marcharse, pero sentía curiosidad por algo.

—¿Por qué ese beso? —preguntó.

Maestra Cantora alzó la mirada.

—Era el beso de la muerte. Después de que te hayas ido, jamás volveré a verte.

CAPITULO 17

Hornpipe había asumido el papel de guía y fuente de información para la expedición humana. Dijo que su madre-hembra lo aprobaba, y que creía que sería una buena experiencia de aprendizaje. Los humanos eran los seres más excitantes pasados por Ciudad Titán en muchas miriarrevs.

Cuando Cirocco expresó su deseo de ver el sitio de los vientos en las afueras de la población, Hornpipe preparó una comida campestre y dos odres de vino. Calvin y Gaby se ofrecieron como voluntarios para ir, pero August se quedó sentada y mirando por la ventana, algo que solía hacer. Gene no apareció. Cirocco recordó a Calvin que se había comprometido a quedarse con Bill.

Bill dijo a Cirocco que esperara a que él estuviera curado. La capitana se vio obligada a recordarle que todavía seguía al mando. Bill lo fue olvidando conforme el confinamiento lo hacía quisquilloso y mezquino. Cirocco lo comprendía, pero a Bill le gustaba poco cuando ella se ponía en plan protector.

—Bonito día para un pic-nic —cantó Hornpipe cuando Cirocco y Gaby se reunieron con ella al límite de la ciudad—. La tierra está seca. Tendríamos que ir y volver en cuatro o cinco revs.

Cirocco se arrodilló y ató los cordones de los mocasines de cuero blando que las titánidas habían hecho para ella. Luego se irguió y observó el terreno en dirección al lugar donde asomaba en el diáfano ambiente el cable central-oeste de Rea, el lugar de los vientos.

—Lamento desilusionarte —cantó la capitana—, pero a mí y a mi amiga nos costará una decarrev llegar allá, y lo mismo para volver. Planeamos acampar en la base y gozar de la falsa muerte.