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Hornpipe se estremeció.

—Ojalá no lo hagáis. Me aterroriza. ¿Cómo sabrán los gusanos que no deben comeros?

Cirocco se echó a reír. Las titánidas no dormían nunca. Para ellas ése era un detalle que las preocupaba tanto o más que la rara habilidad de mantenerse siempre en equilibrio sobre dos piernas.

—Hay una alternativa. Temo ofenderte si la expreso. En la Tierra tenemos animales, no personas, que se parecen algo a vosotras. Nosotros nos montamos en sus espaldas.

—¿En sus espaldas? —Hornpipe quedó confundida, hasta que su cara se iluminó al establecer la relación—. ¿Te refieres a que ponéis las dos piernas a cada lado de…? ¡Claro, ya comprendo! ¿Creéis que resultará?

—Estoy ansiosa de probarlo si tú quieres. Dame una mano. No, gírala… Eso es. Voy a poner el pie encima… —así lo hizo, se agarró al hombro de Hornpipe, tomó impulso y montó. Se sentó en el amplio lomo con una cincha debajo y una alforja detrás de cada pierna—. ¿Te es cómodo?

—Apenas noto que estás ahí. ¿Pero cómo te sostendrás?

—Eso habrá que verlo. Yo pensaba que… —se interrumpió con un grito agudo. Hornpipe giró la cabeza por completo.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Es que no somos tan flexibles como tú. Me cuesta creer que eres capaz de hacer eso. No importa. Vuélvete y ten cuidado por dónde vas. Y empieza lentamente.

—¿Qué paso prefieres?

—¿Eh? Ah. No entiendo de eso.

—Bueno. Iré al trote primero y pasaré a un galope lento.

—¿Te importa que te ponga los brazos alrededor?

—En absoluto.

Hornpipe describió un amplio, aumentando gradualmente la velocidad. Corría junto a Gaby, que gritaba y vitoreaba. Cuando Hornpipe se detuvo, Gaby apenas jadeaba.

—¿Servirá? ¿Qué piensas? —preguntó Cirocco.

—Creo que sí. Probemos con las dos.

—Querría algo para tapar esta correa —dijo Cirocco—. Y en cuanto a Gaby, ¿por qué no buscamos otra titánida para ella?

Al cabo de diez minutos Hornpipe había conseguido dos almohadones y otra voluntaria, un macho de pelaje color lavándula, con pelo blanco en cabeza y cola.

—Hey, Rocky. Tengo una montura más fina que la tuya.

—Depende de cómo lo mires. Gaby, me place presentarte a… —Cirocco cantó el nombre, invirtió la presentación y luego musitó confidencialmente a Gaby—: Llámale Flauta de Pan.

—¿Qué hay de malo con Leo o George? —protestó Gaby, pero estrechó la mano de Flauta de Pan y montó fácilmente.

Emprendieron la marcha, con las titánidas cantando una tonada de viaje que las mujeres acompañaron lo mejor que pudieron. Al finalizar esa canción aprendieron otra. Luego Cirocco pasó al ‘Maravilloso Mago de Oz’, siguió con ‘The Caissons Go Rolling Along’ y dijo: “Allá vamos, hacia la agreste lejanía azul”. Para las titánidas fue un deleite: ignoraban que los humanos tuvieran canciones.

Cirocco había hecho un viaje en balsa por el río Colorado y había viajado en una cáscara de nuez por el Ofión. Había sobrevolado el Polo Sur y brincado a lo largo y ancho de los Estados Unidos en un biplano, había viajado en automotor por la nieve, montado en bicicleta, funicular y tren de gravedad y en cierta ocasión había dado un breve paseo en camello. Nada de esto era como montar una titánida bajo la bóveda de Gea, en ese largo atardecer eternamente al borde del ocaso. Delante de ella, una escalera al cielo brotaba del suelo y se retiraba en la noche.

Cirocco echó la cabeza hacia atrás y cantó:

— “Hay un largo camino hasta Tipperary, un largo camino que recorrer…
* * *

El lugar de los vientos era roca dura y tierra torturada. Crestas que semejaban nudillos deformes empezaron a fruncir el terreno color pardo y entre ellas se abrieron profundas grietas. Las crestas crecieron hasta convertirse en dedos que aferraban la tierra y la estrujaban como una hoja de papel. Los dedos no tardaron en unirse a una mano curtida por la intemperie y luego a un largo brazo hirsuto que surgía de la noche.

El ambiente jamás estaba en calma. Súbitas ráfagas procedentes de todas direcciones hacían que un millar de diablos polvorientos danzaran erráticamente en el camino de los excursionistas.

Pronto escucharon el alarido. Era un sonido retumbante, nada agradable, pero sin la terrible tristeza del gran viento de Océano conocido como Lamento de Gea.

Hornpipe les había dado cierta idea respecto a qué esperar. Las lomas que escalaban eran ramales de cable que emergían con un ángulo de treinta grados en relación al terreno y estaban cubiertos de tierra. El viento había erosionado el suelo hasta formar barrancos que corrían hacia la fuente del sonido.

Empezaron a pasar junto a boquetes de succión abiertos en el suelo, algunos de no más de medio metro de ancho, otros lo bastante grandes para tragar a una titánida. Todos tenían su particular nota de silbido. Era una música inarmónica, sin métrica, como algunos de los experimentos más opacos de principios de siglo. Tras ella había una continua nota de órgano.

Las titánidas ascendieron al último y largo cerro. Era terreno duro, rocoso, completamente depurado de polvo suelto, pero la espina de la cresta era estrecha y las grietas amplias y profundas. Cirocco confió en que las titánidas supieran cuándo era mejor detenerse. El fustigar del viento ya hacía lagrimear los ojos.

—Este es el lugar de los vientos —cantó Hornpipe—. No nos atrevemos a llegar más cerca, ya que los vientos se hacen tan potentes que pueden arrastrarnos. Pero podréis ver al Gran Aullador si bajáis por la ladera. ¿Quieres que te lleve allá?

—Gracias, iré andando —dijo Cirocco, y saltó a tierra.

—Te mostraré el camino.

Hornpipe empezó a bajar la pendiente dando pasos cortos, melindrosos. Daba la impresión de que iba a perder el equilibrio, aunque era evidente que no tenía problema alguno.

Las titánidas llegaron a un declive vertical y lo siguieron hacia el este. Cuando Gaby y Cirocco llegaron al lugar notaron un incremento de viento y ruido.

—¡Si esto empeora mucho más —gritó Cirocco—, creo que será mejor desistir!

—Opino lo mismo.

Pero cuando llegaron al punto donde las titánidas se habían detenido, comprobaron que no necesitaban ir más lejos.

Había siete agujeros de succión visibles, todos en las extremidades de largas y escarpadas hondonadas. Seis de ellos medían entre cincuenta y doscientos metros de ancho. El Gran Aullador podría haberlos tragado a todos.

Cirocco supuso que habría un kilómetro desde la base de la abertura hasta la cúspide y otro medio kilómetro en el punto más ancho. La forma oval era impuesta por la posición del hoyo entre dos ramales de cable que describían una cerrada ‘V’ al brotar del moreno suelo. En el sitio donde los ramales se unían, la gran boca de piedra pelada se abría al máximo.

Los lados de la abertura eran tan lisos que destellaban a la luz del día como espejos retorcidos. Habían sido pulidos por mil años de viento y la arena abrasiva que éste transportaba. Vetas de mineral más ligero de la oscura roca les daban un lustre de madreperla.

Hornpipe se inclinó y cantó cerca de la oreja de Cirocco.

—Comprendo el motivo —gritó a su vez Cirocco.

—¿Qué te ha dicho? —quiso saber Gaby.

—Ha dicho que llaman muslo de Gea a este lugar.

—Comprendo el motivo. Estamos en una de sus piernas.

—Esa es la idea.

Cirocco tocó el anca de Hornpipe y señaló la cima de la loma. Se preguntó qué sentirían las titánidas en aquel sitio. ¿Un temor reverente? Probablemente, no. Estaba justo en las afueras de la ciudad. ¿Acaso los suizos sentían un temor reverente por las montañas?