Fue estupendo volver a una relativa tranquilidad. Cirocco permaneció junto a Hornpipe y examinó los alrededores. Si la base del cable era una mano gigantesca, como ella la había considerado antes, habían llegado al segundo nudillo de uno de los dedos.
—¿Hay otro camino para subir? —cantó Cirocco—. ¿Un camino para llegar a esa gran planicie que hay arriba, sin que Gea nos chupe?
Flauta de Pan, que era algo mayor que Hornpipe. asintió.
—Sí, hay muchos. Esta gran madre de agujeros es el principal. Cualquiera de las otras lomas os permitirá alcanzar la planicie.
—Entonces, ¿por qué no nos habéis llevado arriba?
Hornpipe puso cara de sorpresa.
—Dijiste que deseabas ver el lugar de los vientos, no trepar para conocer a Gea.
—Me equivoqué —reconoció Cirocco—. ¿Pero cuál es el mejor camino hasta la cima?
—¿Hasta la misma cima? —cantó Hornpipe, con los ojos, muy abiertos—. Yo solamente estaba bromeando. Naturalmente, no querrás ir allá arriba…
—Voy a intentarlo.
Hornpipe señaló el próximo cerro hacia el sur. Cirocco estudió el terreno a lo largo del precipicio. No parecía más difícil que la loma que habían escalado. Las titánidas habían empleado hora y media, de manera que ella podría hacerlo en seis, siete u ocho horas. Quedaban otras seis horas de pendiente hasta llegar a la planicie, y después…
Desde aquella posición ventajosa el cable inclinado era una montaña inaccesible. Caía en declive unos cincuenta kilómetros, hacia la oscuridad por encima del límite de Rea. En tres de esos kilómetros no crecía nada; era tierra de color chocolate y roca gris. En una distancia similar sólo había árboles retorcidos y sin hojas. Más allá, la persistente vida de Gea había encontrado un apoyo. Cirocco no pudo determinar si se trataba de hierba o bosques, pero el cilindro del cable, de cinco kilómetros de diámetro, estaba repleto de incrustaciones verdes: la corroída cadena del ancla de un buque.
El verdor se extendía hasta la zona del crepúsculo de Rea. La región no tenía bordes pronunciados; se inclinaba gradualmente conforme la oscuridad iba apagando el verdor, que disminuía a bronce, oro oscuro, plata sobre rojo de sangre y. finalmente, el color de nubes con la luna detrás. Para entonces el cable era casi invisible. El ojo seguía la curva imposible que menguaba hasta una cuerda, un hilo, una hebra, antes de unirse a la amenazadora oscuridad del techo y esfumarse en la abertura del radio, que se iba haciendo más y más estrecho. Pero estaba demasiado oscuro para alcanzar a ver algo más allá…
—Creo que se puede —dijo Cirocco a Gaby—. Al menos hasta el techo. Confiaba en que hubiese habido alguna especie de elevador mecánico aquí en la base. Y tal vez lo hay, supongo, pero si nos ponemos a buscarlo… Tardaríamos meses —concluyó, al tiempo que agitaba una mano.
Gaby estudió la pendiente del cable, suspiró y meneó la cabeza.
—Iré donde tú vayas, pero estás loca, ¿sabes? Nunca pasaremos del techo. Échale un vistazo, ¿quieres? A partir de ahí, nos encontraremos trepando en la base de una pendiente de cuarenta y cinco grados.
—Los montañeros lo hacen una y otra vez. Tú misma lo hiciste en el entrenamiento.
—Claro. Diez metros. Ahora tendremos que hacerlo durante cincuenta o sesenta kilómetros. Y después, éstas son las buenas noticias, después sólo tendremos que subir en línea recta. Cuatrocientos kilómetros.
—No será fácil. Debemos probarlo.
—Madre de Dios —Gaby se golpeó la frente con el borde de la mano y bizqueó.
Hornpipe había contemplado los gestos de Cirocco mientras ésta explicaba el problema. Entonces, la titánida empezó a cantar, largo.
—¿Vas a trepar por las enormes escaleras?
—Debo hacerlo.
Hornpipe asintió. A continuación se inclinó y besó la frente de Cirocco.
—Me gustaría que no lo hicierais, amigas —dijo Cirocco, en inglés.
—¿Qué significa eso? —preguntó Gaby.
—No importa. Volvamos a la ciudad.
Se detuvieron tras abandonar la zona ventosa. Hornpipe sacó un trapo y todos tomaron asiento para la comida. El alimento estaba caliente, conservado en termos de cascara de nuez. Cirocco y Gaby comieron quizá diez termos entre las dos. y las titánidas devoraron el resto.
Todavía se hallaban a cinco kilómetros de Ciudad Titán cuando Hornpipe volvió la cabeza, con una expresión en la que se mezclaba el pesar y la preocupación. La titánida fijó la mirada en el oscuro techo.
—Gea respira —cantó tristemente.
—¿Qué? ¿Estás segura? Creí que sería una cosa ruidosa y que tendríamos mucho tiempo para… ¿Significa eso que habrá ángeles?
—Es ruidosa cuando sopla del oeste —corrigió Hornpipe—. La respiración de Gea es silenciosa si sopla del este. Me imagino que ya los oigo —dio un paso en falso, casi tiró a Cirocco.
—¡Bueno, corred, maldito sea! Si estáis atrapadas aquí solas no tendréis oportunidad.
—Es demasiado tarde —cantó Hornpipe, los labios abiertos dejaban ver los dientes brillantes. Sus ojos añoraban.
—¡Muévete!
Cirocco había practicado ese tono de mando durante años, y sin saber cómo logró traducirlo a un canto titanio. Hornpipe inició un súbito galope y Flauta de Pan la siguió a poca distancia.
Muy pronto, incluso Cirocco oyó el gemido de los ángeles. El paso de Hornpipe vaciló; deseaba ardorosamente volver y ofrecer batalla.
Se estaban acercando a un árbol solitario, y entonces Cirocco tomó una rápida decisión.
—Frena. Deprisa, no tenemos mucho tiempo.
Se detuvieron bajo las desplegadas ramas y Cirocco desmontó de un salto. Hornpipe trató de salir disparada pero Cirocco abofeteó la cara de la titánida, que así pareció calmarse algo.
—Gaby, corta esas alforjas a trozos. ¡Flauta de Pan! ¡Alto! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Flauta de Pan se quedó indeciso, pero volvió con los demás. Gaby y Cirocco se pusieron en acción con frenesí; con jirones que arrancaron de las propias ropas que se quitaron, hicieron tres fuertes cuerdas.
—Amigas mías —cantó Cirocco en cuanto tuvo las ataduras—, no tengo tiempo para explicaciones. Os pido que confiéis en mí y hagáis lo que os diga.
Puso en el canto hasta la última gota de resolución que poseía, en la modalidad usada por los viejos y sabios para con los jóvenes y alocados. Dio resultado, pero no demasiado. Ambas titánidas siguieron mirando hacia el este.
Cirocco hizo que las titánidas se tendieran de costado.
—Eso hace daño —se quejó Hornpipe cuando Cirocco le ató las patas delanteras.
—Lo siento, es por vuestro bien —Cirocco ligó rápidamente los brazos y patas delanteras y después lanzó un odre a Gaby—. Métele en la garganta tanto como puedas. Quiero que esté tan borracha que ni moverse pueda.
—De acuerdo.
—Pequeña, quiero que bebas esto —cantó—. Tú también. Bebed muchísimo.
Cirocco llevó el pezón del odre a los labios de Hornpipe. El sonido de los ángeles aumentaba. Las orejas de Hornpipe se retorcieron rápidamente hacia arriba y hacia abajo.
—Algodón, algodón —musitó Cirocco. Arrancó retales de su ya deshilachada túnica y formó con ellos apretadas bolas—. Dio resultado para Ulises, tal vez lo dé para mí. Gaby, las orejas. Tápale las orejas.
—¡Hace daño! —aulló Hornpipe—. ¡Suéltame, monstruo de la Tierra! No me gusta este juego —empezó a gemir, con notas que sólo ocasionalmente se traducían en palabras de odio.
—Necesitas un poco más de vino —canturreó Cirocco.