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Gene contaba. Cirocco lo quería en un lugar donde pudiera seguir echándole el ojo, lejos de las titánidas.

Quedaba Gaby.

—No puedes dejarme —dijo Gaby, no suplicante; apenas afirmaba una verdad incontrovertible—. Iré contigo.

—No voy a obligarte. Estás pesadísima con esa obsesión que tienes conmigo y que yo no merezco. Pero salvaste mi vida, cosa que nunca he agradecido bastante, y deseo que sepas que nunca lo olvidaré.

—No quiero tu agradecimiento —dijo Gaby—. Quiero tu amor.

—No puedo dártelo. Me gustas, Gaby. ¡Caray, hemos estado juntas desde que empezó todo esto…! Haremos los primeros cincuenta kilómetros con Apeadero. No te forzaré a que subas.

Gaby palideció, pero respondió con valor.

—No tendrás que hacerlo.

Cirocco asintió.

—Como ya he dicho, tú decides. Calvin opina que podemos llegar hasta el nivel de la zona de crepúsculo. Los dirigibles no suben más alto debido a que a los ángeles no les gusta.

—¿Así que vamos tú, yo y Gene?

—Sí —Cirocco arrugó la frente—. Me alegra que vengas.

* * *

Necesitaban muchas cosas y Cirocco no sabía cómo obtenerlas. Las titánidas disponían de un sistema de intercambio, pero los precios se establecían mediante una compleja fórmula que involucraba grados de relación, permanencia en la comunidad y necesidad. Nadie pasaba hambre, pero individuos de baja posición, como Hornpipe, no disponían más que de comida, cobijo y las simples necesidades de ornamentación corporal. Las titánidas consideraban que esto último era sólo ligeramente menos vital que el alimento.

Existía un sistema de crédito, y Maestra Cantora hizo uso de parte del suyo, pero fijando de modo arbitrariamente alto la condición de Cirocco, fundamentalmente en la confianza de que la humana era su hija-hembra espiritual; argumentaba que debía ser adoptada como tal por la comunidad, debido a la naturaleza de su misión.

La mayoría de las artesanas titánidas aceptó la idea. Se mostraron casi demasiado serviciales en el equipamiento de la expedición. Se confeccionaron mochilas con correas dispuestas para cuerpos humanos. Después, todo el mundo ofreció sus artículos más selectos.

Cirocco había dispuesto que cada uno de ellos transportaría unos cincuenta kilos de masa. El bulto era grande, pero sólo pesaba doce kilos y pesaría menos conforme treparan hacia el cubo de la rueda. Gaby dijo que la aceleración centrípeta allí sería un cuarentavo de una gravedad.

La cuerda era la primera consideración. Las titánidas tenían una planta que producía una cuerda buena, resistente, delgada y flexible. Cada uno de los tres humanos podría llevar un rollo de cien metros.

Las titánidas eran buenas trepadoras, aunque fundamentalmente limitaban sus esfuerzos a los árboles. Cirocco habló de pitones a las herreras, que presentaron sus mejores logros. Por desgracia, el acero era novedad para las titánidas. Gene examinó los pitones y meneó la cabeza.

—Es lo mejor que pueden hacer —dijo Cirocco—. Lo han templado, tal como les expliqué.

—Sin embargo, no basta. Pero no te preocupes. Sea lo que fuere el interior del radio, no será roca. La roca jamás podría resistir las presiones que tratan de reventar este lugar. En realidad, no sé qué material tan fuerte podría ser.

—Lo que significa simplemente que la gente que ha construido Gea conocía cosas que nosotros desconocemos.

Cirocco no estaba demasiado inquieta. Los ángeles habitaban los radios. A menos que pasaran volando toda su vida, tenían que posarse en alguna parte. Si ellos se podían sentar en algo, a eso podría agarrarse Cirocco.

Pidieron martillos para clavar los pitones, los más livianos y duros que las titánidas fueran capaces de hacer. Las metalistas los ofrecieron con hachetas y cuchillos, y amoladeras para afilarlos. Los tres terráqueos incluyeron en su equipo un paracaídas, cortesía de Apeadero.

—Ropa —dijo Cirocco—. ¿Qué tipo de ropa deberíamos llevar?

Maestra Cantora se sorprendió.

—Yo no necesito ropa, tal como veis —cantó—. Algunos de los nuestros que tienen la piel lisa, como vosotros, llevan ropa en tiempo frío. Podemos hacer lo que deseéis.

Y así fueron equipados con sedas de las mejores de pies a cabeza. En realidad no era seda, pero tenía la misma textura. Aparte de eso recibieron camisetas y calzoncillos de fieltro, dos juegos para cada uno, y jerseis tejidos para las partes superiores e inferiores del cuerpo. Se confeccionaron abrigos y pantalones de piel, guantes forrados de piel y mocasines de suela resistente. Tenían que estar preparados para todo y aunque la vestimenta ocupaba mucho espacio, Cirocco no la escatimó.

Llevaron hamacas y sacos de dormir de seda. Las titánidas disponían de cerillas y lámparas de aceite. Cada uno cogió una lámpara y una pequeña provisión de combustible. Era poco probable que alcanzara para todo el viaje, pero con la comida y el agua la cosa tampoco iba mejor.

—Agua —dijo Cirocco, preocupada—. Eso podría ser un gran problema.

—Bueno, como tú has dicho, los ángeles viven allá arriba —Gaby estaba colaborando al ordenamiento del equipaje en el quinto día de preparativos—. Ellos tienen que beber algo…

—Eso no significa que las charcas sean fáciles de encontrar.

—Si vas a estar preocupándote todo el tiempo, más valdría que no fuéramos.

Cogieron odres llenos de agua para nueve o diez días y después completaron el límite de masa con tanto alimento seco como cupo. Planeaban comer lo que comieran los ángeles, si era posible.

El sexto día todo estaba preparado, y Cirocco aún tenía que enfrentarse a Bill. Le apenaba la perspectiva de tener que usar su autoridad para concluir la discusión, pero sabía que lo haría si llegaban a ese punto.

* * *

—Todos estáis locos —dijo Bill, golpeando la cama con su palma—. No tenéis idea de qué encontraréis ahí. ¿Crees seriamente que podrás escalar una chimenea de cuatrocientos kilómetros de altura?

—Lo veremos.

—Os mataréis. A mil kilómetros por hora, cuando lleguéis al suelo.

—Me figuro que la velocidad terminal en este ambiente no puede pasar mucho de doscientos por hora. Bill, si estás tratando de animarme, te está saliendo muy mal —Cirocco jamás había visto así a Bill, y le disgustaba.

—Deberíamos permanecer todos juntos, y tú lo sabes. Sigues desequilibrada porque has perdido la Ringmaster, en tus intentos de hacerte la heroína.

Aunque no hubiera habido ni una pizca de verdad en lo que Bill había dicho, no podría haberle causado más daño. Cirocco lo pensó largas horas cuando después trató de dormir.

—¡Oxígeno! ¿Y si no hay oxígeno allá arriba?

—No nos vamos a suicidar, Bill. Si es imposible, lo aceptaremos. Estás buscando pretextos.

Los ojos de Bill suplicaron a Cirocco.

—Te lo pido, Rocky. Espérame. Hasta el momento no había pedido nada, pero pido esto ahora.

Cirocco suspiró e hizo una seña para que Gaby y Gene salieran de la sala. Cuando quedaron solos, la capitana se sentó en la cama y buscó la mano de Bill. El hombre la apartó. Cirocco se levantó al instante, furiosa consigo misma por intentar llegar a él de aquella forma, y con él por rechazarla.

—Te desconozco, Bill —dijo en voz alta—. Pensaba que te conocía. Has sido un consuelo para mí cuando estaba sola y creía que podría amarte con el tiempo. No me enamoro fácilmente. A lo mejor soy demasiado suspicaz, no lo sé. Tarde o temprano todos exigen que yo sea como ellos quieren, y ahora. tú haces lo mismo…

Bill no dijo nada, ni siquiera la miró.