Gene se mostró escéptico.
—Más probable cuarenta grados, es mi opinión. Y muy cerca de cuarenta y cinco. Se va haciendo más pronunciada, digamos sesenta grados, antes de que alcancemos el nivel del techo.
—Pero en esta gravedad…
—No te rías de una pendiente de cuarenta grados —dijo Gaby. Se había sentado en el suelo, tenía aspecto demudado aunque animado. Había vomitado, pero opinaba que cualquier cosa era mejor que estar en el dirigible—. En la Tierra he escalado con un telescopio atado a la espalda. Hay que estar en buena forma, y nosotros no lo estamos.
—Ella está bien —dijo Gene—. Yo he perdido peso. La escasa gravedad lo vuelve a uno lento.
—Sois unos derrotistas.
Gene sacudió la cabeza.
—Simplemente, no creo que tengamos una posibilidad entre cinco. Y no olvidéis que la mochila abulta tanto como vosotras. Tened cuidado.
—¡Caramba, estamos emprendiendo la mayor escalada jamás intentada por seres humanos! ¿Oigo canciones? No, sólo quejas.
—Si hay que cantar canciones, será mejor que lo hagamos ahora. Más tarde no tendremos ganas.
Bien, pensó Cirocco, lo he intentado. Sabía que el recorrido iba a ser duro, pero intuía que la parte más difícil no empezaría hasta que llegaran al techo, trayecto que Cirocco había pensado poder cubrir en cinco días.
Se encontraban en un oscuro bosque. Árboles de vidrio nebuloso asomaban por encima de sus cabezas, filtrando aún mas la luz que llegaba a la zona de crepúsculo y que daba al conjunto un matiz bronceado. Las sombras eran cónicas e impenetrables, apuntaban en dirección este, hacia la noche. Una bóveda de hojas de celofán, rosas, anaranjadas, verdeazuladas y doradas, formaba un arco por encima: una extravagante puesta de sol en un atardecer estival.
El suelo vibraba tenuemente bajo los pies de los humanos. Cirocco pensó en los descomunales volúmenes de aire que fluían por el cable hacia el cubo de la rueda y deseó que hubiera algún medio de utilizar aquella inmensa energía.
La escalada no era difícil. El suelo era tierra dura, lisa, apisonada. La configuración del terreno quedaba dictada por el arrollamiento de los ramales bajo la delgada capa de tierra. El terreno se encorvaba para formar grandes crestas que. al cabo de algunos cientos de metros, doblaban en ángulo hacia los lados descendentes del cable.
La vegetación se hacía más espesa donde la tierra era más profunda, entre los ramales del cable. Los expedicionarios adoptaron la táctica de seguir una cresta hasta que empezaba a rizarse bajo el cable para cruzar después una hondonada poco profunda hasta el siguiente ramal hacia el sur. Con eso irían bien otro medio kilómetro antes de que tuvieran que efectuar un nuevo cruce.
Todas las hondonadas tenían una pequeña corriente de agua en el fondo. Ninguna de ellas era más que un chorro delgado, pero el líquido fluía rápidamente y abría profundos canales en el suelo, a lo largo de todo el camino por el cable. Cirocco supuso que los arroyos debían de separarse del cable en algún punto situado hacia el suroeste.
Gea era tan prolífica aquí como en el llano. Muchos árboles tenían frutos y bullían de animales arbóreos. Cirocco reconoció una indolente criatura, del tamaño de un conejo, que era comestible y fácil de cazar.
Al terminar la segunda hora la capitana comprendió que los otros habían estado en lo cierto. Lo supo cuando un calambre agarrotó su pantorrilla y la dejó tendida en el cálido suelo.
—¡No hagáis comentarios, maldito sea!
Gaby sonrió burlonamente. Compadecía a Cirocco, pero a pesar de todo se alegraba.
—Es la pendiente. No parece muy difícil subir, tenéis razón en lo del peso. Pero es tan pronunciada que hay que avanzar apoyándose en la punta del pie.
Gene se sentó junto a las dos mujeres, la espalda apoyada en el declive. A través de una rendija en los árboles se veía un fragmento de Hiperión, brillante y atractivo.
—También el bulto es un problema —dijo Gene—. He tenido que andar con la nariz pegada al suelo para poder moverme.
—Me duele la espalda —confirmó Gaby.
—A mí también —dijo tristemente Cirocco. El dolor fue desapareciendo a medida que se masajeaba la pierna, pero volvería.
—Esto es asquerosamente engañoso —dijo Gene—. Quizás iríamos mejor a cuatro patas. Estamos dando demasiado trabajo a nuestros muslos y pantorrillas. Tendríamos que repartir mejor el esfuerzo.
—Bien dicho. Y eso nos ayudará a ponernos en forma para la parte vertical. Ahí el trabajo será de brazos, más que nada.
—Los dos tenéis razón —dijo Cirocco—. Yo he estado apretando demasiado. Tendremos que pararnos con más frecuencia. Gene, ¿quieres sacar el botiquín de mi mochila?
Había diversos remedios contra el cansancio y la fiebre: frascos de desinfectante, vendas, una provisión de anestésico local que Calvin había usado en los abortos e incluso una bolsa de bayas de efecto estimulante. Cirocco había probado las bayas. Había un folleto de primeros auxilios escrito por Calvin que explicaba cómo tratar problemas que iban desde una hemorragia nasal a una amputación. Y había un tarro redondo de ungüento violeta que Maestra Cantora había dado a la capitana “para los dolores de la ruta”. Cirocco subió la pernera de los pantalones y se frotó la pierna con un poco de bálsamo, con la esperanza de que diera tan buen resultado para humanos como daba para titánidas.
—¿Lista? —Gene estaba de pie, ajustando su mochila.
—Creo que sí. Ve tú adelante. No vayas tan deprisa como iba yo. Ya te diré si corres demasiado. Nos detendremos dentro de veinte minutos y descansaremos diez.
—Perfecto.
Quince minutos después Gene tuvo problemas. Soltó un aullido, se quitó bruscamente el calzado y frotó su pie.
Cirocco se alegró de la oportunidad para descansar. Se estiró y buscó en un bolsillo el tarro de ungüento. Luego giró sobre su espalda y pasó el bálsamo a Gene, encima de ella en el declive. Con la mochila debajo, Cirocco estaba sentada en una posición bastante erguida, aunque sus piernas colgaban ladera abajo. Junto a ella, Gaby no se había preocupado por volverse.
—Quince minutos de ascenso y quince de descanso.
—Lo que tú digas, jefa —suspiró Gaby—. Me quedaré en carne viva por ti, subiré hasta que mis manos y pies sean restos sangrantes. Y cuando muera, escribe en mi lápida que morí como un soldado. Dame una patada cuando estés lista —y se puso a roncar muy fuerte, en tanto que Cirocco se echaba a reír. Gaby abrió un ojo en un gesto de suspicacia, y después rió también.
—¿Qué tal “aquí yace una mujer del espacio”? —sugirió Cirocco.
—“Cumplió con su deber” —agregó Gene.
—“Honestamente” —Gaby aspiró profundamente—. ¿Dónde está el romance de la vida? Dices a alguien tu epitafio, ¿y qué obtienes? Chistes.
La siguiente rampa de Cirocco se produjo durante el nuevo período de descanso. Rampas, en realidad, ya que en esta ocasión quedaron afectadas las dos piernas. Nada divertido.
—Hey, Rocky —dijo Gaby, tocando el hombro de Cirocco de modo vacilante—. Es absurdo que nos suicidemos. Descansemos una hora esta vez.
—Esto es ridículo —logró gruñir Cirocco—. No estoy tan falta de aliento. Lo que ocurre es que no me encuentro bien con el culo apoyado —miró a Gaby con aire de recelo—. No entiendo cómo es que tú no tienes calambres…
—Estoy holgazaneando —admitió Gaby muy seria—. Ato una cuerda a ese culo que tú no quieres apoyar y dejo que hagas el trabajo de la burra.
Cirocco tuvo que reírse, aunque débilmente.
—Tendré que acostumbrarme —dijo la capitana—. Tarde o temprano estaré en mejor forma. Los calambres no acabarán conmigo.