—No. Pero me disgusta verte dolorida.
—¿Qué tal diez subiendo y veinte de descanso? —sugirió Gene—. Sólo hasta que empecemos a estar mejor.
—No. Subiremos quince minutos o hasta que uno de nosotros no pueda seguir, aunque sea pronto. Luego descansaremos el mismo tiempo o hasta que seamos capaces de continuar. Haremos esto un total de ocho horas —consultó su reloj—. Es decir…, algo más de cinco horas a partir de este momento. Luego acamparemos.
—Sigue dando órdenes, Rocky —replicó Gaby con un suspiro—. Es lo tuyo.
Fue horroroso. Cirocco seguía llevándose la palma en cuanto a dolores, pero también Gaby empezó a experimentarlos.
El bálsamo titanio ayudaba, pero tenían que usarlo muy poco. Cada uno llevaba su propio botiquín, y ya habían agotado la provisión de Cirocco, que confiaba en que pasados los primeros días de marcha no necesitarían del ungüento. Pero deseaba conservar al menos un tarro para la escalada en el interior del radio. Después de todo, no era un dolor insoportable. La ponía a punto de chillar cuando le cogía, luego se sentaba y aguardaba a que pasara.
Al final de la séptima hora Cirocco aflojó el paso. Estaba un poco mortificada por su terquedad. Pensó que era casi como si hubiera querido probar hasta dónde Bill tenía razón al afirmar que ella se forzaba a ser ruda, a llegar a los límites de su resistencia y después, aún, algo más allá.
Acamparon en la base de una hondonada. Recogieron leña para hacer una hoguera pero no se preocuparon en montar las tiendas. El ambiente era cálido y húmedo, y la hoguera dio una luz que fue bien recibida en la penumbra creciente. Se sentaron alrededor del fuego a una confortable distancia, apenas vestidos con su chocante ropa interior de seda.
—Parecéis pavos reales —dijo Gene, echando un trago de su odre.
—Un pavo real muy cansado —suspiró Cirocco.
—¿Cuánto crees que hemos andado, Rocky? —preguntó Gaby.
—Es difícil saberlo. ¿Quince kilómetros?
—Yo diría que algo así —asintió Gene—. Conté los pasos entre varias crestas y obtuve el promedio. También llevé la cuenta de las crestas que hemos cruzado.
—Los grandes cerebros piensan de esa manera —dijo Cirocco—. Quince hoy, veinte mañana. En cinco días estaremos en el techo —se tendió a contemplar los colores cambiantes de las hojas que había sobre su cabeza—. Gaby, te ha tocado. Mete la mano en esa mochila y búscanos algo de comer. Me comería una titánida.
No hicieron veinte kilómetros el día siguiente; no hicieron ni diez.
Se despertaron con las piernas doloridas. Cirocco estaba tan rígida que no podía doblar las rodillas sin respingar. Andaban a los tumbos mientras preparaban el desayuno y desmontaban el campamento. Se movían como octogenarios, y acabaron forzados a una serie de genuflexiones y ejercicios isométricos.
—Sé que esta mochila es algunos gramos más ligera —gimió Gaby, mientras colgaba la bolsa a su espalda—. Me comí dos radones que había dentro.
—La mía ha ganado veinte kilos —dijo Gene.
—Quejas, quejas, quejas. Vamos, imbéciles. ¿Queréis vivir siempre?
—¿Vivir? ¿Esto es vivir?
La segunda noche llegó sólo cinco horas después de la primera porque Cirocco así lo decidió.
—Gracias, oh Gran Señora del Tiempo —suspiró Gaby mientras se tumbaba sobre su saco de dormir—. Si lo intentamos, es posible que establezcamos un nuevo récord. ¡Un día de dos horas!
Gene se dejó caer junto a Gaby.
—Cuando enciendas el fuego, Rocky, tomaré cinco de esos filetes vegetales. Mientras tanto, camina despacio, por favor. Tus rodillas me despiertan con sus crujidos.
Cirocco se llevó las manos a las caderas y los miró enfurecida.
—Conque ésas tenemos, ¿eh? Tengo noticias para vosotros dos. Os supero en rango.
—¿Ha dicho algo, Gene?
—No he oído palabra.
Cirocco renqueó por los alrededores hasta reunir suficiente leña para una hoguera. Arrodillarse para encenderla resultó ser un problema muy complicado, la capitana no estaba demasiado convencida de su capacidad para resolverlo; había que doblar articulaciones maltratadas en ángulos que éstas no querían aceptar.
Pero al cabo de un rato los filetes vegetales hacían crepitar su grasa y Gene y Gaby volvieron sus narices a la fuente del celestial aroma.
Cirocco tuvo las fuerzas suficientes para echar tierra sobre las brasas y desenrollar su saco de dormir. Ya dormía mientras se metía en él.
El tercer día no fue tan malo como el segundo, del mismo modo que el incendio de Chicago no fue tan siniestro como el terremoto de San Francisco.
Hicieron diez kilómetros sobre terreno cada vez más empinado en algo menos de ocho horas. Gaby observó al final que ya había dejado de sentirse octogenaria. Ahora le parecía tener setenta y ocho años…
Fue necesario usar una nueva táctica para escalar. La creciente inclinación hacía más difícil el andar, incluso a cuatro patas. Los pies resbalaban y el afectado caía de estómago con brazos y piernas abiertos para evitar un resbalón hacia atrás.
Gene sugirió que se fueran alternando en coger un cabo de la cuerda y arrastrarse tanto como ella cediera, atando a continuación el extremo a un árbol. Los otros dos, a la espera más abajo, disponían entonces de una fácil maniobra de avance. El que iba delante se esforzaría más durante diez minutos mientras los otros dos reposaban, y luego podría descansar dos turnos antes de ponerse en cabeza de nuevo. Así fue que hicieron trescientos metros de un tirón.
Cirocco miró el arroyuelo próximo a su tercer campamento y pensó en tomar un baño; luego decidió no hacerlo. Comida era lo que deseaba. Gene aceptó su turno con cierto refunfuño ante la sartén.
Antes de derrumbarse, Cirocco se sintió suficientemente bien como para examinar su mochila y comprobar el nivel de provisiones que quedaban.
El cuarto día hicieron veinte kilómetros en diez horas, y al final del día Gene abrazó a Cirocco.
Habían elegido lugar para acampar donde la amplitud de la corriente que seguían les permitía tomar un baño, y Cirocco se desnudó y se metió en el agua sin siquiera pensarlo. Habría sido agradable contar con jabón; tuvo que componérselas con arena muy fina que había en el fondo, y se restregó con ella. Gaby y Gene no tardaron en imitarla. Más tarde, Gaby se marchó siguiendo instrucciones de Cirocco para encontrar fruta fresca. No tenían toallas, así que Rocky se hallaba en cuclillas junto al fuego cuando Gene la rodeó con los brazos.
Cirocco se irguió de un brinco esparciendo ramitas encendidas, y quitó de su pecho las manos de Gene.
—Hey, basta —se sacudió y apartó.
Gene no se avergonzó en lo más mínimo.
—Vamos, Rocky. No es como si nunca nos hubiéramos tocado uno al otro.
—¿Sí? Bueno, no me gusta que la gente se me eche encima a escondidas. Guárdate tus manos para ti.
Gene se exasperó.
—¿Así van a ir las cosas? ¿Qué se supone que debo hacer con dos mujeres desnudas a mi lado?
Cirocco cogió su ropa.
—No sabía que la visión de dos mujeres desnudas te hiciera perder el control de ti mismo. Lo tendré en cuenta.
—Ahora estás enfadada.
—No, no estoy enfadada. Tenemos que vivir juntos algún tiempo y no serviría de nada enfadarse —abotonó su camisa y observó cautelosamente a Gene por un instante; luego arregló la hoguera, con cuidado de dar la cara a Gene.
—De todas maneras estás enfadada. Yo no pretendía nada con eso.