—No me toques, eso es todo.
—Te enviaría rosas y bombones, pero es un poco irreal.
Cirocco sonrió y se tranquilizó en parte. En ese momento Gene volvía a parecerle el Gene que ella conocía, lo cual significaba una mejora respecto al Gene que había visto con sus ojos hacía un momento.
—Escucha, Gene. Ya en la nave comprendimos que no nos correspondíamos como pareja, tú lo sabes. Estoy fatigada. hambrienta, y todavía me siento sucia. Todo lo que puedo decir es que, cuando crea estar dispuesta para algo, te lo haré saber.
—Es suficiente.
Ninguno de los dos dijo nada mientras Cirocco ampliaba la hoguera, pero cuidando de mantenerla en el pequeño lecho que había excavado en la tierra.
—¿Tú… ¿Tú y Gaby tenéis alguna relación?
Cirocco enrojeció, esperando que el rubor no se hubiera notado a la luz de la hoguera.
—Eso no te importa.
—Siempre pensé que ella era gay en el fondo —dijo Gene, asintiendo—. No creía que tú lo fueras.
Cirocco aspiró profundamente y miró a Gene fijamente. Las sombras que volaban con rapidez no dejaban revelar nada en la cara de barba rubia del hombre.
—¿Me estás pinchando deliberadamente? Te he dicho que eso no te importa.
—Si no estuvieras chiflada por ella, habrías contestado simplemente que no.
¿Qué le ocurría? ¿Por qué Gene estaba haciendo que sintiera un hormigueo en la piel? Gene siempre había actuado con su estúpida lógica personal delante de la gente. Su fanatismo estaba cuidadosamente encubierto y era socialmente aceptable, de lo contrario jamás habría sido seleccionado para el viaje a Saturno. Gene actuaba torpe y alegremente en sus relaciones, se sorprendía sinceramente cuando la gente se ofendía por su falta de tacto. Era una personalidad bastante común, bien equilibrada, según su expediente psicológico, difícilmente calificable de excéntrico.
Entonces, ¿por qué se sentía tan incómoda cuando Gene la miraba?
—Será mejor que te lo cuente todo para que no hieras a Gaby. Ella está enamorada de mí. Tiene algo que ver con el aislamiento. Yo fui la primera persona que vio después, y adquirió esta obsesión. Creo que con el tiempo la vencerá, puesto que antes jamás había sido homosexual de un modo claro. Ni heterosexual, todo hay que decirlo.
—Gaby lo encubrió —sugirió Gene.
—¿En qué año estamos? ¿1950? Me asombras, Gene. Bien sabes que a esos tests de la NASA no se les escapa nada. Gaby tuvo una aventura homosexual, claro. Yo tuve una, igual que tú. Leí tu expediente. ¿Quieres que te diga la edad que tenías cuando sucedió?
—Era sólo un niño. La cuestión es que supe lo de Gaby cuando hicimos el amor. Ninguna reacción, ¿comprendes? Apostaría a que no es lo mismo cuando lo hacéis vosotras dos.
—Nosotras no… —se interrumpió, extrañada de haberse dejado arrastrar tan lejos—. Esta charla ha terminado. No quiero hablar más. Además, Gaby ya está aquí.
Gaby se acercó a la hoguera y dejó una red llena de fruta al lado de Cirocco. Se acuclilló, miró pensativamente a sus compañeros y después se irguió y se vistió.
—¿Me estaban sonando los oídos o era mi imaginación?
Ni Gene ni Cirocco hablaron, y Gaby suspiró.
—Otra vez lo mismo. Creo que estoy empezando a dar la razón a los tipos que opinan que las misiones espaciales tripuladas cuestan más de lo que valen.
El quinto día les llevó irremisiblemente a la noche. Sólo tenían la iluminación espectral que reflejaban las zonas diurnas que se curvaban a cada lado. No era mucha luz, apenas la suficiente.
El terreno era notablemente inclinado, con una capa de tierra más delgada. A menudo caminaron sobre cálidos y pelados ramales de cable, que ofrecían una mayor adherencia. Empezaron a atarse unos a otros, siempre atentos a que dos quedaran rezagados mientras el otro trepaba.
Incluso allí la vida vegetal de Gea no se daba por vencida. Árboles imponentes extendían raíces en posición horizontal respecto al cable, enviaban mensajeros que se embrollaban bajo la superficie y se pegaban a ella de modo tenaz. El esfuerzo por manifestar alguna variedad de vida sobre un terreno tan poco atractivo había despojado de belleza a los árboles. Eran plantas sombrías y solitarias, los troncos translúcidos revelaban una débil luz interior que en las hojas era apenas vestigios insignificantes. En algunos lugares era posible usar las raíces como peldaños.
Al final del día habían cubierto setenta kilómetros en línea recta y se encontraban cincuenta kilómetros más cerca del cubo de la rueda. Los árboles se habían aclarado tanto como para que los humanos pudieran comprobar que habían trepado sobre el nivel del techo, y que se habían adentrado en la estrecha cuña de espacio entre el cable y la bien formada boca del radio de Gea. Atrás vieron Hiperión extenderse hacia abajo, como si volaran en una cometa con una cuerda inmensa sujeta en el nudo rocoso denominado el lugar de los vientos.
Distinguieron el resplandor del castillo de vidrio al principio del sexto día. Cirocco y Gaby se acuclillaron en una maraña de raíces y lo escudriñaron mientras Gene transportaba la cuerda hasta el pie de la estructura.
—Quizá sea el lugar —dijo Cirocco.
—¿Te refieres al vestíbulo de tu ascensor? —preguntó Gaby con algo de ironía—. Es tan posible como que yo monte en una montaña rusa con rieles de papel.
Se parecía algo a una población de montaña italiana, pero hecha de algodón de azúcar, de un millón de años de antigüedad y semifundida. Cúpulas y balcones, arcos, contrafuertes volantes, almenas y techos lisos de estilo oriental estaban situados en una plataforma sobresaliente y rezumaban por el borde como almíbar vertido sobre una torta y enfriado al instante. Torres elevadas se proyectaban en todos los ángulos: lápices en un vaso. Eran altas y cenceñas. En las esquinas rutilaban flujos níveos o de azúcar de pastelería.
—Es un armatoste, Rocky.
—Ya lo veo. Déjame tener mi fantasía, ¿quieres?
El castillo libraba una silenciosa batalla con espigadas enredaderas blancas. Parecía que la lucha era pareja; el castillo mostraba una herida mortal, pero cuando Cirocco y Gaby se unieron a Gene, oyeron que las enredaderas exhalaban el seco susurro de la muerte.
—Como musgo negro —observó Gaby, arrancando un puñado de la enmarañada masa.
—Pero más grande.
—Que Gea no lo pueda elaborar en tamaño económico es algo que no tiene importancia.
—¡Hay una puerta aquí! —gritó Gene—. ¿Queréis entrar?
—Por supuesto.
Había cinco metros de espacio plano entre el borde de la hondonada y la pared del castillo. No lejos de los expedicionarios había un arco redondeado, algo más alto que la cabeza de Cirocco.
—¡Caramba! —resolló Gaby, reclinándose en la pared—. Andar por terreno plano es casi suficiente para marearse. Había olvidado cómo hacerlo.
Cirocco encendió una lámpara y siguió a Gene bajo el arco y hacia un vestíbulo de vidrio.
—Será mejor que estemos juntos —dijo.
Había buenos motivos para tener precaución. En tanto que ninguna de las superficies era totalmente reflectora, el lugar tenía mucho en común con las barracas de espejos de ferias. A través de las paredes, por todos lados, podían ver habitaciones que también tenían muros de vidrio que daban a más habitaciones.
—¿Cómo saldremos, una vez dentro? —preguntó Gaby.
—Seguiremos nuestras huellas —dijo Cirocco, señalando el suelo.
—Ah, qué tonta soy —Gaby se inclinó y observó el polvo fino que revestía el suelo. Había capas planas, de mayor tamaño, diseminadas en él—. Vidrio deslustrado. No os caigáis.