—Yo… Ya sabes que él nunca fue así antes.
—No sé eso. El siempre ha sido un jodido animal en lo interior, o no habría hecho esto.
—Todos lo somos. Lo ocultamos, lo guardamos dentro, pero Gene ya no puede. Me habló como un niño herido, no enfadado, sólo herido porque las cosas no le han salido como él las había ensoñado. Algo le sucedió después del choque, igual que a mí. Y lo mismo que a ti.
—Pero nosotras no hemos intentado matar a nadie. Escucha, que se tire en paracaídas. Muy bien. Pero creo que debería dejar los testículos aquí —Gaby alzó el cuchillo, pero Cirocco hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. Nunca me ha gustado demasiado, pero estamos juntos. Era un buen tripulante y ahora que está loco… —iba a decir que en parte se sentía responsable, que Gene jamás se habría vuelto loco si ella hubiera mantenido la nave intacta. pero las palabras no surgieron—. Le doy la oportunidad por lo que fue. Dijo que tenía amigos allá abajo. Quizá sólo estaba desvariando, o tal vez lo recojan. Déjale las manos libres.
Gaby obedeció y Cirocco hizo rechinar los dientes al empujar el cuerpo con el pie. Gene empezó a deslizarse, y pareció que se daba cuenta de la situación en que se encontraba. Chilló cuando el paracaídas se arrastró a su espalda y luego se desvaneció en la curva del cable.
Gaby y Cirocco no alcanzaron a ver si el paracaídas se abrió.
Las dos mujeres se quedaron sentadas allí bastante rato. Cirocco temía decir algo. Estaba la posibilidad de que se pusiera a llorar y no fuera capaz de contenerse, y no era momento para eso. Había heridas que cuidar, y una excursión que concluir.
La cabeza de Gaby no estaba tan mal. Habrían sido precisos algunos puntos, pero el desinfectante y un vendaje era todo lo que tenían. Le quedaría una cicatriz en la frente.
Igual que a Cirocco, por culpa de su topetazo con el suelo del castillo. También le quedaría otra cicatriz desde el mentón hasta la oreja izquierda y otra más en la espalda. Ninguno de los cortes era tan grave como para que Cirocco se preocupara demasiado.
Se dieron atención mutua y cargaron las mochilas. Cirocco miró el largo tramo de cable aún por escalar hasta llegar al radio.
—Creo que deberíamos regresar al castillo y descansar antes de acometer la subida —dijo—. Un par de días. Para recobrar fuerzas.
Gaby miró hacia arriba.
—Oh, claro que sí. Pero lo que viene será más fácil. Encontré una escalera cuando os traía aquí.
CAPITULO 20
La escalera surgía de una gran pila de arena en el límite más elevado del castillo de vidrio y subía en línea recta como una flecha hasta que se hacía imposible seguirla con la vista. Los escalones medían metro y medio de ancho y cuarenta centímetros de alto, y parecían esculpidos en la superficie del cable.
Después de un buen rato de marcha por la escalera, Gaby y Cirocco empezaron a pensar que aquella ruta tal vez les serviría poco. Se curvaba hacia el sur, hacia la bajada escarpada. Seguramente sería infranqueable al cabo de poco.
Pero los escalones se mantuvieron perfectamente uniformes. Las dos mujeres pronto se encontraron caminando sobre una plataforma escalonada con un inmenso muro que se elevaba a un lado y un abrupto precipicio al otro. No había barandilla ni protección alguna. Subieron apretadas al muro, temblando con cada ráfaga de viento.
Después la plataforma escalonada se convirtió en un túnel.
Fue algo que sobrevino gradualmente. Aún quedaba espacio abierto a la derecha, pero el muro había empezado a retorcerse sobre sus cabezas. El camino se curvaba bajo el cable.
Cirocco trató de visualizarlo: siempre en ascenso, pero serpenteando en torno a la parte exterior del cable.
Después de otros dos mil pasos se encontraron en un ambiente negro como la noche.
—Escaleras —murmuró Gaby—. Construyen una cosa así y le ponen escaleras —se había detenido para sacar las lámparas. Gaby llenó la suya y arregló la mecha. Iban a encenderlas una con la otra, y confiaban en que el aceite les alcanzaría hasta que salieran del túnel.
—Quizá fueran chiflados saludables —sugirió Cirocco. Encendió una cerilla y la acercó a la mecha—. Es probable que ésta fuera una medida de emergencia, por una pérdida de potencia.
—Bien, me alegro de que las escaleras estén aquí —admitió Gaby.
—Es probable que hubiera escaleras todo el camino y que más abajo estén cubiertas de tierra. Esto significa que el lugar ha estado abandonado largo tiempo. Los árboles de aquí arriba deben de ser nuevas mutaciones.
—Lo que tú digas —Gaby mantuvo en alto la lámpara y miró hacia adelante, luego hacia atrás, donde todavía se veía un resquicio de luz, y entornó los ojos—. Fíjate, es como si estuviéramos en un recodo de la ruta. Se curva siguiendo la parte externa, luego dobla a la izquierda y sigue en línea recta.
Cirocco estudió el camino y creyó que Gaby tenía razón.
—Da la impresión de que pudiéramos cortar por el centro.
—¿Ah, sí? ¿Recuerdas el lugar de los vientos? Todo aquel aire va por aquí, a algún lugar.
—Si este túnel lleva allá, ya lo habríamos sabido. Nos habría aplastado de un soplo.
Gaby observó la escalera a la fluctuante luz de la lámpara. Olfateó el aire.
—Hace bastante calor aquí. ¿Y si el calor aumentara?
—No hay modo de saberlo si no entramos más.
—Oh, oh —Gaby se tambaleó y la lámpara amenazó con caer de sus dedos. Cirocco cogió por el hombro a su compañera.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, yo… No, maldición, no estoy bien —se apoyó en la pared del cálido corredor—. Estoy mareada y se me doblan las rodillas —levantó la mano libre y la examinó: temblaba ligeramente.
—Quizás un día de descanso no ha sido suficiente —Cirocco consultó el reloj, contempló el corredor y arrugó la frente—. Confiaba en estar al otro lado y volver a la parte superior del cable antes de que descansáramos.
—Puedo hacerlo.
—No —dijo Cirocco—. No me siento tan animada. El problema es si acampamos aquí en el corredor, que está tan caliente, o si vamos afuera.
Gaby volvió la mirada hacia la bajada escarpada, muchos escalones atrás.
—No me importa un poco de sudor.
Había algo especial en tener una hoguera, aun cuando el ambiente estuviera tan insoportablemente caluroso. No lo discutieron; Cirocco cogió ramitas y musgo de la mochila de Gene y empezó a encender un fuego. Enseguida logró una llamarada crujiente. La mantuvo como una tacaña mientras realizaban la tarea mecánica de montar un pobre campamento. Desenrollaron los sacos de dormir, sacaron las cacerolas y los cuchillos, y eligieron las provisiones para la cena.
Formamos un buen equipo, pensó Cirocco, agachada mientras observaba cómo Gaby cortaba verduras y las echaba en los burbujeantes restos del guiso de la noche anterior. Las manos de Gaby eran pequeñas y hábiles, con manchas marrones marcadas en las palmas. Ya no podían desperdiciar agua para lavarse.
Gaby se enjugó la frente con el dorso de la mano y miró a Cirocco. Sonrió… Una sonrisa fugaz, tentadora, que se amplió cuando la capitana sonrió a su vez, con un ojo casi cubierto por una venda. Gaby sumergió la cuchara en el guiso y la sorbió ruidosamente.
—Estos rábanos, o lo que sean, son mejores cuando crujen —dijo—. Dame tu plato.
Gaby sirvió una generosa ración y las dos se sentaron, casi juntas, y comieron.
Delicioso. Escuchando ruiditos, el crepitar del fuego y el roce de cucharas en los platos de madera, Cirocco agradeció poder estar tranquila y no pensar en nada.
—¿Tienes más sal?