Cirocco rebuscó en su mochila y encontró la bolsa, y también dos dulces olvidados, envueltos en hojas amarillas. Apretó uno en la mano de Gaby y se echó a reír al ver que los ojos se le iluminaban. Dejó el plato y desenvolvió la confitura, del tamaño de un caramelo, y la mantuvo bajo la nariz para olería. El aroma era demasiado bueno para comérsela toda de golpe. La partió en dos y el sabor de albaricoques en almíbar y nata dulce estalló en su boca.
Gaby se puso histérica ante la expresión de gozo de su compañera. Cirocco se comió la otra mitad y se puso a lanzar miradas codiciosas sobre el dulce que Gaby había dejado a su lado en tanto se esforzaba por mantenerse seria.
—Si lo vas a guardar para el desayuno, tendrás que montar guardia toda la noche.
—Oh, no te preocupes. Tengo suficientes buenas maneras para saber que el postre va después de la comida.
Gaby se tomó cinco parsimoniosos minutos en desenvolver el dulce, y otro buen rato en examinarlo críticamente, farfullando sin remedio ante las payasadas de Cirocco. Rocky hizo una imitación pasable de un cocker spaniel ante la mesa servida y un pillo sin hogar frente al escaparate de una pastelería, y se quedó boquiabierta cuando Gaby, por fin, se llevó el dulce a la boca.
Cirocco se divertía tanto, que le dolió estar preguntándose —mientras olisqueaba ansiosamente con la cara pegada a la de Gaby— si aquella bobada era sensata. Estaba claro que Gaby se sentía en el paraíso con tantas atenciones; su rostro enrojecía de alegría y excitación, sus ojos chispeaban.
¿Por qué ella, Cirocco, no podía limitarse a gozar de la situación sin tensiones?
Tuvo que dejar que parte de su preocupación se manifestara pues Gaby se puso bruscamente seria. Tocó la mano de Cirocco y la miró con apremio, después movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Ninguna de las dos se atrevió a hablar, aunque Gaby acababa de expresar con más claridad que con palabras: “No tienes nada que temer de mí”.
Cirocco sonrió, y Gaby hizo lo mismo. Rebañaron los restos del guiso con los platos cerca de la boca y sin preocuparse por los buenos modales.
Pero ya no fue lo mismo. Gaby guardó silencio. Enseguida sus manos empezaron a temblar y el plato cayó estruendosamente por los escalones. Gaby se levantó, jadeando y sollozando, y la mano de Cirocco en su hombro hizo que gesticulara de un modo alocado. Sus rodillas se pusieron tensas, sus manos se apretaron bajo la barbilla. Sumergió su cara en el cuello de Cirocco y lloró.
—¡Oh, sufro, sufro mucho!
—Entonces sácalo. Llora.
Cirocco apoyó la mejilla en el corto cabello de la chica, finísimo y negro, y que empezaba a tomar un aspecto desgreñado. Alzó el mentón de Gaby y buscó un lugar no cubierto de vendas que pudiera besar. Se decidió por la mejilla, pero en el último instante, sin saber por qué lo hacía, la besó en los labios. Estaban húmedos y muy cálidos.
Gaby la miró un largo instante, aspiró ruidosamente por la nariz y volvió a poner la cabeza en el hombro de Cirocco. Se escondió en el hueco del cuello y se quedó quieta, sin temblores, sin sollozos.
—¿Cómo puedes ser tan fuerte? —preguntó, la voz amortiguada pero muy cercana.
—¿Cómo puedes ser tan valiente? Te obstinas en salvarme la vida.
—No, hablo en serio. Si no te tuviera a ti para ayudarme ahora mismo, me volvería loca. Y tú ni siquiera lloras.
—No lloro así como así.
—¿No basta una violación? —escudriñó de nuevo los ojos de Cirocco—. ¡Dios mío, sufro tanto…! Sufro por culpa de Gene y sufro por ti. No sé qué es peor.
—Gaby, me complacería hacer el amor contigo si eso te ayudara a evitar el sufrimiento, pero yo también sufro. Físicamente.
Gaby movió la cabeza de un lado a otro.
—Eso no es lo que deseo de ti, aunque te sintieras bien. Te ‘complacería’. Eso no es bueno. No soy Gene, y antes me guardaría el sufrimiento de tenerte de ese modo. Me basta con amarte.
¿Qué decir? ¿Qué decir…? Aferrarse a la verdad, se dijo Cirocco.
—No sé si alguna vez podré… corresponderte así, de esa forma. Pero ayúdame —abrazó a Gaby y enjugó rápidamente su nariz—, ayúdame, eres la mejor amiga que he tenido.
Gaby suspiró tenuemente.
—Eso tendrá que bastar, por ahora —Cirocco pensó que Gaby se pondría a llorar otra vez, pero no fue así. Abrazó una vez a Cirocco, brevemente, y la besó en el cuello—. La vida es muy dura, ¿verdad? —preguntó con una vocecita.
—Lo es. Vamos a dormir.
Se pusieron en tres escalones; Gaby se tendió en el más alto, Cirocco —agitándose y revolviéndose— en el siguiente, y las brasas de la hoguera un peldaño más abajo.
Pero Cirocco gritó por la noche y se despertó en una oscuridad total. El sudor corría por su cuerpo mientras esperaba que Gene atacara. Gaby la sujetó hasta que la pesadilla terminó.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Cirocco.
—Desde que me puse a llorar otra vez. Gracias por dejarme estar contigo.
¡Embustera! Pero Cirocco sonrió al pensarlo.
El calor fue aumentando durante otros mil escalones, tanto calor que no era posible tocar las paredes y las suelas del calzado quemaban. Cirocco saboreó la derrota, sabiendo que al menos habría varios miles de peldaños más antes de que se encontraran en el punto medio, desde el cual podrían esperar un enfriamiento.
—Otros mil escalones —dijo—. Suponiendo que podamos llegar tan lejos. Si no refresca, volveremos atrás y lo intentaremos por la parte externa.
Pero Cirocco sabía que el cable era demasiado empinado en ese punto. Los árboles habían ido distanciándose de un modo inconveniente desde antes de que entraran al túnel. La inclinación del cable alcanzaría ochenta grados antes de que llegaran al radio. Cirocco se vería enfrentada a su hipotética montaña de vidrio, la peor posibilidad que había imaginado al preparar la expedición.
—Como tú digas. Un momento, quiero quitarme esta camisa. Me estoy ahogando.
Cirocco también se desnudó, y las dos continuaron la marcha a través del horno.
Quinientos escalones más arriba volvieron a ponerse la ropa. Al cabo de otros trescientos peldaños, abrieron las mochilas y sacaron los abrigos.
Empezaba a formarse hielo en los muros y la nieve crujía bajo los pies. Se pusieron los guantes y alzaron las capuchas de los abrigos. De pie a la luz de la lámpara, que se había vuelto sorprendentemente brillante con las paredes blancas que la reflejaban, observaron cristales de hielo que se condensaban con su respiración. Al mirar adelante vieron un corredor que sin duda alguna se estrechaba.
—¿Otros mil peldaños? —aventuró Gaby.
—Me has leído la mente.
El hielo no tardó en obligar a Cirocco a bajar la cabeza y luego a caminar sobre manos y rodillas. Volvió a oscurecer con rapidez mientras Gaby iba en cabeza con la lámpara delante. Cirocco se detuvo, apoyada en sus ateridas manos, apretó el vientre contra el suelo y se arrastró.
—¡Hey, estoy pegada! —se complació al no oír pánico en su voz. La situación era inquietante, pero sabía que podría soltarse si retrocedía.
Los sonidos de rascaduras que surgían delante de ella cesaron.
—Bueno. No puedo volverme aquí, pero se está ensanchando. Iré delante y veré lo que hay. Veinte metros, ¿eh?
—De acuerdo.
Cirocco escuchó cómo los sonidos se alejaban. La oscuridad se cerró en torno a ella y apenas tuvo tiempo de producir un sudor muy frío antes de que la luz la deslumbrara. Gaby regresó en un instante. Había cristales de hielo en sus cejas.
—Este es el peor punto, aquí mismo.
—Entonces pasaré. No he llegado tan lejos para que tenga que acabar como el corcho de una botella…