—Eso es lo que te pasa por comer tantos dulces, gorda.
Gaby no podía arrastrarla, así que retrocedió y logró sacar el pico de cobre de su mochila. Astillaron el hielo y volvieron a intentar.
—Echa todo el aire —sugirió Gaby, y tiró de las manos de Cirocco, que avanzó.
Tras ellas, un trozo plano de hielo de un metro de largo cayó del techo y patinó estrepitosamente hacia la luz diurna.
—Por eso debe estar abierto este pasillo —dijo Gaby—. El cable es flexible. Oscila y el hielo se raja.
—Eso y el aire caliente que tenemos detrás. Hasta que topemos, ¿de acuerdo? Muévete.
Enseguida pudieron ponerse en pie y poco después el hielo fue simplemente un recuerdo. Se quitaron los abrigos y se preguntaron qué vendría a continuación.
El retumbo se inició cuatrocientos escalones más adelante. Fue haciéndose más fuerte hasta que resultó fácil imaginar máquinas enormes zumbando al otro lado de las paredes del túnel. Uno de los muros estaba caliente, pero sin comparación con el calor que ya habían cruzado.
Gaby y Cirocco estaban convencidas de que se trataba del sonido del aire que era chupado del lugar de los vientos hacia un desconocido destino muy en lo alto. Otros dos mil escalones las llevaron fuera del ruido y a una nueva zona cálida. Se apresuraron a atravesarla, sin preocuparse por desnudarse ya que sabían que se hallaban muy cerca del otro extremo del túnel. Tal como esperaban, el calor menguó después de alcanzar un máximo de sauna que Cirocco estimó en setenta y cinco grados.
Gaby seguía en cabeza, y vio la luz primero. No era más brillante que en el otro lado, sólo una pálida franja plateada que se iniciaba a la izquierda y que se ensanchó gradualmente hasta que las humanas se encontraron en un reborde junto al cable. Se dieron mutuas palmaditas en la espalda y empezaron a trepar de nuevo.
Atravesaron la parte superior del cable, siempre ascendiendo, siempre dirigidas hacia el sur, cruzaron la amplia joroba y bajaron de nuevo por el otro lado. El cable estaba completamente pelado allí; sin árboles, sin tierra aferrada a él. Era la primera vez que Gea presentaba el aspecto de máquina que Cirocco le había atribuido desde el principio: la increíble. enorme construcción hecha por seres que aún podrían estar vivos en el cubo de la rueda. El cable desnudo era liso y recto, en aquel punto se alternaba con una pendiente de sesenta grados y se aproximaba al fulgurante borde inferior del radio. El trozo de espacio entre el cable y el radio se había estrechado a menos de dos kilómetros.
En el lado sur las escaleras penetraron en otro túnel. Las dos mujeres pensaban que estaban preparadas, pero el nuevo túnel estuvo a punto de jugarles una mala pasada. Se apresuraron por la primera zona de calor y se congratularon al sentir que la temperatura empezaba a bajar de nuevo. Alcanzó los cincuenta grados y después subió otra vez.
—¡Maldición! Es una estructura distinta. ¡Vamos!
—¿En qué dirección?
—Retroceder será tan malo como avanzar. ¡Muévete!
Sólo estarían en peligro si una de ellas se caía y lesionaba, pero el detalle asustó a Cirocco y le recordó que jamás debía prejuzgar a Gea. Había olvidado que el cable estaba formado por ramales arrollados y que el curso del fluir, frío o caliente, podía ser bastante complejo.
Cruzaron la zona de vibración, que seguía estando en el centro, la zona fría, que no se hallaba tan atascada por el hielo como la primera, y volvieron a salir al lado norte del cable.
Atravesaron la parte superior y se metieron en el tercer túnel. Lo recorrieron y volvieron a salir a la cima.
Hicieron lo mismo otras siete veces en dos días. Habrían ido más deprisa de no haber sido por un retraso en el cuarto túnel. que estaba tan cargado de hielo que hasta Gaby tuvo que picarlo para poder meterse. Les costó ocho gélidas horas abrir un camino.
Pero la siguiente vez que llegaron al lado sur del cable no había túnel. El ángulo de ascenso estaba comprendido ahora entre ochenta y noventa grados, y la escalera empezaba a enroscarse a lo largo de la cara externa como la raya roja de un bastón de menta.
Ninguna de las dos mujeres quiso acampar en un saliente de metro y medio de ancho que pendía sobre un precipicio de doscientos cincuenta kilómetros. Cirocco sabía que se agitaba mientras dormía y que una de las sacudidas podía llevarla irremediablemente lejos. Así, aunque las dos estaban cansadas, siguieron la penosa marcha por el exterior del cable, siempre apretando el hombro izquierdo a la tranquilizadora solidez.
A Cirocco no le gustaba lo que veía sobre su cabeza. Cuanto más se acercaban, más imposible parecía la empresa.
Sabían por sus observaciones desde el exterior que todos los radios tenían una sección transversal ovoide, con cincuenta kilómetros de grosor en un sentido y algo menos de cien en el otro, antes de que se abrieran para unirse al margen del techo. Acababan de pasar por la sección que se ensanchaba y las paredes del radio, que apenas podían ver, eran casi verticales. Pero no habían contado con el labio que recorría por completo el monstruoso diámetro del tubo del radio. Al parecer llegaba fácilmente a los cinco kilómetros de anchura.
El cable parecía cruzar el labio sin junturas, y probablemente continuaba por encima y seguía viajando hacia algo que lo uniría al cubo de la rueda. Durante una de sus paradas de descanso estudiaron el labio, que daba la impresión de estar justo por encima de sus cabezas, pero que sin embargo se encontraba a dos kilómetros de distancia. Se trataba de un techo imponente para sus esfuerzos, interminablemente extenso hasta que la abertura, reducida por la perspectiva, se hacía visible. La abertura medía cuarenta por ochenta kilómetros, pero para llegar a ella tenían que atravesar cinco kilómetros colgando de la parte inferior del labio.
Gaby miró a Cirocco y alzó una ceja.
—No busques problemas sin motivo. Gea ha sido buena con nosotras hasta ahora. Sube, amiga mía.
Y Gea volvió a ser buena con ellas. Cuando llegaron al punto superior del cable había otro túnel que perforaba el vasto techo grisáceo.
Encendieron la lámpara, advirtiendo que no quedaba demasiado aceite, y empezaron a trepar. El túnel se curvaba a la izquierda como si el cable siguiera allí, aunque las dos mujeres ya no podían estar seguras de tal cosa. Contaron dos mil escalones, luego otros dos mil.
—Se me ocurre que esto podría ir directamente hasta el cubo de la rueda. Y si crees que esto es una buena noticia, será mejor que lo pienses otra vez.
—Lo sé, lo sé. Sigue subiendo.
Cirocco pensaba en el aceite de la lámpara, el estado de las provisiones y los semivacíos odres de agua. Quedaban todavía trescientos kilómetros hasta el cubo de la rueda. A tres escalones por metro, casi un millón de escalones… Cirocco miró el reloj y cronometró el paso que llevaban.
Seguían un ritmo de dos escalones por segundo; sólo ligeros contactos con las puntas de los pies para alzarles a la altura suficiente que les permitiera tocar el siguiente escalón. La gravedad de aquel nivel había caído casi a un octavo; la mitad de la ya baja gravedad que tenían cuando partieron.
Dos peldaños por segundo era medio millón de segundos de marcha. Ocho tres tres tres coma tres, etc., minutos, ciento treinta y ocho horas o casi seis días. O mejor, el doble de esa cifra, para incluir períodos de reposo y sueño, en una estimación pesimista…
—Sé en qué piensas —dijo Gaby a espaldas de Cirocco—. ¿Pero podemos hacerlo a oscuras?
Gaby había tocado el punto importante. La comida podía durar dos semanas. El agua podría alcanzar si se racionaba. aunque no para bajar.
Pero el ítem más crítico en aquel momento era el aceite de las lámparas. Sólo había reservas para no más de cinco horas, y ningún medio de obtener más.