Cirocco siguió rumiando, tratando de elaborar una matemática que las llevara hasta el final, hasta que salieran al suelo del radio.
Ninguna otra cosa había hecho que Cirocco se sintiera tan insignificante. Ni O’Neil Uno, ni las estrellas del espacio, ni el suelo de la misma Gea. Era capaz de verlo todo, y su sentido de la perspectiva fracasaba rotundamente.
Resultaba imposible determinar la curvatura de los muros. Igual que un horizonte puesto vertical, las paredes se extendían alejándose de ella hasta que de repente empezaban a torcerse, haciendo que el espacio pareciera más semicircular que redondo.
Todo estaba bañado por una luminiscencia verde claro. La fuente luminosa estaba formada por cuatro hileras verticales de ventanas que enviaban rayos inclinados hacia abajo hasta cruzarse mutuamente en el vacío centro.
No del todo vacío. Corriendo en línea recta como una regla hacia el espacio central había tres cables verticales unidos igual que una trenza y flotando, dentro y fuera de los rayos de luz, se hallaban curiosas nubes cilíndricas que se retorcían lentamente mientras las dos mujeres las contemplaban.
Cirocco recordó haber pensado que los oscuros y angostos espacios situados bajo el cable que habían explorado eran como una catedral. Gea había agotado su reserva de superlativos, pero Cirocco sabía que aquello sólo había sido una capilla abandonada. Esta era la catedral.
—Creía que ya lo había visto todo —dijo Gaby, en voz baja, señalando la pared a su espalda—. ¿Pero una jungla vertical?
No había otro modo de describir el panorama. Colgando de las paredes, prolongándose hacia fuera o ramificándose, el interior del radio estaba incrustado de más de aquellos árboles ubicuos. Menguaban de tamaño, convirtiéndose a cierta distancia indeterminada en una lisa alfombra de verdor.
Más allá había un techo gris.
—¿Dirías que hay trescientos kilómetros hasta allá arriba?
Gaby entornó los ojos, luego trazó una cuadrícula con los dedos e hizo cálculos con cierto sistema personal.
—Eso cubre el número exacto de grados.
—Siéntate. Pensemos en esto.
Cirocco necesitaba sentarse más que pensar. Hasta aquel momento había creído de verdad que podían lograrlo. Ahora comprendió que la decepción había sido alentada por la incapacidad de visualizar el problema. Entonces podía examinarlo, y se acobardó en su interior. Trescientos kilómetros, en vertical.
En vertical. Hacia arriba.
Debió de haber estado loca.
—Primero. ¿Da la impresión de que haya algún paso que atraviese ese techo?
Gaby miró y se encogió de hombros.
—No significa nada. Había un paso hasta este techo, ¿no? Nunca lo veríamos desde aquí.
—Exacto. Pero confiábamos en que hubiera una escalera hasta la parte superior. ¿Ves alguna?
—No.
—Exacto. Creía que estas escaleras constituían un camino que había sido creado para caminar hasta lo alto si era necesario. Ahora pienso que todo lo que los constructores tenían en mente era una ruta precisamente hasta este lugar, este punto.
—Puede ser —Gaby entornó los ojos—. Pero los constructores tienen que haber dejado un camino para llegar al cubo de la rueda. Es probable que no pretendieran que esos árboles estuvieran ahí. Han cubierto todo, como en el cable.
—Y en ese caso…, ¿qué?
—Tenemos un infierno de escalada por delante —concluyó Gaby por ella—. Con toda esa maleza a lo mejor no encontramos nunca la entrada. Tal vez sea más fácil de localizar desde arriba.
—Exacto, y van tres veces. Sólo estoy tratando de aclararlo. ¿sabes? Se me ha ocurrido que si dentro de cuatro o cinco días, digamos, llegamos arriba y descubrimos que no hay escalera…, tendremos otra larga escalada. Para bajar.
Gaby se rió en esta ocasión.
—Si estás diciendo que volvamos, mejor lo sueltas.
—¿Volvemos? —Cirocco no había pretendido el interrogante, pero ahí estaba.
—No.
—Ah, comprendo —Cirocco no le dio importancia, hacía tiempo que habían olvidado la relación entre capitana y tripulante. Se echó a reír y meneó la cabeza—. Muy bien, ¿cuál es tu plan?
—Primero, explorar los alrededores. Más tarde, dentro de cuatro o cinco años, los constructores se formarán una impresión de que hemos sido bastante imbéciles si llegaran a preguntarse por qué no usamos el ascensor.
CAPITULO 21
Había unos doscientos cincuenta kilómetros en torno a la base del radio. Empezaron a circunnavegarla, buscando algo que pudiera ser desde una escalera de cuerda hasta un helicóptero antigravitatorio. Lo que encontraron fue árboles horizontales que crecían en el bosque vertical.
Al penetrar por las ramas externas y seguir los troncos hasta las raíces en el muro, tuvieron que subir por una pendiente formada por ramas caídas y hojas que se descomponían. La sustancia real del radio era un material gris y esponjoso. Cedía como caucho blando cuando se lo apretaba. Cirocco arrancó una mata de la pared y una larga raíz primaria salió con la planta. El muro derramó un líquido espeso y lechoso y luego se cerró en torno al pequeño agujero.
No había tierra, y muy poco sol; el nivel luminoso les había parecido brillante al salir de la oscura escalera, pero en realidad era muy bajo. Cirocco supuso que, al igual que muchas plantas del borde, aquellas dependían de fuentes subterráneas para medrar.
La pared en sí era húmeda y sostenía brotes de musgo y líquenes, pero escasas plantas de tamaño intermedio. No había hierbas, y las enredaderas existentes eran parásitas, enraizadas en los troncos de los árboles. Muchos de los árboles eran de la especie que habían visto en el borde, adaptados a una existencia horizontal. Daban frutas que les resultaban familiares, y hasta pudieron recoger algunas nueces.
—Eso resuelve el problema de la comida —dijo Gaby.
No era posible que hubiera ríos en el radio, y no obstante el muro relucía a causa de los finísimos hilos de agua que lo recorrían. Muy por encima se veían chorros de líquido que se curvaban y se convertían en vapor mucho antes de llegar al suelo.
Gaby contempló esos chorros, que le parecían estar distribuidos de un modo uniforme, como irrigadores de césped.
—Tanta agua para morir de sed. —Comenzó a dar la impresión de que la escalada no iba a ser del todo imposible. Cirocco descubrió que era difícil entusiasmarse por ello.
Descartada la posibilidad de una escalera —que Cirocco supuso rápidamente que no encontrarían, ya que los árboles impedían una profunda exploración del muro—, había dos rutas hasta la cima.
Una implicaba trepar por los mismos árboles. Se podría ir de rama en rama, calculó Cirocco, si es que el crecimiento hubiera confundido las ramas de un árbol con las de sus vecinos.
La otra posibilidad era una franca labor de alpinismo. Gaby y Cirocco descubrieron que sus clavos podían ser introducidos en la superficie de la pared simplemente hundiéndolos en ella.
Cirocco prefirió la pared, no quiso confiarse en los árboles. A Gaby le gustaron las ramas, que le parecían más rápidas. Discutieron el problema hasta el segundo día, en el que sucedieron dos cosas.
Gaby advirtió la primera mientras observaba el fondo gris del radio. Sus ojos se entornaron y señaló un punto concreto.
—Creo que ese agujero ha dejado de existir —dijo.
Cirocco forzó la vista, pero no alcanzó a percibir bien.
—Subamos y echemos un vistazo.
Se unieron con una cuerda e iniciaron la ascensión entre las ramas.
Cirocco había temido que la escalada fuese peor de lo que en realidad resultó. Como en cualquier otro aspecto, había un medio óptimo para superar el problema, y no tardaron en descubrirlo. Había que elegir una línea entre las ramas más gruesas y cercanas al muro —que eran sólidas como la roca, pero con tendencia a estar demasiado distanciadas— y las ramas más delgadas, alargadas y apartadas, que proporcionaban un millar de asideros para manos y pies pese a combarse con el peso.