—Una de esas noches —gruñó Gaby.
Los dientes de Cirocco rechinaban mientras las dos sacaban abrigos y mantas. Se envolvieron bien con la ropa y regresaron a las hamacas. Fue media hora antes de que Cirocco se sintiera suficientemente abrigada como para dormirse de nuevo.
El suave movimiento de oscilación de los árboles ayudó.
Cirocco estornudó y la nieve revoloteó. Era una nieve muy clara, muy seca, y había flotado hasta llenar todos los huecos de la manta. Cirocco se sentó y la nieve se abalanzó sobre su regazo.
Pendían carámbanos de los bordes de la lona y las cuerdas que sostenían la hamaca. Había constantes sonidos de crujidos, el viento que azotaba las ramas, y el incesante matraqueo del hielo que golpeaba la helada lona. Una de las manos de Cirocco había estado fuera de la manta y se hallaba tiesa y cuarteada cuando la estiró por el hueco y pinchó a Gaby.
—¿Eh? ¿Eh? —Gaby miró a su alrededor con un ojo turbio y el otro cerrado por congeladas pestañas—. ¡Oh, maldición! —se vio agobiada por la tos.
—¿Te encuentras bien?
—Aparte de una oreja helada, supongo que sí. ¿Y ahora. qué…?
—Nos pondremos encima todo lo que tenemos, me parece. Y luego, esperar que esto termine.
Fue difícil hacerlo, sentadas como estaban en una hamaca. Pero se las arreglaron. Hubo un desastre cuando Cirocco hizo un torpe gesto con sus dedos ateridos y vio que un guante se esfumaba velozmente entre los remolinos de nieve que había debajo. Estuvo maldiciendo cinco minutos antes de recordar que aún le quedaban los guantes de Gene.
Luego aguardaron.
Dormir fue imposible. Estaban bastante abrigadas en las capas de ropa y mantas, pero deseaban disponer de máscaras y gafas protectoras. Cada diez minutos se sacudían la nieve acumulada sobre sus cuerpos.
Intentaron hablar, pero el radio bullía de ruido. Cirocco sintió que los minutos se alargaban a horas cuando se inclinó con la manta por encima de la cabeza y escuchó el aullido del viento. Por encima de ese sonido, y mucho más inquietante, había otro como de maíz estallando. Las ramas, sobrecargadas de hielo, se partían conforme el viento las fustigaba.
Aguardaron cinco horas. Todo lo que pasó fue que el viento se hizo más frío y violento. Una rama se quebró cerca de las mujeres, y Cirocco escuchó cómo tropezaba entre los árboles cubiertos de hielo.
—¡Gaby! ¿Me oyes?
—¡Sí, capitana! ¿Qué hacemos ahora?
—¡Odio tener que decirlo, pero tendremos que trasladarnos! ¡Quiero estar en ramas más gruesas! ¡No creo que éstas se rompan, pero si se parte una encima de nosotras estaremos bien apañadas…!
—¡Sólo estaba esperando que tú lo sugirieras!
Salir de las hamacas fue una pesadilla. Una vez fuera de ellas y de pie sobre la rama del árbol fue aún peor. Sus cuerdas de seguridad estaban heladas y hubo que doblarlas y retorcerlas trabajosamente para poder usarlas. Cuando empezaron a abrirse camino hacia adentro, fue necesario hacerlo paso a paso. Tuvieron que atar una segunda cuerda de seguridad antes de volver atrás para quitar la primera; luego repitieron el proceso, haciendo los nudos con las manos enguantadas o quitándose rápidamente los guantes antes de que los dedos quedaran entumecidos. Emplearon martillos y picos para astillar el hielo de las ramas por donde tenían que pasar. Con todas sus precauciones, Cirocco cayó dos veces y Gaby una. La segunda caída de Cirocco concluyó con un músculo de su espalda distendido cuando la cuerda de seguridad frenó el descenso.
Tras una hora de lucha llegaron al tronco principal. Era uniforme y de bastante amplitud como para sentarse en él. Pero el viento soplaba con más violencia que nunca, sin ramas que amansaran su fuerza.
Pusieron clavos en el árbol, se ataron al tronco y se prepararon de nuevo a esperar que la tormenta acabara.
—Me disgusta decirlo, pero no me noto los dedos de los pies.
Cirocco tosió un buen rato antes de poder hablar.
—¿Qué sugieres?
—No lo sé —dijo Gaby—. Lo que sé es que nos vamos a morir congeladas si no hacemos algo. O seguimos moviéndonos o buscamos un refugio.
Tenía razón, y Cirocco lo sabía.
—¿Hacia arriba o hacia abajo?
—Abajo está la escalera.
—Nos costó un día llegar aquí, sin hielo que complicara las cosas. Y hay otros dos días para regresar a las escaleras. Si es que la entrada no está sepultada bajo la nieve.
—Lo estaba pensando.
—Si hemos de seguir, mejor será hacia arriba. De todos modos, a menos que este clima se suavice pronto, nos helaremos. Movernos lo postergaría un poco, supongo.
—Lo mismo pensaba yo —dijo Gaby—. Pero primero me gustaría probar otra cosa. Vayamos todo el rato junto a la pared. Recuerdo que hace tiempo hablaste de dónde podrían vivir los ángeles, y mencionaste cuevas. A lo mejor hay cuevas ahí detrás.
Cirocco sabía que lo más importante era estar activas otra vez, lograr que la sangre corriera. Así que se arrastraron por el tronco del árbol cortando el hielo al avanzar, y al cabo de quince minutos llegaron al muro.
Gaby lo estudió, después se preparó y empezó a atacar el hielo con el pico. La capa se rompió para revelar la sustancia gris, pero Gaby no dejó de picar. En cuanto Cirocco vio lo que su compañera hacía, se unió a ella con otro pico.
Fue bien durante un rato. Cavaron un hoyo de medio metro de ancho. El líquido lechoso se helaba conforme manaba de la pared, y las mujeres rompieron también ese hielo. Gaby era un demonio blanco; la nieve se incrustaba en su ropa y en la bufanda de lana echada sobre boca y nariz, convirtiendo sus cejas en espesos rebordes blancos.
Pronto llegaron a una nueva capa demasiado dura para cortarla. Gaby la atacó con fiereza, pero finalmente admitió que no iba a ninguna parte. Dejó caer la mano a un lado y miró con furia la pared.
—Bueno, era una idea.
Gaby pateó con enojo la nieve que había caído a su alrededor mientras trabajaban, debido a las vibraciones. La miró, luego estiró el cuello y escudriñó la oscuridad. Dio un paso atrás y se agarró al brazo de Cirocco para sujetarse cuando se deslizó sobre los fragmentos de hielo.
—Hay un trozo más oscuro hacia allí —dijo, señalando—. Diez…, no, quince metros más arriba. Un poco a la derecha, ¿lo ves?
Cirocco veía varios lugares oscuros, pero ninguno le daba alguna certeza de que pareciera cueva.
—Subiré a echar un vistazo.
—Deja que yo lo haga. Has estado trabajando mucho.
Gaby negó con la cabeza.
—Soy más ligera.
Cirocco no discutió y Gaby clavó un clavo en la pared a la máxima altura que le fue posible. Ató una cuerda y trepó lo suficiente como para clavar un segundo clavo. Cuando estuvo asegurado, arrancó el primero y lo clavó un metro por encima del segundo.
Le costó una hora llegar al lugar. Abajo, Cirocco tiritaba y pateaba el tronco para sacudirse la lluvia de hielo que Gaby dispersaba a su alrededor. Después, un montón de nieve que se había soltado cayó sobre su espalda y la hizo arrodillarse.
—¡Lo siento! —gritó Gaby—. ¡Pero he logrado algo aquí! ¡Déjame que lo limpie y podrás subir!
La entrada alcanzaba apenas para que Cirocco pasara encogida, aun después de que Gaby rompiera la mayor parte del hielo. Dentro había una burbuja hueca con un diámetro de metro y medio y algo menos de la mitad entre suelo y techo. Cirocco tuvo que sacarse la mochila y tirar de ella después de entrar. Con las dos mujeres y sus mochilas en el interior apenas se podía encontrar espacio para guardar una caja de zapatos y aún poder respirar, pero no para mucho más.