Cirocco apretó la mano de su compañera.
—Pero sólo te he seguido los pasos —continuó Gaby—. Te he ayudado a salir de algunos líos, pero eso no me califica de héroe. Un héroe no habría intentado tirar a Gene sin paracaídas. Tú habrías llegado aquí por ti sola. Yo, no.
Se quedaron silenciosas, cada una con sus propios pensamientos.
A Cirocco no le convencía lo que Gaby había dicho. En parte era cierto, pero jamás podría proclamarlo a gritos. Gaby no las habría llevado tan lejos. No era una líder.
Pero ¿lo soy yo?, se preguntó. Era cierto que se había esforzado mucho en serlo. ¿Habría triunfado a solas? Lo dudaba.
—Ha sido divertido, ¿verdad? —preguntó Gaby en voz baja.
Cirocco se quedó francamente sorprendida. ¿Cómo era posible afirmar que ocho meses de lucha habían sido divertidos?
—Esa no es la palabra que se ajusta, según lo que yo creo…
—No, tienes razón. Pero ya sabes a qué me refiero.
Cirocco lo comprendió, aunque también le resultó extraño. Por fin era capaz de entender la depresión que la había acosado durante las últimas semanas. El viaje terminaría pronto. Descubrirían el medio de regresar a la Tierra, o fracasarían.
—No quiero volver a la Tierra —dijo Cirocco.
—Yo tampoco.
—Pero no podemos limitarnos a dar media vuelta.
—Tú lo sabes mejor.
—No, sólo soy una terca. Pero tenemos que seguir. Es una deuda con Gene y April, y con el resto de nosotros; tengo que averiguar qué es lo que nos han hecho y por qué.
—Saca esas espadas, ¿quieres?
—¿Esperas problemas?
—Ninguno que pueda resolver una espada. Es sólo que me siento mejor con la espada en la mano. Se supone que soy un héroe, ¿no?
Gaby no discutió. Dobló una rodilla y rebuscó en la mochila extra; sacó las cortas espadas y lanzó una a Cirocco.
Estaban cerca del punto más alto de la que tenía que ser la última escalera. Igual que la que habían subido en la base del radio, formaba una espiral en torno al cable, que habían redescubierto en lo alto de una larga y pelada cuesta que señalaba el margen entre el bosque y la válvula superior del radio. Escalar la pendiente había significado un trabajo de pico, cuerda y pitones que les había ocupado dos largos días.
Sin una sola lámpara de aceite que les hubiera quedado, la subida de las escaleras había sido hecha en oscuridad total, paso a paso. La ascensión había transcurrido sin incidentes hasta que Cirocco detectó un tenue resplandor rojizo frente a ellas. Súbitamente había experimentado la necesidad de blandir una espada.
Era un arma excelente, aunque el puño resultaba demasiado grande. No pesaba nada en esas alturas de Gea. Cirocco encendió una cerilla e imitó la figura de una titánida grabada en la hoja.
—Pareces un óleo de Frazetta —dijo Gaby.
Rocky se examinó. Estaba andrajosa, envuelta en los harapos de su fina vestimenta. Su piel era pálida en los puntos que estaban tan limpios como para verla. Había perdido peso, y lo que quedaba era duro y nervudo. Sus pies y manos eran resistentes como cuero.
—Y yo, que siempre quise ser una de esas chicas de Maxfield Parrish. Mucho más femenina.
Agitó la cerilla para apagarla y encendió otra. Gaby seguía mirándola. Sus ojos resplandecían a la luz amarillenta. Cirocco se sintió repentinamente muy bien. Sonrió, después rió discretamente, estiró el brazo y apoyó la mano en el hombro de Gaby, que le devolvió el gesto con una risita a medias en su cara.
—¿Tienes… algún tipo de sensación respecto a esto? —Gaby señaló la parte superior de los escalones con la espada.
—Quizá sí —volvió a reírse y luego hizo un gesto de indiferencia—. Nada concreto. Deberíamos andar de puntillas.
Gaby no replicó, pero se limpió la palma en el muslo antes de poner firmemente los dedos en torno a la empuñadura de la espada. A continuación se echó a reír.
—No sé cómo usarla.
—Actúa como si supieras. Cuando lleguemos a lo alto de las escaleras, deja todo el equipo.
—¿Estás segura?
—No quiero bultos extra.
—El cubo es un lugar muy grande, Rocky. Podría llevarnos un tiempo explorarlo.
—Tengo el presentimiento de que no será mucho. En absoluto —Cirocco apagó la segunda cerilla de un soplo.
Aguardaron a que sus ojos se hubieran ajustado a la visión que les daba el tenue resplandor que surgía de arriba. Después recorrieron, una junto a otra, el último centenar de escalones.
Ascendieron a una noche rojo vibrante.
La única luz provenía de la línea recta como un rayo láser que había sobre sus cabezas. El techo se perdía en las tinieblas. A la izquierda asomaba un cable, una sombra negra en el aire aún más negro.
Las paredes, el suelo y el mismo ambiente reverberaban con el ritmo de un lento latir de corazón. Las mujeres afrontaron un viento frío, tenue, que soplaba desde la invisible entrada al radio de Océano.
—Va a ser difícil curiosear —musitó Gaby—. Sólo puedo ver unos veinte metros de suelo.
Cirocco no dijo nada. Sacudió la cabeza para deshacerse de las extrañas y pesadas sensaciones que la habían sobrecogido, después venció un repentino mareo. Quería sentarse, quería volver atrás; tenía miedo pero no se atrevía a ceder ante el temor.
Alzó la espada y vio que brillaba como un charco de sangre. Dio un paso al frente, después otro más. Gaby mantuvo el ritmo y las dos se adentraron en la oscuridad.
Le dolían los dientes. Cirocco comprendió que había estado mordiendo demasiado fuerte, con los músculos de la mandíbula agarrotados. Se detuvo y gritó:
—¡Estoy aquí!
Tras largos instantes un eco devolvió su voz, y luego una serie de ecos que se perdieron hacia el olvido.
Blandió la espada por encima de la cabeza y gritó de nuevo:
—¡Estoy aquí! ¡Soy la capitana Cirocco Jones, comandante de la NI Ringmaster, comisionada por los Estados Unidos de Norteamérica, la Administración Espacial y Aeronáutica Nacional y las Naciones Unidas de la Tierra! ¡Me gustaría hablar contigo!
Fueron eras las que parecieron pasar antes de que los ecos se apagaran. Cuando cesaron, no hubo más que el lento latir del monstruoso corazón. Cirocco y Gaby permanecieron espalda con espalda, espadas preparadas, observando la oscuridad.
Cirocco notó que una oleada de cólera fluía por ella y suprimía los últimos vestigios de miedo. Blandió la espada y chilló en la noche mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¡Exijo verte! ¡Mi amiga y yo hemos pasado muchas calamidades para estar aquí ante ti! La tierra nos vomitó desnudas a este mundo. ¡Nos hemos abierto camino hasta la cima! ¡Hemos sido tratadas con crueldad, zarandeadas por caprichos que no comprendemos! ¡Tu mano ha penetrado en nuestras almas y ha tratado de llevarse nuestra dignidad, y nosotras seguimos sin estar subyugadas! ¡Te desafío a que aparezcas y me respondas! ¡Contesta por lo que has hecho, o dedicaré mi vida a destruirte por completo! ¡No te temo! ¡Estoy lista para luchar!
No tenía idea de cuánto tiempo llevaba Gaby tirándole de la manga. Bajó la vista, tenía problemas para enfocar. Gaby estaba atemorizada, pero permanecía firmemente al lado de Cirocco.
—Puede ser…, bueno —dijo, tímidamente—, tal vez ella no hable inglés.
De modo que Cirocco cantó de nuevo su reto en titanio. Usó el tono agudo declamatorio, el reservado para explicar cuentos. Las sólidas y oscuras paredes devolvieron su canción hasta que el negro cubo resonó con la desafiante música de Cirocco.
El suelo empezó a temblar.