—Teeeeeeee…
Fue una sola nota, una palabra, un huracán de charla.
—Oiiiiiiiiiii…
Cirocco cayó de manos y rodillas, mirando aturdida a Gaby, que abrazaba el suelo junto a ella.
—Goooooooo…
La palabra extrajo ecos durante muchos minutos, y flotó poco a poco hacia el lejano y grave refunfuño de una alarma antiaérea que se apaga. El suelo se estabilizó y Cirocco levantó la cabeza.
Una luz blanca la cegó.
Protegiendo los ojos con el brazo, Rocky escudriñó el resplandor. Se estaba levantando un telón en uno de los muros. La cortina llegó del suelo al techo, cinco kilómetros de altura. Detrás de ella había una escalera de cristal. Centelleaba cruelmente, ascendía hasta una luz tan intensa que Cirocco era incapaz de contemplar.
Gaby volvió a tirar de la manga de Cirocco.
—Salgamos de aquí —murmuró, con tono de urgencia.
—No. He venido para hablar con ella.
Se forzó a apoyar las palmas sobre el suelo y levantarse. Ponerse de pie fue fácil; permanecer así era otro problema. Nada le habría gustado más que hacer lo que Gaby sugería. Su alarde le parecía ahora un ataque de intoxicación.
Pero se puso a caminar hacia la luz.
La abertura tenía doscientos metros de anchura, flanqueada por columnas cristalinas que debían de ser los extremos superiores de cables de sustentación. Cuando Cirocco miró hacia arriba vio que las columnas se abrían, y que cada ramal se torcía en un complejo dibujo hasta unirse a un ligamento radiado que cubría el lejano techo. Ahí estaba la inimaginable y vigorosa ancla que mantenía a Gea en su sitio.
Cirocco arqueó las cejas. Uno de los ramales estaba roto. Sometido a un examen más completo, el techo entero parecía un jersey con el que hubiese jugado un gatito, lleno de marañas e hilachas.
Observar el techo hizo que Cirocco se sintiera mejor. Aun siendo poderosa, Gea había conocido mejores días.
Llegaron a la contrahuella inferior de las escaleras y se apresuraron a subirla. Emitía una nota baja de órgano que oscilaba mientras las dos mujeres ascendían. Al séptimo escalón ascendió un tono y medio, y al decimotercero ascendió aún más. Avanzaron lentamente a lo largo de la escala cromática, y cuando habían hecho la primera octava entraron en juego los armónicos.
Sin aviso alguno, llamas anaranjadas rugieron a ambos lados de las terráqueas, que saltaron literalmente dos metros en el aire antes de que la baja gravedad las forzara a pararse.
Por fin, de un modo agradable, Cirocco comenzó a encolerizarse otra vez. Terrible, lo era: una exhibición de fuerza bruta que hacía doblar las rodillas y rechinar los dientes y que por fuerza debía humillar al más valiente. Con todo, ejerció el efecto contrario en Cirocco. Diosa o no, había ejecutado un truco barato, calculado para jugar con nervios ya destemplados al máximo. Cirocco interpretó el ardid como un signo de victoria.
—P. T. Barnum no fue nadie comparado con esta mujer —dijo Gaby, y Cirocco agradeció cariñosamente la frase.
Teatralidad, eso era. ¿Qué tipo de dios precisaba de algo así?
Las llamas se extinguieron, sólo para hacerse el doble de altas, lamiendo el techo y formando un túnel amarillo y naranja. Gaby y Cirocco siguieron andando.
Por delante había imponentes puertas de cobre y oro. Se abrieron de golpe sin un sonido y retumbaron al cerrarse tras las mujeres.
La música resonó en un crescendo enloquecido conforme se acercaban a un gran trono rodeado de luz. Cuando alcanzaron la amplia plataforma de mármol en lo alto de las escaleras les resultó imposible estar de cara al trono. El calor era demasiado intenso.
—Habla.
Al ser pronunciada la palabra —en los mismos tonos profundos que habían escuchado en el exterior, sin embargo con un sonido más humano— la luz empezó a menguar. Cirocco echó miradas furtivas que le permitieron distinguir una forma humana, alta y voluminosa, en la radiante bruma.
—Habla, o regresa al lugar del que viniste.
Cirocco entornó los ojos; vio una cabeza redondeada asentada en un cuello grueso, ojos que destellaban como brasas, labios carnosos. Gea tenía cuatro metros de altura, erguida ante su trono sobre un pedestal de dos metros. Su cuerpo era rechoncho, con una barriga monstruosa, pechos inmensos, brazos y piernas que habrían espantado a un luchador profesional. Estaba desnuda, y tenía el color de las olivas verdes.
El pedestal cambió de forma bruscamente. Se convirtió en una colina cubierta de hierba y flores. Las piernas de Gea se transformaron en troncos de árboles, los pies sólidamente enraizados en el oscuro terreno. Pequeños animales la circundaban mientras volantes rodeaban su cabeza. Miró directamente a Cirocco y su impresionante faz empezó a nublarse.
—Eh, bueno…, hablaré, hablaré —abrió la boca para hacerlo y se preguntó adonde habría ido su justa cólera, y entonces vio de reojo a Gaby; su amiga temblaba, miraba a Gea con ojos chispeantes.
—Estoy aquí —musitó Gaby—. Estoy aquí.
—¡Chist! —siseó Cirocco, dando un codazo a Gaby—. Ya hablaremos de eso más tarde —enjugó el sudor de su frente y volvió a encararse con Gea—. ¡Oh, gran…! —¡no, no te humilles!, había dicho April. A Gea le gustan los héroes, había dicho April. Por favor, April, no te equivoques, por favor.
“Vinimos… eh, yo y otros seis vinimos de… Vinimos del planeta Tierra, hace… En realidad no sé hace cuánto tiempo.
Cirocco se interrumpió, y supo que jamás lograría nada en su idioma. Respiró profundamente, enderezó sus hombros y se puso a cantar.
—Veníamos en paz, hace no sé cuánto tiempo. Éramos una tripulación pequeña, para tu estimación, y no representábamos amenaza alguna para ti. No íbamos armados. Y sin embargo fuimos atacados. Nuestra nave fue destruida antes de que tuviéramos oportunidad de explicar nuestras intenciones. Fuimos confinados contra nuestra voluntad, en condiciones injuriosas para nuestras mentes, incapaces de comunicarnos entre nosotros o con nuestros camaradas de la Tierra. Se obraron cambios en nuestras personas. Uno de mis tripulantes fue llevado a la locura como resultado de su tratamiento. Otro, una mujer, estaba al borde de la locura cuando la dejé. Un tercer tripulante ya no desea más la compañía de sus compañeros humanos y un cuarto ha perdido gran parte de su memoria. Otra mujer ha sido transformada más allá de todo reconocimiento; no quiere saber nada de su hermana, a la que amaba en otro tiempo.
“Todas estas cosas son monstruosas para nosotros. Creo que hemos sido agraviados, y que merecemos una explicación. Hemos sido tratados muy mal, y merecemos justicia.
Se relajó un poco, contenta de haber acabado. Lo que sucediera después escapaba a su control. Había dejado de engañarse; no podía pelear con aquel ser.
El ceño de Gea se agrandó.
—No soy signataria de los acuerdos de Ginebra.
Cirocco se quedó boquiabierta. No se había imaginado lo que podía llegar a escuchar, pero ciertamente no era aquello.
—¿Qué eres, entonces?
La pregunta de Cirocco surgió antes de que ella pudiera darse cuenta.
—Soy Gea, la grande y sabia. Soy el mundo, soy la verdad, soy la ley, soy…
—Así pues, ¿eres todo el planeta y April decía la verdad?
Quizá no había sido sensato interrumpir a una diosa, pero Cirocco se sentía como Oliver Twist pidiendo más gachas. Tenía que luchar por ello como fuera.
—No había terminado —retumbó Gea—. Pero es cierto, lo soy. Soy la madre tierra, aunque no la de tu Tierra. Toda la vida brota de mí. Formo parte de un panteón que llega hasta las estrellas. Soy un titán.
—Entonces fuiste tú la que…
—Basta. Sólo presto atención a los héroes. Hablaste de grandes hazañas cuando cantaste tu canción. Habla de ellas ahora, o déjame para siempre. Cántame tus aventuras.