La maniobra se inició antes de que llegaran a Saturno. Durante el último día de aproximación se volvió a calcular el curso. Cirocco y Bill confiaron en computadores con base en la Tierra y medios auxiliares de navegación tan lejanos como Marte y Júpiter. Se alojaron en el CONMOD, el módulo de control, y observaron cómo Saturno aumentaba de tamaño en las pantallas de televisión de popa.
Después empezó el largo impulso.
Durante una calma pasajera en su trabajo, Cirocco conectó la cámara con el SCIMOD. Gaby alzó los ojos con una expresión de fastidio.
—Rocky, ¿no puedes hacer algo con esa vibración?
—Gaby, la función de los motores es, tal como dicen, nominal. Han de vibrar, eso es todo.
—La mejor observación de todo este jodido viaje —murmuró Gaby. En el asiento cerca de Cirocco, Bill se echó a reír.
—Cinco minutos, Gaby —dijo Bill—. Y de verdad, creo que deberíamos dejarlos encendidos tanto como hemos planeado. Será mucho mejor de esa forma.
Los motores quedaron desconectados puntualmente y los tripulantes aguardaron la confirmación de que se encontraban donde querían estar.
—Aquí la Ringmaster. Comandante Jones al mando. Hemos entrado en órbita de Saturno a las 1341.453 horas, tiempo universal. Transmitiré los preliminares para un impulso de corrección cuando salgamos de detrás. Mientras tanto, abandono este canal —dio un manotazo al interruptor apropiado y anunció a la tripulación—: Todo el que quiera echar un vistazo afuera tiene ahora la única oportunidad.
Resultó difícil, pero August, April, Gene y Calvin lograron apretujarse en la estrecha habitación. Después de ponerse de acuerdo con Gaby, Cirocco hizo que la nave girara noventa grados.
Saturno era una cavidad gris oscura, diecisiete grados de amplitud, mil veces el área que cubría la Luna tal como se la ve desde la Tierra. Los anillos abarcan unos increíbles cuarenta grados de lado a lado.
Su aspecto era como de metal sólido, brillante. La Ringmaster se había presentado al norte del ecuador, de modo que la cara superior quedaba a la vista de los tripulantes. Todas las partículas estaban siendo iluminadas desde el lado opuesto, y se veían como una delgada luna creciente, igual que Saturno. El sol era un brillante punto de luz en la posición de las diez en punto, aproximándose a Saturno.
Nadie habló mientras el sol iba acercándose al eclipse. Vieron caer la sombra de Saturno sobre la parte del anillo más cercana a ellos, y cortarla como una navaja de afeitar.
El ocaso duró quince segundos. Los colores eran intensos y cambiaban con rapidez: rojos, amarillos y negroazulados puros como los visibles desde un avión de línea en la estratosfera.
Se produjo un tenue coro de suspiros en la cabina. El vidrio despolarizó y todo el mundo abrió la boca de nuevo al hacerse más brillantes los anillos y dejar arrinconado el intenso resplandor azul que perfilaba el hemisferio norte. Estrías grises se hicieron visibles en la superficie planetaria iluminada por la luz de los anillos. Abajo había tormentas tan enormes como la Tierra.
Cuando por fin Cirocco apartó la vista, vio la pantalla a su izquierda. Gaby seguía aún en el SCIMOD. Había una imagen de Saturno en la pantalla situada sobre su cabeza, pero la mujer no la miraba.
—Gaby, ¿no quieres subir y ver esto? —Cirocco vio que Gaby sacudía la cabeza; estaba examinando los números que atravesaban una minúscula pantalla.
—¿…y perderme los mejores instantes de observación de todo el viaje? Debes estar loca.
En principio adoptaron una órbita larga, elíptica, con un punto inferior doscientos kilómetros por encima del radio teórico de Temis. Se trataba de una abstracción matemática porque la órbita estaba inclinada treinta grados respecto al ecuador de Temis, lo que los situaba sobre la cara oscura. Atravesaron el toroide giratorio hasta emerger en el lado iluminado. Temis yacía expandido ante ellos igual que un objeto en exposición.
No es que allí hubiera mucho que ver. Temis era casi tan negro como el espacio, aun cuando el sol reluciera en su superficie. Cirocco estudió la inmensa masa de la rueda con las velas triangulares de absorción solar, que la bordeaban como afilados dientes de engranaje, presumiblemente para absorber la luz solar y convertirla en calor.
La nave se movió hacia el interior de la gran rueda. Los radios se hicieron visibles, igual que los reflectores solares. Parecían casi tan oscuros como el resto de Temis, excepto en el lugar donde reflejaban algunas de las estrellas más brillantes.
El problema que seguía preocupando a Cirocco era la falta de una entrada. La gente de la Tierra hacía mucha presión para que se metieran en el objeto, y Cirocco, pese a su instintiva precaución, lo deseaba tanto como cualquier otra persona.
Debía haber una manera. Nadie dudaba de que Temis fuera un artefacto. La polémica se refería a si se trataba de un vehículo del espacio interestelar o un mundo artificial, como O’Neil Uno. Las diferencias eran movimiento y origen. Una nave espacial tendría un motor, y estaría en el cubo. Una colonia habría sido construida por alguien muy de cerca. Cirocco había oído teorías que comprendían habitantes de Saturno o Titán, marcianos —aunque nadie había descubierto jamás ni siquiera una punta de flecha en Marte— y antiguas razas terrestres viajeras del espacio. No creía en ninguna de tales teorías, pero eso apenas importaba. Nave o colonia, Temis había sido construido por alguien, y tendría una puerta.
El lugar a examinar era el cubo, pero los apremios de la balística forzaban a Cirocco a mantenerse en órbita tan lejos del cubo como pudiera.
La Ringmaster adoptó una órbita circular cuatrocientos kilómetros por encima del ecuador. Se desplazaba en la dirección del giro, pero Temis daba vueltas más deprisa que la velocidad orbital de la nave. Era un plano negro por fuera de la ventana de Cirocco. A intervalos regulares, uno de los paneles solares pasaba rápidamente como el ala de un murciélago monstruoso.
Empezaron a ser visibles algunos detalles de la superficie externa. Había crestas largas, arrugadas, que convergían en los paneles solares, presumiblemente para cubrir tubos enormes conductores de un fluido que tuviera que ser calentado por el sol. Había unos cuantos cráteres ampliamente esparcidos en la oscuridad, algunos de cuatrocientos metros de profundidad. No había un solo guijarro diseminado en torno a ellos. Nada podía permanecer en la superficie externa de Temis sin ser despedido.
Cirocco miró el tablero de mandos. Muy cerca de ella, Bill cabeceaba en su lecho, dormido. Los dos llevaban dos días sin salir del CONMOD.
Cirocco recorrió el SCIMOD como una sonámbula. Allí, en alguna parte, había una cama de suaves sábanas, un almohadón y… una confortable gravedad de un cuarto de g, ya que el carrusel estaba girando de nuevo.
—Rocky, tenemos algo extraño.
Se detuvo, con un pie en el escalón del Radio D. y permaneció muy quieta por un momento.
—¿Qué has dicho? —el tono de su voz hizo que Gaby alzara la vista.
—También estoy cansada —dijo Gaby, irritada. Dio un manotazo a un interruptor y apareció una imagen en la pantalla superior.