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Por otro lado, no todo su trabajo iba a ser tan remilgado como invocar un golpe de aire del cielo.

Sus bolsillos estaban repletos de cosas que había traído como medidas de apoyo en caso de que el gran espectáculo no lograra intimidar a la expedición de tierra, cosas que había obtenido merodeando por Hiperión antes de volver a subir a bordo de Apeadero y viajar al campamento base: una lagartija de ocho patas que escupía un rocío tranquilizante cuando se la apretaba, y un curioso surtido de bayas de similar efecto, pero por vía bucal. Cirocco disponía de hojas y cortezas que al pulverizarlas podían ser empleadas como polvo de flash, y como último recurso, una nuez que servía como una granada de mano aceptable.

Tenía bibliotecas de erudición silvestre en su cabeza; si existieran girl scouts en Gea, Cirocco ostentaría la totalidad de insignias de mérito. Podía cantar a las titánidas, silbar a los dirigibles y croar, gorjear, chirriar, gruñir y gemir en una docena de lenguas que ni siquiera había tenido la oportunidad de usar, con criaturas que todavía no había encontrado.

Ella y Gaby habían estado preocupadas en cuanto a que la información que Gea proponía darles no era ajustada a cerebros humanos. Curiosamente, no había habido problema alguno. Ni siquiera notaban un solo cambio; cuando necesitaban saber algo, lo sabían, igual que si lo hubieran aprendido en la escuela.

—Es hora de ir hacia las montañas, ¿no? —sugirió Gaby.

—Aún no. No creo que tengamos más problemas con Wally, en cuanto él se haga a la idea. Comprenderán que somos más valiosas si mantienen buenas relaciones con nosotras.

“Pero quiero ver otra cosa antes de que partamos.

* * *

Cirocco había estado preparada para un momento emotivo. Y lo era, sin ser tan malo como temía ni del modo que esperaba. Decir adiós a Bill había sido más duro.

Los restos de la Ringmaster se hallaban en un lugar triste y silencioso. Gaby y Cirocco caminaron junto a ellos sin hablar, reconociendo fragmentos aquí y allá, pero con más frecuencia incapaces de reconocer lo que había sido algún retorcido montón de metal.

La plateada masa destellaba débilmente en la bellísima tarde de Hiperión, parcialmente enterrada en el polvoriento terreno como un King Kong mecánico tras la caída. La hierba ya había establecido un asidero en el revuelto suelo. Las enredaderas se arrastraban sobre componentes destrozados. Una solitaria flor amarilla brotaba en el centro de lo que había sido el tablero de mandos de Cirocco.

Rocky había confiado en hallar algún recuerdo de su vida anterior, pero jamás había sido codiciosa y había llevado con ella pocas cosas de índole personal. Las escasas fotografías habrían sido devoradas, junto con el diario de a bordo y el sobre de recortes de periódico. Habría sido agradable toparse con el anillo de grado —podía verlo en el estante junto a su litera, donde lo había dejado la última vez— pero las posibilidades eran nulas.

Distinguieron a un tripulante de la Unity a cierta distancia de ellas. El hombre se estaba encaramando a los restos del naufragio; luego apuntó su cámara e hizo fotos de un modo indiscriminado. Cirocco supuso que se trataría del fotógrafo de la nave, luego comprendió que lo estaba haciendo por su cuenta, con su propia cámara. Lo vio coger un objeto y guardarlo en el bolsillo.

—Si volvemos aquí dentro de cincuenta años —observó Gaby—, es probable que se lo hayan llevado todo —miró a su alrededor con aire especulativo—. Parece un bonito lugar para una tienda de souvenirs. Venta de películas y bocadillos calientes. El negocio podría ir bien…

—No crees que eso llegue a suceder, ¿verdad?

—Depende de Gea, supongo. Ella dijo que permitirá visitas a la gente. Eso significa turismo.

—Pero el costo…

Gaby rió.

—Todavía estás pensando en los tiempos de la Ringmaster, capitana. Era todo lo que podíamos hacer entonces, traer aquí siete personas. Bill dice que la Unity tiene una tripulación de doscientas. ¿Te habría gustado tener la concesión cinematográfica en O’Neil Uno hace treinta años?

—Ahora sería rica —concedió Cirocco.

—Si hay un medio de hacerse rico aquí, alguien lo encontrará. Así que, ¿por qué no me nombras ministro de turismo y conservación? No estoy segura de que me guste el papel de aprendiz de hechicera.

Cirocco sonrió.

—El cargo es tuyo. Trata de mantener en un mínimo los sobornos y el nepotismo, ¿de acuerdo?

Gaby movió un brazo en círculo. Había una mirada distante en sus ojos.

—Ahora puedo verlo. Pondremos el puesto de bocadillos allí… Un clásico motivo griego, naturalmente… Y venderemos geaburguesas y batidos de leche. Pondré las vallas anunciadoras hasta a cincuenta metros y limitaré el uso de fluorescentes. ¡Vea a los ángeles! ¡Huela la respiración de Dios! ¡Fotografíe los rápidos del Ofión! ¡Paseo en centauro por sólo diez dólares! ¡No olviden…! —Gaby gritó y se apartó a un lado al moverse la tierra.— ¡Estaba bromeando, caramba! —chilló al cielo. Después miró recelosamente a Cirocco, que estaba riéndose.

Un brazo surgió del punto donde había estado Gaby. Tierra muy suelta se apartó para descubrir un rostro y una cabellera multicolor. Las dos mujeres se arrodillaron y limpiaron de polvo a la titánida, que tosía y escupía, hasta lograr que liberara su torso y patas delanteras. La titánida hizo una pausa para recuperar fuerzas y observó curiosamente a Gaby y Cirocco.

—Hola —cantó Hornpipe—. ¿Quiénes sois?

Gaby se levantó y extendió una mano.

—¿De verdad que no te acuerdas de nosotras, eh? —cantó.

—Recuerdo algo… Parece como si os conociera. ¿Me habéis dado un poco de vino, hace tiempo?

—Yo lo hice —cantó Gaby—. Y tú me devolviste el favor.

—Sal de ahí, Hornpipe —cantó Cirocco—. Te convendría un baño.

—A ti también te recuerdo. ¿Pero cómo os arregláis para permanecer en equilibrio tanto tiempo sin caeros?

Cirocco se echó a reír.

—Ojalá lo supiera, chica.