Jaroslav Seifert
Toda la belleza del mundo
(Historias y recuerdos)
Título originaclass="underline" Vsecky krásy sveta
Traducción del checo por Monika Zgustová (caps. 1-42) y Elena Pantf.leeva (caps. 43-90)
Primera parte. TODO LO QUE HA QUEDADO CUBIERTO DE NIEVE
No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices.
Albert Camus
1. Introducción
En la calma de la memoria, y sobre todo cuando cierro fuertemente los ojos, en el momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la vida y de algunas de las cuales fui amigo; entonces me vienen los recuerdos, uno tras otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hablé con toda aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché.
Aún oigo la risa feliz de Salda, la voz irónica de Toman y la silenciosa manera de contar de Hora; y en esos momentos tengo la sensación de que sería una lástima que no anotase por lo menos algunos de aquellos instantes, aunque sólo se trate de una frase fugaz o de un cuento corto, no más largo de lo que suele ser una anécdota. Eran personas bellas e interesantes, y posiblemente yo soy uno de los últimos que tuvo encuentros amistosos con ellas y que les conoció bien en la vida literaria. ¿Y quién podrá escribir sobre lo que quedará olvidado para siempre cuando yo también entre en sus filas mudas e invisibles en la oscuridad?
Todos están muertos; pero no me pondré a llorar, aunque las lágrimas, según dice Juvenal, representan la parte más hermosa de nuestros sentidos. Lacrimae nostri pars óptima sensus, si no recuerdo mal lo aprendido en la escuela. No serán unas memorias lo que escribiré. En mi casa no hay ni un solo trocito de papel con apuntes o datos. Además, me falta paciencia para esa clase de escritura. No tengo más que recuerdos. ¡Y una sonrisa!
A finales del mes de enero del año veintisiete, Hora me trajo al café Tümovka la nueva edición de su Árbol florido. He encontrado esa fecha debajo de la dedicatoria del libro. Naturalmente, ya no recuerdo de qué estuvimos hablando entonces. Seguramente de alguien que ahora ya está muerto. Posiblemente de Wolker, porque en aquella época discutimos bastante sobre su poesía. De repente, Hora me pidió que le dejara su libro un momento y me escribió en la penúltima página los siguientes versos:
Estos versos que Hora improvisó entonces, me han traído súbitamente a la memoria la época, hace casi medio siglo, en que me hallaba internado en el hospital de Vinohrady, construido delante de la tapia del cementerio de aquel barrio. Desde la ventana de mi habitación veía muchos sepulcros y cruces, y la triste y extraña arquitectura de un pequeño columbario.
Una noche nevó un poco y la nieve cayó sobre los sepulcros y la tapia. Era como cuando un fotógrafo echa harina sobre un viejo relieve de piedra, delante de su objetivo, para dar realce a los contornos que se están esfumando en las tinieblas.
Más tarde, por la noche, cuando el edificio del hospital ya se estaba sumiendo en el silencio nocturno, oí llegar de algún sitio, por debajo de mí, dos voces que se entrelazaban sin armonía. Probablemente uno de los médicos escuchaba un transistor y algún paciente se habría olvidado de apagar otra de las radios que había en todas las habitaciones. En la liviana construcción moderna, las voces sonaban profundas, pero bastante claras; y yo miré sin querer el cementerio a través de la ancha ventana sin cortinas. Parecía como si las voces surgieran de la tierra, de debajo de la superficie del cercano cementerio.
Disipé en seguida aquella alucinación. Los muertos están mudos, obstinadamente mudos.
Así que más bien seré yo quien criticará a los de abajo. Pero lo haré cariñosamente, con amor. También me criticaré a mí mismo.
2. El mercado de la plaza Staroméstské
Durante varios años, siempre a principios de diciembre, me escribí con el poeta Géza Vcelicka, gravemente enfermo; eran unas cartas llenas de recuerdos nostálgicos y alegres.
Hace tiempo, por esas fechas, en la plaza Staroméstské se instalaba un mercado, primero el de San Nicolás y casi en seguida el de Navidad. Y los dos, unos niños que, naturalmente, no se conocían, estuvimos allí perdidos entre la muchedumbre, con los bolsillos vacíos, pero con el corazón lleno de anhelo, mirando los puestecillos y los tenderetes. Sin descanso y casi a diario. La plaza estaba llena de puestos y de tiendas. El monumento a Jan Hus todavía no estaba allí y la pobre Virgen María, cuyos escalones también servían para poner tiendas, miraba aquel hormigueo desde su alta columna, entre cuatro ángeles.
Hoy ya es difícil evocar con la mente la atmósfera única de aquel mercado. El aire olía a naranjas y el ambiente estaba impregnado con la fragancia de las lámparas de carbón encendidas y de los fogones. ¡Cuántos perfumes había allí! Era embriagador, y yo nunca me pude saciar de aquel formidable espectáculo. Erraba por aquellos lugares hasta avanzadas horas de la noche.
La feria de San Mateo, a finales de febrero o a principios de marzo, solía ser alegre, llena de regocijo, porque la primavera se acercaba. El mercado de Navidad era más solemne y tranquilo. Había incluso una cierta santidad en aquel hormigueo, en el que muchas cuerdas vocales hacían un esfuerzo para que el dinero se mudara de un bolsillo a otro.
El mercado de San Nicolás solía estar bajo el signo de miles de ramas doradas con lazos de papel y rosas rojas. A veces la nieve volaba por el aire y los copos se quedaban pegados al cabello y a las pieles, junto a pequeñas partículas de polvo dorado que caían de las ramas de San Nicolás; las madres, con oro en el pelo, sonreían felizmente.
Después de San Nicolás, por la noche, desaparecían del mercado las ramas, los muñecos de papel de San Nicolás y de los demonios. Y en las paradas surgía un sinnúmero de figuritas de gentecilla caminante hacia lo que en el futuro sería el belén. Las solía mirar durante mucho tiempo lleno de emoción. En las partes más altas de los escaparates había castillos con torres y murallas, con almenas y casitas minúsculas. Aquello tenía que ser el orgulloso Jerusalén. Lo fabricaban los pobres de las montañas Orlické y de Pfíbram. Todo era barato, valía pocas coronas; pero aun así inaccesible para un niño que apretaba en la mano unas moneditas y a veces ni eso.
Pero no tenéis que compadecerle. Era feliz.
Con indiferencia, pasaba de largo ante las tiendas llenas de juguetes de madera y de hojalata y volvía una y otra vez a las figurillas de belén que olían a cola y pintura barata. Totalmente hechizado, contemplaba sus posturas fijas, preparadas para ver el ángel o la estrella. Iba corriendo al mercado varias veces cada semana, durante casi un mes, hasta las fiestas, siempre que tenía un rato libre. Cuando más me gustaba era a última hora de la tarde; entonces solía haber más compradores y los vendedores no tenían tiempo para apartar a aquel que solamente miraba, que no parecía querer comprar nada y que no hacía más que molestar delante de las paradas.
Siempre emocionado y siempre esperando nuevos milagros, erraba por el mercado, hasta que me paraba delante del teatro de títeres de Hubicka. De él estaban hablando no sólo Géza Vcelicka, sino también la señora Maryna Alsová. Y allá, al final, gastaba mis moneditas, sin pensarlo y sin preocupación. Cuando se acababa el espectáculo, que por desgracia no era demasiado largo, me quedaba todavía un ratito detrás del teatro y escuchaba a través de la fina tela los ruidosos diálogos y el castañeteo de los brazos y las piernas del conjunto teatral de Hubicka.