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En el artículo todos recibieron su ración de mi menosprecio. Pero yo tenía ya veintiocho años y podía haber tenido un poco más de sentido común.

El destrozo de la famosa pintura no fue lo único que hizo alborotarse a mi pluma periodística, joven y poco experimentada. La catástrofe alarmó especialmente a la prensa burguesa y patriótica. El diario del partido agrario no dijo ni una palabra cuando se tuvo que derribar la base de la Ga lería Nacional porque ocupaba el espacio indicado para el restaurante del parlamento. Pero después de la catástrofe de la nieve se dirigió al pueblo con lamentos terribles. Esta fue otra de las razones de mi indignación.

¡La obra más importante del arte checo está en peligro!, clamaban sus títulos por todo el espacio de la primera página, alentando a una colecta nacional para la restauración de la pintura dañada. Las elegías eran interminables y la curiosa gente de Praga caminaba a miles por encima de los montones de nieve mojada del parque para ver la obra. Y una tal señorita L. Maskova fue la primera que, de su escaso sueldo de oficinista, entregó el primer billete de diez coronas. Los periodistas recogían las contribuciones de las profundidades de la demagogia patriótica, aprovechándolo todo astutamente para sus partidos políticos.

En fin: entonces, la pintura se salvó. Y no hace mucho tiempo que fui a ver con mi nieta el panorama de La batalla de Lipany. Cuando subimos por los escalones de madera a la plataforma y vimos la superficie artificialmente iluminada, recordé mi joven y necia indignación. De ello hacía ya más de medio siglo. Recordándolo, me eché a reír en silencio.

– ¿De qué te ríes? -me preguntó la niña, un poco sorprendida.

Le acaricié la mejilla y contesté suavemente:

– De nada.

Como si esto fuera una respuesta.

10. «Basta de Wolker»

Nos sentamos a la larga mesa de la casa de los Wolker, en la plaza de Prostéjov. Delante de mí sentaron a una muchacha jovencita a quien la señora Wolkrova, la madre de Jifí Wolker, había vestido de riguroso luto; estaba toda envuelta en crespón negro y puntillas negras. Antes, mientras caminaba detrás del féretro, al lado del hermano de Jifí, su cara estaba cubierta con un espeso velo; hasta que nos sentamos a la mesa no pudimos ver los ojos llorosos del último amor de Wolker.

Sólo habían pasado unos instantes desde el entierro de Wolker. Cuando dejaron de oírse las alocuciones fúnebres, Marie Majerova echó una ramita fresca de laurel sobre el féretro que estaban bajando a la fosa. Helados y mudos, nos pusimos en camino de vuelta. Se acercaba rápidamente la noche de invierno. Los campos y las llanuras moravas estaban cubiertos de nieve.

Habíamos vuelto de la tumba y delante de nosotros se abría toda una larga vida. En la puerta del cementerio quisimos despedirnos y tomar en seguida el tren nocturno.

Pero la señora Wolkrová no nos dejó, invitándonos a su casa, de donde hacía una hora había salido la comitiva.

Wolker no fue el primer hombre de la literatura checa cuyo destino había sido trágico. Cien años atrás moría el joven poeta Macha y, después de él, Bohdan Jelínek. Casi cada generación tiene un muerto que ha dejado su obra apenas comenzada. Luego fue Karel Hlavácek y, después Jifí Wolker, a quien acabábamos de dejar en el cementerio de Prostéjov. Jifí Orten no tenía entonces más de cinco años. La naturaleza que les había ofrecido tan poco tiempo de vida les dio, en cambio, una doble fuerza creadora. En el corto plazo de su existencia dijeron más de lo que otros dicen en muchos años. Tal vez sólo me lo parece a mí, no lo sé, pero deseémoselo. Casi todos ellos fueron mucho más amados después de su muerte. Pero a Wolker, sus lectores le amaban ya cuando aún vivía.

Ya no recuerdo con exactitud cuántos éramos en casa de los Wolker. Quizás doce o quince.

Al lado de la muchacha cubierta de lágrimas estaba sentado el poeta Konstantin Biebl, un joven de ojos dulces, amable y bello como un efebo; junto con Pisa, era el amigo más íntimo de Wolker y se dirigía galantemente a la joven novia vestida de negro.

No era ningún secreto que muchas de las mujeres jóvenes que, durante aquellos años, estuvieron cerca de nosotros, miraban con arrobo el rostro juvenil de Biebl. Ni tampoco era un secreto que Biebl acogía de buen grado aquellas miradas y las devolvía.

Es probable que Jirí Wolker hubiese encontrado a aquella muchachita en las clases de baile de Prostéjov, pero al parecer no se conocieron íntimamente hasta el gran baile de la facultad, en enero de 1923; es decir, un año antes de su muerte. Aquel amor queda testimoniado en el poema A la chica feliz, que compuso dos meses después.

Antes de cenar, el señor Wolker nos hizo pasar, a Hora y a mí, a su despacho y trajo el libro de contabilidad, uno de aquellos libros que se veían sobre las mesas y mostradores de los bancos y las cajas de ahorro. Era alargado y estaba encuadernado en tela verdosa con rayas oscuras. En la cubierta habían escrito, con letra muy cuidada: «La enfermedad de Jifi.» El señor Wolker era director de la caja de ahorros de Prostéjov. Abrió el libro, lo puso ante nosotros y nos fue explicando las sumas anotadas que había tenido que emplear en la enfermedad de su hijo, en los médicos, en el sanatorio de Tatranská Polianka y, luego, en las pompas fúnebres de Prostéjov. Nos alegramos mucho cuando la señora Wolkrova nos llamó para cenar y pudimos huir del reino de las tristes cifras.

También se sentaron a la mesa unos invitados de Brno: Lev Blatny y Dalibor Chalupa. El pobre Blatny sufría de la misma enfermedad que Wolker y murió unos años más tarde. Estaban allí asimismo los profesores de Wolker, Kamenáf y Dokoupil, y unos cuantos compañeros de clase del instituto de Prostéjov.

El nombre del profesor Dokoupil suele aparecer en el contexto por el hecho de que Wolker fuera miembro del partido comunista y suele recalcarse su influencia sobre el joven poeta. Pero no fue exactamente así. En este sentido, Wolker estuvo mucho más influido por su amistad con Zdenék Kalista, con quien compartía la misma habitación en el barrio pragués de Smíchov, en la calle Na Celné, durante los años de sus estudios de derecho. La señora Wolkrova negaba esta influencia, pero no tenía razón. Fue Kalista quien llevó a aquel estudiante temperamental, pero serio, miembro de la joven generación del partido nacional demócrata, al que también pertenecía su padre, a la izquierda política y le introdujo en el ambiente de los estudiantes agrupados alrededor del profesor Zdenék Nejedly, en la casa Kaulich de la plaza de Carlos. De la misma manera influyó Kalista sobre la atmósfera juvenil del primer libro de poemas de Wolker. Faltaban varios años para que Wolker conociera al poeta Hora y a todos aquellos que se reunían con Hora, y para que comenzase a sonar en la poesía la nota revolucionaria que luego se convirtió en la suya propia.

Yo estuve presente varias veces cuando Hora aconsejaba a Wolker que dejara de emplear sus amaneradas conversaciones con Dios. Aquello iba dirigido también a mí, porque yo tampoco me había podido deshacer de la terminología bíblica y religiosa y trataba de unir el puño obrero y Lenin con las alas de los ángeles.

En medio de la cena, la señora Wolkrova, pidiendo un poco de atención, se levantó de la mesa y se puso a hablar de una manera conmovedora de su hijo; sobre su afecto, y que venía desde la infancia de Wolker y que no había ternura en los años en que Jifí se hizo adulto. El se lo confesaba todo. Le leía sus primeros intentos literarios, y más tarde le ponía al corriente de sus primeras inclinaciones amorosas y de los éxitos que obtenía con las muchachas de Prostéjov. Todo lo que tenía algo que ver con Jifí lo acompañaba con un afectuoso interés. Pero luego se quejó de que Jifí llevaba en Praga una vida bohemia y tempestuosa que originó la enfermedad que lo mató. Y en aquel instante me miró a mí.