Y aquí no puedo dejar de hacer una observación, aunque después de tantos años es bastante inúticlass="underline" si hay algo que odio con todo mi corazón, es eso que llaman ser bohemio. Nunca he intentado hacer una cosa así. Y ya que la señora Molkrova, pronunciando estas palabras, fijó los ojos en mí, me gustaría, tal vez también inútilmente, añadir lo siguiente:
Wolker y yo fuimos una sola vez a un bar pobre y triste, el bar estaba en las afueras del barrio de Smíchov. Se llamaba «Finale» y Wolker escribió sobre él uno de sus poemas más flojos. Si no nos encontrábamos en casa de los Teige, donde vivió un poco más tarde, nos veíamos casi siempre en los cafés, pero estos encuentros tampoco eran demasiado frecuentes. De todas maneras, después de la muerte de Wolker, no tardamos en quedar libres de toda sospecha. El hermano de Wolker murió de la misma enfermedad y alguien me reveló que también habían muerto así el «viejecito» y la «viejecita» (como se llamaba cariñosamente a los bisabuelos en Moravia), que vivían en aquellos lugares y a los que Wolker visitaba a menudo.
Es decir, que más bien había sido una enfermedad hereditaria, que Wolker contrajo antes por su vida llena de privaciones. Tenía poco dinero y se lo gastaba en libros. Su padre era muy estricto.
Finalmente, la señora Wolkrova se dirigió también a la muchacha. Fijó los ojos en su carita y, con una voz algo más alta, le pidió que, en memoria de Jifí y de su amor, renunciara a todo lo mundano y entrara de monja en un monasterio.
En aquel momento noté que en la cara de Biebl aparecía una corta y furtiva sonrisa. De lo que pensaba la novia de negro no tengo ni idea. Dicen que hoy tiene hijos ya mayores y que ha sido feliz en su vida.
Por el camino de la estación, Kostá Biebl me reveló que, en el momento en que la señora Wolkrova mandaba a la chica al monasterio, su atrevida mano intentaba, bajo el largo mantel, estrechar la rodilla de la joven.
El mismo año en que falleció Jifí Wolker, murió en París Anatole France.
No sólo París, sino toda Francia estaba llena de él. Y Francia, cuyo nombre eligió como apellido, celebró por su gran escritor un funeral tal como él se lo merecía según los puestos oficiales: se hicieron unas honras fúnebres estatales con toda la pompa. Hubo una comitiva de brillantes sombreros de copa y uniformes militares. ¡Francia sabe hacer muy bien las cosas! Sin embargo, los surrealistas franceses imprimieron para esta ocasión unas octavillas volantes con el lema:
Ilfaut tuer le cadavre.
Y, enormemente serios, entregaban las octavillas a los sombreros de copa.
De esta manera se vengaron de France, por su postura contraria a su movimiento y, también -y esto era lo más importante-, por principios: se negaban a quitarse el sombrero y a hacer reverencias delante de la grandeza y la gloria poética oficialmente petrificadas.
Pero ¿por qué estoy contando esto?
Después de su muerte, la popularidad de Jifí Wolker fue creciendo. No sólo entre los jóvenes comunistas que recibieron el patrimonio revolucionario de sus manos de poeta; había mucha gente que se identificaba también con él. Incluso en los círculos políticamente contrarios o enemigos. Sus versos sonaban hasta en los sitios donde menos lo esperábamos. Esta popularidad se debía, no sólo a la propia poesía de Wolker, muy contemporánea por sus ideas y próxima por su feliz carácter comunicativo, sino también al final trágico y prematuro de una vida joven y prometedora. Hasta los muertos nos aseguraban en sus anuncios funerarios que con sus fallecimientos no cambiaría nada en el mundo: sólo temblarían unos pocos corazones.
El editor volvía una y otra vez a publicar nuevas ediciones de los libros de Wolker y preparaba su obra completa. Se publicaba todo. Hasta los primeros intentos poéticos estudiantiles, los primeros poemas infantiles, el diario, todo lo que se pudo encontrar.
En la serie de impresiones bibliófilas, como los Poemas en prosa, Klytia y Niños, de la época estudiantil, Petr editó también los Apuntes de la enfermedad y Cartas a la señorita K. que Wolker escribió a su último amor. El editor hizo una copia caligráfica de las cartas, el célebre Cyril Bouda dibujó el retrato del poeta, y su madre, la señora Wolkrova, escribió el prólogo. Del libro se publicó un solo ejemplar. Al cabo de algún tiempo, la señora Wolkrova pidió al editor que le prestara este ejemplar singular y retiró su prólogo de la publicación. Es verdad que antes se había enfadado mucho con el editor, pero parece ser que ésta no fue la única razón de tan importante medida.
En fin, toda la vida pública estaba sumergida en el culto de la poesía de Wolker y su coyuntura seguía durando.
Seguro que habríamos deseado esta gloria a nuestro infeliz amigo si en este culto no hubiera algo de retardatorio que nos irritaba por sí solo y que para nosotros significaba un obstáculo en una época en la que llegábamos al principio de nuestra propia obra, que, según deseábamos, lógicamente, no debía quedarse a la sombra de la poesía de Wolker.
Nos identificábamos con la corriente europea de la poesía, personificada en el nombre de Apollinaire. Pero muchos de nuestros críticos demostraban que Wolker se había alejado de Apollinaire para conectar con la tradición checa de Erben.
La poesía inveterada de Erben nos decía muy poco por aquella época; en cambio adorábamos a Apollinaire. Y con Nezval, pero sobre todo con Teige, inventábamos el poetismo, poesía de la tranquilidad vital y de los momentos felices.
Pero no fuimos sólo nosotros, los más jóvenes, sino también Hora, aquel magnus parens de la poesía de la posguerra, quien se alejó de la poesía proletaria y revolucionaria hacia las áreas del alma para llegar a ser el poeta de sus dos o tres libros más hermosos.
Así que, después de unas discusiones apasionadas, nos pusimos de acuerdo en una acción contrawolkerina e inventamos el expresivo lema de batalla «¡Basta de Wolker!». No puedo dejar de advertir que Nezval no estaba demasiado entusiasmado con la acción, pero al final ya no protestaba. Y como en aquel tiempo no teníamos ninguna revista, informamos a Cerník, el redactor de la revista Pasmo, del grupo Devétsil de Brno. En el siguiente número apareció un comentario, no muy largo ni demasiado afortunado, bajo este lema; y empezó el escándalo. Más tarde apareció, creo que en la revista Hojas del arte y la crítica, un llamamiento de varios autores para salir del Devétsil. Entre ellos estaba Vilém Závada. Según me acuerdo, el contraataque que vino después, promovido por los partidarios de Wolker, se concentró sobre Závada, incluso adjudicándole a él la autoría de aquellas dos duras palabras. Injustamente. Las inventé yo. ¡Ya hace mucho tiempo de eso!
El culto de Wolker, naturalmente, continuó. Pero ya no nos importaba, porque, por lo menos en nuestra imaginación, teníamos despejado el camino. Y la generación de vanguardia, sobre la cual habla alguna gente joven de hoy como de una leyenda, no tardó en lograr el éxito en todos los campos: en la poesía, en el arte, en la música, en la arquitectura. Especialmente en esta última. Y también en la poesía.
Y si hace falta indicar algún nombre de generación para la historia del arte, creedme: fue la generación de Teige.
Si en este momento habéis oído un silencioso suspiro, no hagáis caso. Soy yo quien ha suspirado por la belleza de aquellos tiempos pasados, cuando éramos felices y no lo sabíamos.
Ahora ya lo sabemos.
11. El ramo de flores de Macha
Desde la calle U Ladronky donde vivo en Bfevnov hasta el Jardín Rosado, en el monte Petfín, hay un camino de campo. Antes caminaba por allí con el poeta Toman, que vivía cerca, cuando su corazón enfermo se lo permitía. El camino estaba irregularmente bordeado por matas de rosas silvestres. A Toman le gustaban mucho. A finales de mayo, cuando estaban en flor, ofrecían una vista muy hermosa. También le gustaba a Toman contemplar el paisaje por encima del humo del barrio de Smíchov, hacia Zbraslav y Ládvi, donde acababa el horizonte.