La guerra se extendía por el mundo progresivamente, pero con rapidez, y los alemanes estaban alarmantemente cerca de Moscú. Me acuerdo de un encuentro con el escritor Ladislav Khás que tuvo lugar por aquellas fechas. Acababa de asistir a una sesión de espiritismo en la que los iniciados se sentaron alrededor de la mesa para preguntar si los alemanes iban a tomar Moscú. La mesita, según me contó, escribió con letras grandes y desiguales una sola palabra: JAMÁS.
Praga se vio muy pronto invadida por las privaciones, la indigencia y el hambre.
Cierto día vino a verme Masek, con aire misterioso y emocionado. Se apresuró a comunicarme que un compañero suyo, dueño de una pequeña salazón de jamones, sita casi en el centro del Pequeño Berlín, como entonces llamábamos a unos bloques de viviendas próximas a la plaza Strossmayer de Holesovice, le había hecho una oferta excepcional. Fuimos a verlo en seguida y llegamos al comercio en el momento en que estaba sacando del fuego un trozo de carne salada que se le había caído del gancho. Nos cortó a cada uno una porción del trozo chamuscado, que acompañó con un pedazo de pan fresco. Desde entonces, no he vuelto a probar nunca un jamón tan bueno.
El dueño de la salazón nos propuso entonces un negocio bastante arriesgado en aquellos tiempos. Algo más tarde, se condenaba a muerte por hechos parecidos. Mediante una maquinación audaz había estafado a la administración alemana treinta y seis jamones recién elaborados. Quería vendérnoslos.
En aquel entonces, el jamón en Praga sólo era un hermoso recuerdo. Y allí, en las negras pértigas mugrientas, colgaban treinta y seis piezas, con gruesas lonas envolviendo su aroma. El industrial estaba esperando una revisión: los jamones debían desaparecer.
Rechazó resueltamente nuestro plan de transportarlos poco a poco en el tren eléctrico hasta la Casa del Pueblo. Nos iba a preparar dos grandes cestas de embutidos y la lona, para que en alguna parte nos procurásemos un carretón y nos lleváramos los jamones cuanto antes.
Masek encontró un forcaz. Él también vivía en Holesovice y tenía conocidos en todas partes. A altas horas de la noche sacó el jamón a las oscuras calles. Le ayudé a llevar las cestas por el edificio de la poligrafía, entonces vacío, hasta el andén de madera del patio. Llamamos al vigilante nocturno para que nos ayudase. Le dimos un poco de jamón. Así subimos felizmente la carga hasta mi cuarto.
Yo ocupaba el mismo cuarto donde otrora Marie Tilschova había redactado sus Flores multicolores. Estaba lleno de viejos muebles desvencijados. Por otra parte, tenía una situación bastante recóndita, al final del pasillo, detrás de los estantes con las colecciones anuales de Pravo lidu, por lo que yo soportaba gustoso los viejos trastos. Por la tarde había vaciado uno de los armarios oportunamente, había cubierto sus estantes con papel de periódico y almacenamos el jamón allí.
Di un jamón a Masek y me llevé otro a casa. Tuvimos que ir andando, porque los tranvías no funcionaban. Los jamones despedían un intenso olor.
Aquel producto fue exquisito, un auténtico jamón de Praga. Eran piezas más bien pequeñas, doradas y risueñas como señoritas. El armario estaba repleto de ellas y daba gusto abrirlo. Te inundaba una vaharada de olor. Cerré el armario, abrí la ventana en la fría noche y nos fuimos a casa.
Por la mañana, al llegar a la redacción, ya noté el olor en la escalera. Se nos había olvidado la mujer de la limpieza, que venía por las mañanas. Tenía que recibir un jamón. Era fácil que hubiese descubierto ya el olor, pero era una mujer de confianza.
Incluí el jamón repartido en el precio, me consolé a mí mismo y saqué el lápiz. Pero también el redactor jefe había descubierto el olor. Se asustó. Me ordenó tajantemente que los jamones desapareciesen antes de la noche. Le vendí uno. Luego, uno tras otro, acudieron otros redactores. Obviamente, no podíamos pesar el jamón, de modo que lo vendíamos por piezas. A cada una de las familias de los detenidos, Masek les llevó a casa un jamón gratis.
Me acordé también de la señora Necasova.
A ella y a su hija las había conocido un verano en Cachrov de Sumava, donde pasábamos nuestras vacaciones. La señora Necasova, una dama con apenas algunas canas, de rostro afable y simpático, y su hija, morena y de pelo negro, Veruska, una deliciosa flor fresca que rebosaba gracia femenina, vivían después de la fuga de Ñecas inmersas en una ansiedad harto fundada y no ocultaban sus temores.
En Cachrov pasamos con ellas unos días agradables. Por la noche, en la taberna, siempre había alguien que tocaba el piano y se bailaba. A veces, Veruska también bailaba. Cuando Masek llegó a casa de las dos mujeres, encontró en su puerta un sello de la Gestapo.
Las dos habían sido detenidas, y pronto, creo que aquel mismo año, fueron asesinadas. No quisiera ver la cara animal del que fue capaz de destruir la hermosa vida de aquella joven.
Hacia la noche, en el armario sólo quedaban tres jamones. El jefe compró uno más. Masek y yo nos quedamos con los dos últimos. Al día siguiente el armario estaba vacío y todos respiramos con alivio.
Me faltaba recoger el dinero a mis colegas de la redacción y pagar los jamones. Cuando lo reuní y lo conté, resultó que no me llegaba. Comprobé que, de dedicarme al comercio, habría fracasado. Así que, como dice Swinburne, «expresé en breves palabras mi gratitud a Dios, si es que está en alguna parte», porque al menos podía escribir poesía. Porque sabía escribir poesía mucho mejor que vender. Dicho sin circunloquios: contaba espantosamente. Nunca había sabido contar. Pero no me estoy vanagloriando de eso. Hoy es un defecto considerable.
Aquello me costó una paga mensual. ¡Era lo de menos! De todos modos no valorábamos el dinero del protectorado. Algunas personas lo habían pasado bien durante unos días. Yo entre ellos. Masek y sus hijos recordarían aquellos momentos con agradecimiento durante todos los años de la guerra. El viejo armario desvencijado, que yo abría a veces, siguió oliendo a jamones hasta medio año después.
Y todo eso lo tuvimos por aquel dinero.
80. Corrig von Hopp
Hace un tiempo turbio de día de los difuntos. El cielo es de un mate lechoso, como las ventanas de una consulta médica, para que se vea sólo un poco. El bajo sol luce húmedamente. El melancólico día no me deja rehuir los recuerdos. El cielo está lleno de ellos.
En el arenoso cementerio, entre tantos sepulcros, hay uno especial. Tendría que ir allí y detenerme ante él, agradecido. Por lo menos, en esa hora de recuerdos. Vilém Kostka fue un buen compañero mío. No sería justo que su nombre quedase borrado por el tiempo y cubierto de indiferencia. No se lo había merecido. Al menos, en aquellos días que vivimos juntos.
Originario de Kopidlen, sirvió durante la primera república en el departamento de información del estado mayor central. Cuando los invasores nazis disolvieron aquella unidad, el presidente del gobierno del protectorado general Elias destinó a Vilém Kostka al Ministerio de Enseñanza y Cultura encomendándole los cuidados del libro checo.
Los que ya no podían ponerse fuera del alcance de los uniformes negros de las SS y habían decidido, a pesar suyo, respirar el aire envenenado del protectorado, creo que recuerdan sin placer alguno aquel truculento baile de disfraces uniformados, aunque los días y las noches salpicados de sangre humana ya están muy lejos de nosotros.
Las armas no me habían interesado nunca en mi vida. El oficio de militar me era ajeno. No había estado en la guerra y, por tanto, no aprendí a matar. Tampoco soy de los que sólo reconocen esta clase de heroicidad. Y sin embargo, viví unos instantes en que envidié sinceramente a aquellos de los nuestros que habían escapado en su día y sostenían un arma en la mano. Qué conmovedor debió de ser para ellos el poder empuñar una pistola. Había esperanza y seguridad. Era un ala de la libertad, en medio de aquella mala época en que la sensación de estar inerme era desesperante.