Pero todo eso ha quedado muy lejos. Sólo permanecen unas inscripciones deslucidas -«Al agua», «Al jardín»- sobre las casas de Praga cuyas fachadas no han sido restauradas desde la guerra. Y luego, claro, el dolor y la tristeza de los que han enterrado a sus muertos en aquel pardo vendaval.
Antes de que Kostka ocupara su puesto en la oficina en el Ministerio de Enseñanza y Cultura, fue nombrado como jefe de la sección de la supervisión de la Prensa el doctor Augustin Hopp, un alemán de Praga que durante la primera república había trabajado como redactor de Prager Presse. Aquello fue bueno y malo al mismo tiempo. Lo bueno era que Hopp no pertenecía a los enemigos empedernidos de todo lo checo y su espíritu alemán estaba pulido por el ambiente checo. No era buena, evidentemente, aquella circunstancia de que Hopp entendiese los asuntos checos. Tanto más difícil sería engañarlo.
A veces también se acuerda del bueno de Kostka Bohumil Novák, que lo conoció más tiempo y fue su amigo. Tengo prisa por cederle la palabra. Que hable él.
Se encontró por primera vez con Vilém Kostka todavía en el verano de 1940, cuando, como redactor de la editorial de Frantisek Borovy, tenía que negociar la continuidad de La edición del Diccionario de Vásov-Trávnícek. Pero su amistad se inició más tarde, cuando coincidieron varias veces en un tren. Novák vivía en Hofátva, cerca de Nymburk; y Kostka, en su Kopidlen natal. Era la misma línea. Allí se les brindaba una ocasión mucho mejor para conocerse que en la oficina de Kostka. Kostka despertó en seguida su interés con su conocimiento de la cultura checa, afición rara en un militar. Sobre todo, era un buen conocedor de las modernas artes plásticas checas. Le apasionaba Tichy, le gustaban Jan Zrzavy, Josef Capek, y Svolinsky. Y también conocía la nueva poesía checa. Había leído a Hora, a Halas, a Nezval y a Hrubín. Sabía sobre sus libros más de lo que se podía esperar de un lector corriente. Novák comprendió muy pronto que Kostka era buena persona y un verdadero checo. Su información y sus intereses le guiaron luego en su trabajo, a primera vista feo. En su oficina de la calle Vorsilská, trasladada más tarde al palacio de Valdstejn, hablaba de libros, autores y editoriales, permitía a Novák conocer su trabajo sin ocultarle nada y le tenía al corriente de sus problemas. Que lo eran todo, menos leves.
Sería una pena desperdiciar esta ocasión y no mencionar la historia de un libro de Vlastimil Rada: Hostal La mesa de piedra. Con él se ofreció una oportunidad para poner a prueba el carácter de Kostka.
En otoño de 1940, Kostka citó a Novák a su oficina. Un anónimo le había advertido que el libro no era de Rada, sino que Rada estaba encubriendo a su autor verdadero, Kareí Polácek, un judío, que no se atrevía a publicar su libro en la época del protectorado.
Y entonces se mantuvo entre Kostka y Novák la siguiente conversación:
– Mire usted, Novák, alguien me ha advertido (y al parecer ese alguien pertenece al entorno de su algo incauto jefe) que van ustedes a publicar una novela de Polácek y que la ha firmado el pintor Vlastimil Rada. He leído el manuscrito y le voy a decir abiertamente que, si lo ha escrito Rada, no ha hecho más que plagiar a Polácek en todo. Cuando me diga que lo ha escrito Polácek, tendrá el permiso en su bolsillo. Si se empeña en afirmar que el autor es Rada, no daré el permiso para el libro, convocaré a Rada y le diré que haga el favor de renunciar al plagio, si no quiere avergonzarse luego.
Novák, cauteloso, inquirió por qué le importaba tanto saber el autor: Polácek o Rada.
– Me importa, porque no quiero aparecer ante sus ojos como un simple que no ha reconocido a Polácek y ha caído en la trampa tan fácilmente. Y si, por cualquier casualidad, no saliese y me amenazase con el despido, no pienso defenderme con ayuda de la verdad que me sea conocida, sino que inventaré una mentira que presentaré a la Gestapo de tal manera que será más verdadera que la propia verdad. Y si, pese a todo, me despidieran, ¡quiero saber por qué!
Después de escuchar aquellas persuasivas palabras, Novák confesó la verdad y se marchó llevándose, además del permiso para la novela, una feliz convicción de que no se había equivocado y de que Kostka era un hombre justo.
En 1940 salieron dos nuevos libros de poesía: El torso de la esperanza de Halas y mi selección Las luces apagadas. ¡Luces apagadas! Estas dos palabras eran un grito de alarma que resonaba en las calles de Praga desde los primeros días en que se introdujo el oscurecimiento.
Del libro de Halas no fueron eliminados ni siquiera sus hermosos y apasionados poemas antinazis sobre Praga. Aunque el censor los había tachado, Kostka anuló su intervención. Tampoco desapareció un solo verso de mi libro, que el lápiz rojo marcó en algunos sitios. Allí quedó el poema sobre la movilización de septiembre, junto con unos versos demasiado claros acerca de nuestro destino. Y por cierto: los dos libros aparecieron más tarde en una edición nueva, sin permiso oficial, pero con el silencioso beneplácito de Kostka.
Sería mucho mejor que hablase de los libros de mis amigos, los de Hora, Holán, Halas y Nezval. Tengo miedo de que me reprochen ambiciones vanidosas. Y me gustaría que no se relacionase conmigo esta desagradable propiedad. Desde luego, yo no estaba muy al tanto de las intervenciones de la censura en los textos. Pero sé a ciencia cierta que, en cuanto a sus libros, Kostka no cambió su modo de actuar. Anuló las tachaduras de la censura y los libros salieron tal como sus autores los habían escrito, aunque eran libros que en su mayor parte iban dirigidos contra los acontecimientos de aquellos días. A veces de forma velada, a veces velada sólo a medias y las más de las veces completamente abierta.
En mi libro, el censor tachó estos versos transparentes:
Así pues, Kostka, autorizó estos versos y en la licencia tachó «Bewilligt-nein» y puso: «Bewilligt-ja». La licencia llevaba una firma: Corrig von Hopp. Desde luego, era él mismo quien había firmado por von Hopp. Sabía reproducir aquella firma magistralmente y la utilizaba con frecuencia. El censor tachó numerosos versos en El abanico de Bozena Némcová. Pero en vez de continuar la lista, aprovecharé la ocasión para explicar cómo fueron creados este libro y el de Halas, Nuestra señora Bozena Némcova. Surgieron del mismo impulso, dedicados a un tema común, pero sin que el uno supiera del libro del otro. Aquel año se iba a celebrar el aniversario de Bozena Némcova; habían transcurrido ciento veinte años desde su nacimiento. Ruda Jílovsky, después de marchase a Fürthov el jefe de la editorial, Frantisek Borovy, encontró en su caja fuerte una carpeta con casi una veintena de dibujos en colores para La abuelita de Petr Dillinger y trató de convencerme para que escribiese unos versos para ellos, porque pensaba publicar el libro en el aniversario. Yo no tenía muchas ganas de hacer aquel trabajo. No le dejé convencerme, pero le propuse escribir un largo poema dedicado a Némcova. Lo aceptó gustoso y llevó los dibujos a Halas. Se reprodujo allí la misma escena. Halas accedió a escribir un ciclo de poemas sobre Bozena Némcova. No hablamos con Halas sobre nuestro compromiso, movidos por la creencia de que no se debe hablar antes de tiempo de los planes creativos para que no se malogren. Jílovsky también guardó silencio, así que no nos dijimos nada hasta que sobre la mesa del director se encontraron ambos manuscritos, y los dos nos desternillamos de risa. No se trataba de un concurso, como se escribió entonces en alguna parte.