También Bartos se dedicaba a las ciencias ocultas, pero tenía un estilo superior. También él sabía leer la mano y descifrar los horóscopos. Le dejé a Nezval ver el horóscopo que me había hecho Bartos, y Nezval quedó fascinado. La admirable personalidad de Bartos, original y sutil, le cautivó. Dejando aparte su mente materialista, Nezval aprendió lo más fácil de la lectura de la mano. Sobre todo, le fue útil para tratar a las chicas que le interesaban. Pero también tuvo paciencia para estudiar los complicados cálculos de los horóscopos. Había vaticinado que moriría en las pascuas de la Semana Santa. Y no se equivocó.
En aquellos años de mi juventud yo estaba trabajando en la Editorial comunista. Mi cargo de redacción y de propaganda consistía en ayudar donde fuese necesario. Así, sobre mi mesa aterrizaba a diario todo el correo.
Un día llegó a mis manos una tarjeta postal que un aficionado de provincia dirigía a nuestro departamento de ventas. Pedía para su agrupación dos libros de teatro y escribía:
Envíenme un libro de comedias, algo alegre y divertido. Para otro espectáculo, además, un libro bien triste, algo triste.
Cito el pedido con precisión, pero he distribuido las frases en versos deliberadamente. Invitan a hacerlo. El mismo día enseñé la tarjeta a Nezval. Estaba entusiasmado. Tenía que regalarle la tarjeta. Estaba decidido a utilizarla:
– Te daré por ella una botella de vino.
Se la dejé. Sabía que lo iba a olvidar. Y lo olvidó. Por entonces, él tenía dificultades para ganar dinero. Pero los versos sí los utilizó bajo su nombre y los imprimió en un libro.
Desde aquella simpática época de nuestra juventud han transcurrido treinta años largos. En aquellos tiempos nos alejamos y volvimos a acercarnos repetidas veces, aunque nuestra amistad ya nunca fue tan cordial como al principio. La gente se une y se desune, dice Macha en sus memorias. El surrealismo no me atraía. Después de dejar gloriosamente este movimiento, que el propio Nezval gloriosamente había fundado, a veces venía a verme. Había perdido a muchos de sus amigos. También me trajo su último libro, Los azulejos y las ciudades. Cuando estaba escribiendo una dedicatoria sobre su portada, de repente apartó los ojos de la página y me sonrió:
– Te debo una botella de vino.
Luego cogió su cartera y sacó de ella una botella de borgoña. Se quedó mirándola con seriedad un instante, como si desde su promesa no hubieran pasado tres décadas. Y de pronto los dos nos echamos a reír estrepitosamente.
Tuvieron que transcurrir unos meses antes que pudiera visitar su tumba en el cementerio de Vysehrad, al lado de la del poeta Nebesky. Había allí un busto de Nezval, obra del escultor Svec. Cuando lo vi, se me cortó la respiración. Nezval, entornando los ojos, está mirando hacia alguna parte, a alguien, y una leve sonrisa ilumina su rostro. Yo conocía muy bien aquella mirada suya.
Asumía esta expresión cuando estaba recitando sus poesías. Así miraba cuando hablaba a las mujeres y se proponía obtener de sus ojos el amoroso gesto de aprobación.
Y, por supuesto, aquélla era la sonrisa del instante en que estaba contando un picante chiste erótico.
No sabía contar los chistes.
82. El pintor y la muerte
Hace mucho tiempo ya alguien declaró que en París se puede vivir hasta sólo del aire. Yo no lo he intentado; pero, por lo visto, es perfectamente posible en aquella hermosa ciudad. El pintor Alen Divis añadía a eso que allí también se podía vivir del perfume de las rosas y del canto de los pájaros del Jardín de Luxemburgo. Y podéis creérselo. Él lo intentó.
Años antes de la guerra, el pintor Divis aborreció Praga y, con las manos y el bolsillo vacíos, se marchó a París. Se encontró entre miles de pintores de todo el mundo que allí, con diverso éxito, intentaban pintar y vivir del aire. Los que conocieron a Divis durante aquellos años de París, no recuerdan qué era lo que pintaba entonces. Algunos dicen que nada. Tampoco él hablaba nunca de eso. ¿De qué se mantenía vivo entonces? Pues, claro está, del aire.
No obstante, cada mañana se apresuraba a acercarse al mercado parisién en el momento en que los vendedores se deshacían de todos los excedentes no vendidos y marchitos de verduras u otros alimentos que ya no se podía vender. Con aquellos desechos, decía, se podía saciar el hambre de maravilla y así engañar, más o menos, el estómago. Es el aire de París. Aunque a veces resulta difícil. Yo mismo estuve en Les Halles. Allí había muchos como él. A veces encontraba a Frantisek Tichy en aquel lugar.
Ni siquiera sus primeras necesidades le preocupaban mucho. Despreciaba la moda taxativamente. A veces no llevaba ni calcetines ni ropa interior. Se ponía el pantalón y la chaqueta sobre el cuerpo desnudo.
Bromeaba sobre aquel modo de vestirse. Sostenía que así iban ataviadas también las modelos en un café de Montparnasse para no tener que ponerse la ropa cuando bajaban del estudio a tomarse un café solo. Las ricas americanas las imitaban gustosamente y se sentaban allí, a su lado, también desnudas, aunque, en cambio, con caros abrigos de piel.
Por añadidura, Divis llevaba siempre, impenitente, un duro abrigo negro que él llamaba chilaba.
Llevaba a su estudio los desperdicios de alimentos que conseguía recoger. La cueva donde dormía y trabajaba recibía el nombre de estudio sin justificación alguna. No estoy inventando nada; lo decía él mismo. A pesar de su mísera organización, consiguió hacerse con un hornillo. Desde luego, aquello era todo un lujo, pues los demás se lo comían todo, hambrientos, en el sitio.
Viva el arte culinario, una de las grandes artes de Francia que hizo tan famoso al señor Savarin.
La guerra puso fin a ese duro idilio. Junto con otros checos que por entonces vivían en París, Alen Divis fue detenido y encarcelado en La Santé, prisión famosa también en la literatura francesa. Junto con él estuvieron allí Adolf Hoffmeister y Antonin Pele.
¡Viva Francia, viva la amistad entre Checoslovaquia y Francia!
Desde La Santé los llevaron al campo de concentración de Martinica, de donde consiguieron escapar; así que, al comienzo de la guerra, los tres llegaron a América. Pero no me contó mucho sobre aquel camino.
En Nueva York, gracias a los checos allí residentes, Divis vivió toda la guerra. Volvió a pintar y al final obtuvo éxito.
La amarga experiencia de La Santé no había pasado en vano para él. Pintó para los americanos unos óleos pequeños en los que rememoraba las paredes de la cárcel de París. Sobre aquellas paredes estaban trazados y grabados los dibujos más variados. Había allí horcas, rostros de los guardianes, mujeres desnudas, toda clase de inscripciones, monogramas y símbolos, así como esbozos del sexo de mujer. Pintados al óleo y sobre un lienzo, aquellos dibujos resultaron curiosos y la ocurrencia del pintor de elegir un temario tan insólito tuvo éxito. Parece que Divis vendió en América un número apreciable de aquellas pinturas. Al menos, él así lo sostenía.
Cuando la guerra terminó, dio las gracias, tras una breve vacilación, a la Estatua de la Libertad por su hospitalidad y regresó; pero no a París, sino a casa, a Praga. Digo a casa. No tenía aquí casa alguna; se vio obligado a buscarla. Fue entonces cuando lo conocí. En el estudio de Jan Bauch, en Bubenec. Ya a primera vista, Divis era un hombre simpático, afable, de complexión nada frágil… ¿Cómo, si no, habría aguantado tanto y salido de todo sano y salvo?