Выбрать главу

Me invitó a su estudio de la calle Plynárná en Holesovice. El estudio estaba situado en un destartalado inmueble de suburbio. Igual de destartalado y pobre era su mobiliario. Pero aquél sí era un estudio. ¡Tenía una lucerna en el techo! Las dos cajas sobre las que dormía estaban cubiertas con mantas; en el centro había un caballete de pintor, con un abrigo y un impermeable colgados encima, y en el suelo, debajo del caballete, se veían una paleta y un pincelero. Todo muy familiar.

Pero sobre la desvencijada mesa había una botella de procedencia extranjera, el vino a cuyo sabor nos habíamos desacostumbrado durante la guerra, y unas raras golosinas extranjeras, casi desconocidas en nuestro país. Una caja de higos, queso francés y una lata de langosta. Unas cosas procedían de sus reservas, otras se las enviaban sus amigos de USA.

Después de regresar, apenas se hubo establecido, reanudó su trabajo. Pintó unos cuadros más de La Santé, luego dibujó trece bocetos en color para Las camisas de boda de Erben. Adolf Hoffmeister le organizó una exposición en la sala de la plaza de San Wenceslao de Melantris. La exposición no fue grande, pero todos los cuadros se vendieron. Dediqué a su exposición un poema.

Las ilustraciones en color al poema de Erben fue lo mejor que en aquellos años salió de su mano. Más tarde la editorial Vysehrad publicó los dibujos y el texto poético, presentados con un bello diseño de Frantisek Tichy. No obstante, el pintor se quejó diciendo que las reproducciones no eran fieles. Estaban impresas en offset y, por aquellas fechas, después de la guerra, las tintas no eran de la mejor calidad. Pero aun así, la publicación tuvo éxito y se agotó en seguida.

Vladimír Holán quedó hechizado con los dibujos. Al final, el entusiasmo le llevó a la conclusión de que el texto de Erben estaba por debajo de la calidad de los dibujos. Aunque también a mí me encantaban aquellas ilustraciones, creo que Holán las había sobrevalorado.

Al parecer, la balada de Erben condujo a Divis hacia el luctuoso ámbito de la destrucción humana y de la muerte. Empezó a pintar la Muerte. La pintaba con parcialidad, como otros pintores hacen retratos a sus queridas.

Entré en su estudio y desde la pared me miraron las cuencas vacías de unas calaveras humanas. Acto seguido me regaló un dibujo a carbón. Representaba huesos de hombre y una calavera, como si hubieran sido excavados de un campo de batalla. En casa fui cobrando hábito y confianza con aquel dibujo.

El poema que improvisé para su exposición tiene su historia pictográfica. Más bien inusual. El poema no era nada del otro mundo, y no lo estoy diciendo por modestia. Que yo sepa, sólo gustó a dos personas. Al propio pintor y a un funcionario del departamento de Cultura de la embajada americana que sabía bastante bien el checo y compró uno de los dibujos de Divis al carbón. Representaba un frágil cráneo de mujer y su nuevo propietario estaba convencido de que la calavera sonreía dulcemente. Tuve que copiar mi poema con tinta china y lo hice de mala gana y a pesar mío. De aquellos versos mediocres, sólo a título de curiosidad cito dos estrofas.

Un pintor puede pintar hasta con el lodo, con el lodo de un sepulcro o cualquier otro. Puede dibujar con las tinieblas y cenizas aquello que vio en un sueño sin dormir. Pintor, pintor, pintor por vez tercera, pinta también con humo de velas apagadas con un color para el que un poeta carece de palabras: el de la quietud azul, la quietud de terciopelo.

Pero no me arrepentí. El americano me envió una botella del entonces raro whisky y dos cartones de Camel.

Cierto día estaba sentado con Divis en su estudio, en unas sillas más bien desvencijadas; pero, en cambio, delante de dos botellas del estupendo vino de Burdeos. Era un vino espeso y, al mismo tiempo, sedoso. Su insólito sabor tardaba mucho en desprenderse de la lengua. Entonces, alguien llamó.

Era una buena compañera suya, la escultora Hedvika Z. Había llegado en moto desde un pueblo de las cercanías de Praga. Llevaba la moto como si estuviera haciendo carreras. Y a la espalda traía un saco grande y pesado.

– Alen, trae un trozo de papel, voy a sacar esto -le dijo. Bajó el saco del hombro y lo volcó. Eran cráneos humanos, huesos de toda clase y las inevitables mandíbulas llenas de dientes. Todo estaba manchado todavía de lodo húmedo.

»Me lo dio el sepulturero del pueblo. Estaban removiendo una parte del viejo cementerio.

Divis exultaba. Hasta entonces había dibujado sus naturalezas muertas tan muertas mirando las frías y muertas fotografías. Ahora disponía de modelos adecuados. ¡Y qué bellos y pacientes!

¡Viva el pintor Alen Divis! Desafortunadamente, este vítor llega retrasado. Murió en el hospital de Motol. Antes íbamos allí a coger las violetas que crecían junto a su tapia.

Ya no crecen.

Sufrió un infarto. No era grave, todo podía haber terminado bien. Pero le mató su propia bondad.

A su lado había un enfermo grave. De los que no se levantan, como dicen las enfermeras. El enfermo se despertó por la noche y llamó a la enfermera. Quizás el timbre no funcionaba, quizás la enfermera estaba ocupada en otra parte… La estuvo llamando en vano; la enfermera no venía. El enfermo se lamentaba a voz en cuello. Divis, que se despertó, bajó de la cama, cogió a su vecino en brazos y lo llevó al lavabo. Luego lo trajo de vuelta, lo acostó y se echó él mismo, muy tranquilo. Antes del amanecer estaba muerto.

Recuerdo su estudio. Tenía entonces sobre la mesa un grueso cirio pegado sobre un tarro de compota vuelto boca abajo; a su lado había una botella de vino medio vacía y un bote de mostaza.

¿Qué hicieron sus amigos con el saco de cráneos y huesos, amontonados en un rincón de su estudio triste y vacío? No tengo la menor idea.

83. Manzanas chinas a la provenzal

(Y la felicitación de Jan Zrzavy para su octogésimo aniversario)

Junto a la Nueva Escalinata del castillo y las antiguas tabernas de Praga, cerca del Hrad de Praga había unas casas del siglo dieciséis. La escultora Hana Wichterova se compró una de ellas, en la que vive y trabaja el pintor Jan Zrzavy. Ocupaba un pequeño piso de la segunda planta. Sus escaleras se habían desgaseado tanto hacía tiempo que andar por ellas daba vértigo. En el más grande de los dos cuartos el pintor había organizado un modesto estudio.

Durante años había vivido en Bubenci. Tenía allí un hermoso piso moderno en una casa nueva cuyas ventanas daban a Stromovka. Pero no estaba satisfecho. Echaba de menos la vieja Praga. Dejó de buena gana la necesaria comodidad y se trasladó a aquella casa vieja.

Desde las dos ventanas más pequeñas del estudio se veían los tejados del palacio de Thunov, Mala Strana y Petfín. Aunque el panorama que se divisaba desde allí era espléndido, uno no podía evitar el recuerdo de los estudios de lo más alto de los modernos edificios de Praga, espaciosos, lujosos y, sobre todo, inundados de sol y de blanca luz. La casa de Zrzavy no era precisamente oscura, pero allí apenas había luz. El pintor estaba contento. Vivía allí apaciblemente.

En una de mis visitas me llegó desde la cocina un olor fuerte y agradable. Un olor desconocido de un plato desconocido.

– He estado haciendo las manzanas chinas como las preparan en Provenza. Son muy buenas. Le daré la receta. Me marcho a Benátky. Acabo de escribir a los capuchinos de allá. Me hospedo con ellos. Quiero pintar Benátky una vez más.