Callemos por unos minutos. Marie está recordando.
Ella y Wagner vivieron en aquel rincón del bosque sólo durante unos años, antes de la guerra. Fueron unos años felices. En verano, a primeras horas de la mañana, cuando en lontananza las liebres mordisqueaban los suculentos tréboles y desde los árboles caía un rocío semejante a una tibia lluvia perfumada, se ponían las botas altas y se iban a coger setas. Al volver, marchaban juntos a una aldea cercana, a hacer la compra. Regresaban con una hogaza de pan de cinco kilos, una leche espesa y una bola de mantequilla envuelta en hojas de repollo. El sol calentaba ya cuando Josef se ponía a trabajar. Había que ver con cuánta alegría se escupía en las manos y con cuánto regocijo daba los primeros golpes en la piedra que él mismo había picado en una cantera cercana. Sí, aquélla iba a ser La Poesía , una escultura sorprendentemente hermosa que tiene las sienes ceñidas con una corona de laurel. En la estatua lo monumental se alia a una pasión que tarda en ser correspondida. Estaba allí, tendida sobre el musgo, bajo el sol del mediodía y llena aún de polvo. Josef, feliz y contento con su obra, todo él sucio todavía, comenzaba a acariciar y a limpiar la estatua.
– ¡Usted mismo debe de conocer esta alegría, esa satisfacción, cuando un poema le ha salido y se levanta de la mesa!
A todo esto, un poco de la inevitable prosa: ¡en la cocina huele a rollos de seta! ¿Qué más se puede desear?
En la frondosa hierba, a pocos pasos de aquí, todavía pueden verse hoy los restos de los cimientos. Junto a ellos florecen los dientes de león, el único oro que ha quedado de aquellos tiempos.
Los recuerdos encienden en los ojos de la mujer de Wagner un brillo que sólo conocen ios ojos de las jóvenes que acaban de saborear la primera felicidad de su vida.
A veces también invitaban a Belén a sus amigos de Praga, a los escultores y pintores de Mainz, y se entablaban unas conversaciones animadas y alegres sobre arte, unas conversaciones que no terminaban nunca. Eran unos minutos sin los cuales aquella felicidad no habría sido completa.
En invierno, el matrimonio Wagner iba al bosque a buscar leña. En algunos troncos, Josef tallaba pequeños torsos, que no tuvieron tiempo de sacar cuando empezó la ocupación. Después de la guerra encontraron la cabaña saqueada y destruida. Sobre la puerta desfondada estaba escrita con lápiz una palabra soez en alemán. Ya no volvieron a construir la cabaña de nuevo y, con la pena en el corazón, dijeron adiós al hermoso idilio del Belén.
Wagner fue luego profesor de la Escuela de Artes Plásticas y empezó a trabajar en sus monumentos, el de Smetana y el de Vrchlicky, después de ganar los dos concursos. No obstante, todo se hacía cada vez más difícil, y poco a poco se iba acercando el final prematuro y lamentable de su vida.
A comienzos de marzo de 1976 llegaron a Horice algunos de los antiguos alumnos del profesor Wagner para conmemorar en su tierra natal, junto a su tumba, un setenta y cinco aniversario al que no había llegado. Traían varias decenas de cartas que habían escrito a Wagner sus alumnos y que pusieron en una caja de latón sobre cuya tapa estaba grasada un ala. Adjuntaron a las cartas las fotografías de sus nuevas obras. También están allí las fotografías de los que murieron durante aquellos veinte años. Ya son varios.
En las cartas recuerdan a su excepcional preceptor; de hecho, es un solo canto cantado a coro, un canto compuesto casi de las mismas palabras y de la misma melodía apasionada. Wagner quería a sus alumnos y ellos le querían a él. Así surgió una unión que no se puede olvidar en la vida. Todas las cartas hablan de respeto y de reconocimiento, todos sus autores expresan su sincera gratitud y hablan con amor de su legado. Se me permitió echar un vistazo a aquellas cartas. Las leí completamente absorto y me conmovieron hondamente.
«En aquella época de expectativas y de confianza (corría el año 1945) tuvimos la buena suerte de que nuestro profesor de la escuela fuese Josef Wagner, escultor cuya obra estaba armoniosamente complementada por su comportamiento humano, y la una y el otro nos formaban con su ejemplo», escribe Milos Chlupác en la nota preliminar.
«Me siento feliz de haber podido dar mis primeros pasos como escultor guiado por el profesor Wagner», empieza su carta otro de sus alumnos. Y esta idea, expresada con otras palabras, se repite en la mayor parte de los escritos.
La escultora Zorka Soukupova-Kofánova narra una escena hermosa, llena de elocuente calor humano.
Wagner no quería que sus auxiliares interviniesen en el trabajo de sus alumnos, a no ser en forma de consejo. Cuando la joven escultora estaba trabajando en la estatua de un hombre de pie, una pierna no acababa de salirle. El auxiliar Malejovsky se dio cuenta de su desesperación, le corrigió y le terminó la pierna. «Me tocó la pierna», dice la autora, divertida. El profesor vino a ver los trabajos. «Algo falla en esta pierna, no le ha salido.» La escultora que, como ella misma reconoce, a menudo habla sin pensar y lo cuenta todo, le soltó: «Me la hizo justamente el señor auxiliar Malejovsky.» El profesor se calló y sus ojos se humedecieron. ¿Qué habría hecho cualquier otro en su lugar? Reñir a la alumna y explicarse con el auxiliar. Pero el profesor se apartó y lo sufrió todo en soledad.
La escultora Eva Kmentova vivió en la escuela un minuto perentorio: cuando una vez estaba en el estudio viendo trabajar a Wagner, algo infinitamente significativo y esencial se le reveló para toda su vida. No, no sabe describir aquella escena con exactitud. Sólo sabe que fue una extraordinaria felicidad unida a cierta magnificencia que llenaron todo el espacio exterior y el de su alma. Jamás podrá olvidarlo. Está convencida de que su vida sería distinta, si no hubiera vivido aquel momento.
Confieso que no me cuesta creerle. He vivido algo semejante. No, no pretendo afirmar que comprenda el arte escultórico. Pero después de vivir cierto minuto en el estudio de Wagner, puedo decir ahora que sé de qué se trata.
Los alumnos depositaron sobre su sepulcro coronas y ramos de flores. La cinta de una de las coronas llevaba la inscripción: «Por el legado a la poesía.»
Estoy mirando los Torsos de Wagner. Son un Torso erguido sobre un pedrusco, un Torso volando y, quizá el más hermoso de todos, el Torso tumbado. Sin recurrir a efectos escultóricos baratos y atrayentes, sólo a fuerza de parcos aciertos del cincel sobre la madera o la piedra, el escultor despertó la materia muerta a la vida para que la perfección de su obra perdurase mucho tiempo. Estos torsos llaman mi atención. Entre su extensa obra amo y admiro las esculturas de las jóvenes, su Primavera, su Arte, su hermoso Lauro y, sobre todo, su Tierra, cuyo rostro y amable gesto han robado mi corazón. Me dan ganas de sentarme frente a aquella estatua y quedarme mirando largamente su oscuro esplendor, su ademán, su semblante inspirado. ¡Qué hermosa es la vida humana mientras pueden aparecer ante nuestros ojos esculturas semejantes!