Fui a Kralupy, como cada año, en víspera de las fiestas navideñas. Es una época deliciosa, sobre todo cuando el invierno se ha dejado notar ya un poco, y está nevando, y la luz de los escaparates resplandece en medio de la nevisca. En aquella época me gustaba estar cerca de los muertos. Allí están todos los que antes estuvieron próximos a mí y a quienes yo quería de verdad. Están todos juntos, y se me antoja que me están mirando con sus ojos vacíos, y yo les sonrío. ¿Cómo estáis, queridos? ¡Ya sé que es una tontería! Hace mucho que están muertos, pero todavía pueden despertar muchos recuerdos maravillosos y agradables. Sobre todo, en los días navideños.
A veces se me ocurre pensar en la fuerza que posee el pasado, sobre todo el reciente o no demasiado lejano. Nos absorbe, nos arrastra hacia él, hacia esa profundidad cercana del tiempo que, con demasiada frecuencia, se nos presenta como más hermosa y más festiva. Aun cuando no sea verdad. En balde imploramos y suplicamos en nuestro interior su reaparición en el presente, en balde repasamos los errores, los fallos y las vilezas patentes del día de ayer. El presente se nos antoja demasiado vulgar, escueto, indeseable y evidente. Nos gusta sentarnos alrededor de la mesa en que se sentaban nuestros padres y abuelos, nos gusta beber en las viejas tazas y copas, con las que ellos habían bebido, y miramos con curiosidad por las ventanas por las que ellos también habían mirado, y quisiéramos descubrir en ellas el movimiento de sus abrigos o el ondular de unos antiguos vestidos floreados. Como si pudiéramos entrever en ello algo de nuestra felicidad pasada. A menudo recuerdo los macizos vasos aristados para el té. Eran cómodos para beber y se podía calentar sobre ellos los dedos entumecidos de frío. Y en este instante me pregunto si somos nosotros los que volvemos a nuestros muertos, o si son ellos quienes vienen a visitarnos. Hace mucho que no veo aquellos vasos de té.
Cuando llegué a Kralupy por Navidad, llamé a la familiar puerta y la puerta se abrió y me envolvió en un aroma conocido. Sobre una bandeja del horno había ocho hermosos panes navideños. Cada uno idéntico al otro, todos perfectamente iguales. Todos dorados y cubiertos con un velo de azúcar de lustre incrustado con las piedras preciosas de unas almendras trituradas. Eran para las tres hijas que estaban en Praga. La cuarta se había quedado en casa, estaba enferma y no se casó nunca. Pero mandaba sobre toda la familia, con una cariñosa adustez. Sobre mí también. Me inspiraba un auténtico temor. Yo tenía, y sigo teniendo todavía, una letra infame, y durante todas las vacaciones me obligaba a escribir vanas páginas dianas en un cuaderno, para quebrar la mano, como se decía entonces. En aquella época, una letra bonita no era nada despreciable. Las máquinas de escribir no existían aún, todo se escribía a mano y para un empleo de oficina se admitía sólo a aquellos que tenían una letra bonita y elegante. Mis esfuerzos fueron infructuosos. No me salía. Mi tía estaba desesperada, y yo también.
Aquel histórico año cuarenta y cinco, en cuanto salí del edificio de la estación de Kralupy y di unos pasos por las calles, reconocí que la sombra de la catástrofe de marzo se cernía aún sobre la ciudad. Me pareció similar a un paciente gravemente herido al que las enfermeras están lavando y preparando para ir a la cama. En Praga, los escaparates estaban ya iluminados y las calles llenas de gente. Las de Kralupy estaban oscuras y casi desiertas. Nada recordaba en ninguna parte las entrañables fiestas. Como si el viento estuviera barriendo en los cruces, en lugar de la basura, el llanto, las lágrimas y los suspiros. Uno iba pisando recuerdos tristes y feos por todas partes. Al volver del cementerio, fui de unas ruinas a otras, de un descampado a otro, reconstruyendo en mi interior los edificios que allí habían estado. Conocía sus antiguas fachadas casi íntimamente y también había conocido a la mayor parte de la gente que los habitaba. Casi todas las ruinas estaban ya desescombradas; pero los descampados, vacíos y tétricos, daban pena. Fui a ver las tres casas en que habíamos vivido. No nos mudábamos de una a otra por variar, sino buscando un alquiler mas bajo. Los tres pisos eran espaciosos y, a su modo, bonitos. Sobre todo, claro está, me acuerdo del tercero, que estaba en el edificio de Correos. Allí vivimos más tiempo. La segunda casa, Jutersky, la encontré bastante desconchada. Pero no fueron las veloces bombas las que habían dejado su fachada tan desportillada, sino, paulatinamente, el paso del tiempo.
En aquella casa viví horas amargas. Una vez, a medianoche, en su patio estalló un incendio. Estaba ardiendo una industria de carnicería y salazón. Junto a ella había un cobertizo donde se guardaban toneles de gasolina. Al cabo de un rato llegaron los bomberos. Y resonaron sus gritos. No conseguían abrir la pesada puerta de roble. El miedo me asaltó. Me acordé de que aquella tarde, mientras daba vueltas por el patio, metí en el ojo de la cerradura un botón de hojalata de mi pantalón, pero no pude sacarlo y allí lo dejé. Al final, después de nuevos esfuerzos, lograron desfondar la puerta y así pudieron llegar hasta la casa y extender la manguera. El incendio fue apagado en seguida, pero ya en el último momento. El cobertizo empezaba a arder y las llamas hacían imposible sacar los toneles. Todo terminó bien, pero hasta el amanecer estuve sentado en la cama; me castañeteaban los dientes y el corazón me latía en las sienes.
Debo confesar que fue la primera vez que yo huí de Kralupy cobardemente. Sólo al pisar el andén, sentí un alivio. Como si de un solo salto me hubiera puesto a salvo de algo penoso y exasperante. No sabía cuándo iba a salir un tren para Praga. Todavía no había un horario de trenes exacto. Por añadidura, el tren de Podmokly llevaba un retraso de una hora. Caminé arriba y abajo por el andén, como antaño, cuando se desplazaba allí el paseo popular del atardecer. Los domingos se paseaba por la plaza, pero los días de la semana se hacía, de forma irregular, por el andén de Kralupy. Quizás porque en el andén siempre pasaba algo, la gente llegaba y se marchaba, las locomotoras silbaban y los trenes de mercancías hacían maniobras. Allí había más movimiento que en las quietas calles. Aquel andén recordaba la columnata de Marienbad. Pero era pobre y más triste. A veces había mucho humo; pero de tarde en tarde soplaba un vientecillo fresco que disipaba el humo y se notaba el olor del monte que había enfrente.
Cuando, de niño, bajaba en el andén de la estación de Kralupy, me echaba a llorar de alegría. Y al marchar, me caían unas lágrimas de tristeza.
Flotando desde alguna parte de las cercanías de Melmk, se reunían sobre Kralupy unos pesados nubarrones negros, cargados de nieve.
Había dado varias vueltas arriba y abajo, cuando de pronto una mujer desconocida me cortó el paso. Me obligó a detenerme con una sola sonrisa.
– ¿Ya no se acuerda de mí?. -La miré en la cara, todavía apreciablemente bella, pero ya marcada por el sufrimiento y por los años, y se me escapó súbitamente:
– ¡Elsicka!
Con una gran alegría me tendió las dos manos:
– Es estupendo que aún me haya reconocido. Ya ni mis amigos saben quién soy. Yo le conocí en seguida. Quizás no he envejecido tanto todavía.
¡Elsa, Elsicka! En Kralupy, antes de la guerra, había muchas familias judías, sobre todo entre los comerciantes, y Elsa pertenecía a una de ellas.
– Imagínese que de toda mi familia de Kralupy sólo me he salvado yo. Ahora estoy aquí, esperando a mi hermana de Canadá, que me ha invitado a su casa. ¡Voy a ir! Aquí todo me atormenta. Aquí me desespero.