Más tarde profundicé en este arte con ayuda del profesor Cibulka. Ahora sigo tres regímenes y, cuando leo la carta de algún restaurante, me dan ganas de llorar.
¿Qué me queda, pues? Suerte que puedo leer maravillosas poesías y mirar a las mujeres guapas. Si no, mis ojos no servirían más que para el llanto.
Cada año, en primavera, cuando todo empieza a florecer, me apresuro a llegar al Jardín del Seminario de Petfín. Desde la parte alta de Brevnov, no queda lejos. ¡Pero qué digo, me apresuro! Tardo casi una hora, renqueando con mis dos bastones franceses. Pero debo arrastrarme hacia allá a toda costa para poder recoger al menos un recuerdo agradable. Y también quiero ver Praga en flor. Por lo menos, aquella su parte más hermosa. Los edificios de bloques de pisos no me interesan. Son iguales todos y en todas partes. En Praga como en París, y en París como en Kalkat.
Esta primavera estuve sentado junto a la garita del jardín de Petfín, cerca del vacío restaurante con su huerto, el más bonito de toda Praga. Cuando menos, por la preciosa vista que se abre de allá a Hradcane, mientras los raíles del funicular no hayan reventado como los viejos tirantes de caballero. Nunca he podido saciarme de aquel panorama de la ciudad. Cada año me digo que quizás es la última vez que lo esté viendo, y no consigo apartar de él la mirada. Cuando me levanté, fui cuesta abajo hacia el monumento de Macha, donde pensaba descansar.
En un cruce, los niños estaban jugando a la gallina ciega. En sus bocas volvía escuchar, tras muchos años, un sencillo adagio. En plena primavera florescente me sonó como un breve himno sagrado de la infancia que en otros tiempos entonaba yo también, a los cinco o seis años, en las calles de un suburbio gris, entre las hediondas acequias y los negros pasajes que separaban las casas.
Los niños echaban a correr y daban palmaditas al que tenía los ojos tapados, para despistarlo, mientras éste se precipitaba detrás del sonido de sus voces. El más pequeño, de pelo crespo y con pecas, al que cualquiera alcanzaría fácilmente, cada vez saltaba al bajo pedestal del monumento y se ocultaba casi bajo los mismos faldones del abrigo de Macha. Allí nadie podría descubrirlo.
Ojalá yo también pudiera esconderme así, detrás, tal vez, del miriñaque de la poesía, cuando venga a buscarme la muerte que, aunque sabe encontrar a cualquiera, ¡algunas veces también puede estar ciega!
Al cabo de un rato los niños se fueron corriendo a otra parte y me quedé solo, sumergido en aquella hondura verde y rodeado de silencio. De tarde en tarde sonaban los címbalos de la torre de San Vito. Su canora voz parecía alzarse desde lo más profundo de los muros del viejo Hrad, haciendo estremecerse las lentas nubes. Su tono nítido y aterciopelado aconsejaba a los jóvenes que no perdiesen el tiempo y se agarrasen al momento, mientras que a los viejos les recordaba la perfecta vanidad de esas cosas. Para los jóvenes era un canto; para los viejos, el horripilante graznido del cuervo del poeta.
¿Los viejos? Se les atribuye erróneamente la sabiduría de la ancianidad. Los viejos no son sabios. Las más de las veces suelen ser disparatados. Tienen una experiencia bastante valiosa. ¿Y qué? Los jóvenes desprecian las experiencias y a los viejos no les sirven absolutamente para nada. ¿Qué les queda, entonces, si se persigue la felicidad, cuando se está ya cerca de la muerte?
Les queda una cosa. Soñar largamente, con delirio. Soñar con algo que, como ellos bien saben, ya nunca podrán conseguir. Para hundir más a gusto el rostro en la almohada y no ver nada a su alrededor. Porque en el momento de ver el mundo real que les rodea, se darían cuenta de su propia ingenuidad y sus ensoñaciones perderían su encanto en seguida.
Hay personas que repiten con frecuencia que se han reconciliado con su vejez. Sé que podría ser perfectamente cierto. Pero no les creo. Otras, en cambio, pretenden convencernos de que ya, por nada del mundo, quisieran volver a ser jóvenes. ¡Mienten! ¡Con cuánta alegría retornaría cualquiera de ellas a los contratiempos más desagradables de su juventud, si la vida fuese una cinta de magnetófono y fuese posible volverla atrás!
¡Con qué falta de firmeza, qué mal soporta la gente sus primeras arrugas y sus primeras canas! Sobre todo, las mujeres, claro está.
La señora Jifinka K., esposa de un conocido escritor checo, era famosa por su encanto, realmente excepcional. Cuando Hanus Jelínek, aquel zascandil simpático y ocurrente, la ayudaba después de algún estreno teatral a ponerse el abrigo, no se le olvidaba nunca manifestarle que hubiera preferido quitárselo. A eso la mujer, cauta e inteligente, le replicaba, haciendo rechinar levemente los dientes, que, si pudiese, prohibiría a las mujeres jóvenes y guapas llevar vestidos bonitos. Lo decía con una sonrisa. Y sin embargo…
Por el camino, delante del monumento donde yo estaba sentado, pasaban parejas jóvenes. Yo seguía con la mirada sus invisibles huellas y habría jurado que se dirigían hacia la puerta de amor primaveral de ese jardín exclusivo que pertenece a los amantes. Conozco bien los sitios adonde van con tanta prisa. En el Jardín del Seminario había un árbol henchido de injertos. Quizá sigue allá todavía. Sus ramas descendían hasta la tierra y cubrían un banco apoyado en su tronco, como un quitasol vivo y florescente.
Desde el Club Gramofónico me han enviado hace poco un disco en que están grabadas algunas populares arias del repertorio de Erna Destinova. El aria de Mafenka de La novia vendida, el aria de Carmen de la ópera del mismo título, el aria de la desventurada japonesa de Madame Butterfly y algunas otras. En la funda del disco hay una pequeña fotografía antigua de Erna Destinova, de los tiempos de su fama. Una mujer joven, segura de sí misma, con un sombrero calado sobre la frente, como se estilaba entonces, a comienzos de siglo. Era desafiantemente guapa y tenía unos ojos profundos y cautivadores. Me quedé mirando largamente aquel rostro atractivo y singular de la modesta fotografía. Al día siguiente volví a sacar el disco para ver una vez más aquellos ojos. Y al siguiente, lo hice de nuevo, y la espléndida señora Mariposa lloró en mi habitación repetidas veces. Cuando al cuarto día algo me empujó a sacar el disco una vez más y volví a mirar aquel rostro, de hecho horrendamente reproducido, tuve que reconocer que me había enamorado de la hermosa mujer. No importaba que, desde tiempo atrás, su glorioso nombre estuviese grabado sobre una lápida de Slavín. Para mí, en aquellos instantes, estaba de pronto más que viva. Y a pesar mío, un suspiro agitó mi corazón.
Ansié ver aquellos ojos, deseé acercarme a aquellos labios apretados que habían exhalado al mundo tanta belleza. Soñé con reposar rozando su cuerpo para que me invadiese una ola de su femineidad suculenta.
¡Qué más daba que su voz excepcional y única hubiese dejado ya de sonar sobre los escenarios!
La oí cantar todavía de niño. Mi madre decía que su voz se levantaba hasta el firmamento y que en el cielo se convertía en rosas. Me dejaba unos pequeños gemelos de teatro, ya antiguos. Eran de madreperla. Miraba con ellos aquel rostro fijamente, pero no veía nada aún o, mejor dicho, no sospechaba.
En aquel entonces yo era, claro está, terriblemente joven y no tenía la menor idea de lo que es el amor. Nadie me había enseñado aún que bastaba con saborearlo sólo con la punta de la lengua para que el que lo catara pudiese caer fulminado al suelo. El amor es más peligroso que la cicuta que, como es sabido, contiene en sus flores y tallos cinco venenos atroces.