Aquello fue hace mucho, por supuesto, cuando Destinova todavía pescaba en el Canal Dorado de Jakub Krcín de Jelcan, en el parque de su castillo.
Durante algún tiempo más, seguí trastabillando en aquel mágico ruedo de amor hasta despertar de la embriaguez amorosa que yo protegía de la luz y de los vendavales. Sus altivos ojos no me dejaron desprenderme de ellos tan pronto. A cada instante oía su voz cantar las arias operísticas populares y antiguas y constantemente tenía delante de mis ojos a aquella mujer, que tenía la alcurnia de las bellas mujeres renacentistas.
¿A qué mujer le es dado vivir la vida con toda la pasión que le vaticina su propio corazón? Vivía sin conocer obstáculos algunos. Despreciaba las riquezas, pero las poseía y sabía disfrutar de ellas. Por su propia voluntad, conseguía condimentar cada minuto de su vida con la felicidad que encendía y alimentaba con placeres y pasiones que no disimulaba y, además de todo eso, poseía algo grande: su arte.
Luego me despedí de ella, convertida hacía ya tiempo en un recuerdo.
A veces, aunque no muchas, aparecía sobre nuestras tumultuosas alturas de Bfevnov el musicólogo y escritor Jan Wenig. Uno de la gran familia cultural de los Wenig de Praga. Estaba escribiendo entonces sus memorias. Era sobrino de Erna Destinova. Pero de esto no me enteré hasta que me envió un capítulo de su libro: La tía Erna. Leí el manuscrito con avidez. Ya conocía mucho sobre la vida de Destinová y supe mucho más gracias a Wenig. Entre otras cosas, menciona en sus memorias los nombres de algunos amantes y admiradores de Erna Destinova. Desde el corredor de motos Jindra Vodílek hasta el oficial zuavo Alzíran Dinh Gilly y, finalmente, su marido Joe Halsbach. Era oficial de aviación y, en la época en que estaba haciendo la corte a su futura esposa, le tiraba coronas de flores desde el aeroplano al patio del castillo de Straz. Cuando ella murió, arrancó de las paredes del castillo hasta los interruptores. La sobrevivió treinta años. Wenig menciona también a los admiradores que Destinova había rechazado. En primer lugar, tres italianos célebres: Enrico Caruso, Arturo Toscanini y Giacomo Puccini. Como buena patriota que era, quería casarse sólo con un buen checo. Pero no lo encontró.
Al devolver su manuscrito a Wenig, le confesé mi tardía aventura platónica, aunque acto seguido le pedí que no engrosara su lista de admiradores y amantes con mi nombre. Fue hace ya algunos años.
Todavía añoro a veces las dulces flexiones de la Mafenka de Smetana y el lamento de Madame Butterfly, y saco el disco. El aparato y el disco suenan exactamente igual que sonaban años atrás, cuando me quedaba escuchando a Erna Destinova con verdadera ansiedad; pero ahora se me antoja que su voz me llega de algún lugar distinto. Suena como desde una angustiosa lejanía, ya ensordecida para siempre por la cortina de los años.
Y me deja muy triste, porque, si así puede decirse, ya está un poco muerta.
Como está muerto el rizo de pelo de la belleza rubia de Lucrecia Borgia en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, donde Lord Byron se enamoró de sus dorados cabellos.
90. ¡Vale!
Últimamente oigo a menudo esta asombrosa expresión. Al principio no la entendía del todo. Hasta que alguien me aclaró qué significa: ya está, listo, fin, se acabó.
Pero quiero confiaros algo más.
Sé por qué muchos médicos jóvenes no se buscan esposas donde sea y no andan en pos de ellas por caminos lejanos y azarosos, por valles y barrancos. Echan dos o tres vistazos a su alrededor en el lugar donde trabajan, y se celebra la boda.
En fin, también a mí me gustaban las cofias, blancas como la nieve y, sobre aquellas tocas rígidamente almidonadas, los garfios de las horquillas en el cabello.
A las enfermeras no les gusta demasiado llevar esas tocas. En verano les resulta más agradable ir destocadas: pero la enfermera supervisora las riñe. Se ve que no saben lo bien que les quedan. ¡Tonterías! ¿Cómo no van a saberlo? Lo saben hasta demasiado bien.
Cuando estuve ingresado en la clínica, a pesar de encontrarme en una posición poco propicia, no por eso me gustaba menos ver revolotear incansablemente las blancas alas de un lecho a otro, de una dolencia a otra y de un sollozo a un suspiro. Y así, de sol a sol.
Una vez, en uno de los policlínicos me prescribieron la ionoforesis. Estuve esperando con otros enfermos a que me llamaran. Cuando llegó mi turno y oí mi nombre, la enfermera me puso la compresa de calcio. Luego me miró con fijeza y me preguntó de sopetón:
– ¿Le gustan las poesías?
– Sí -respondí sorprendido-. ¿Por qué me lo pregunta?
– Pues como se llama usted igual que Jaroslav Seifert…
Y eso es todo. Cuanto quería y podía decir, lo he dicho. He terminado mi relato. Fin.
¡Vale!
Jaroslav Seifert
Jaroslav Seifert nació en Praga en 1901 y falleció en la misma ciudad en 1986. Poeta proletario en sus comienzos, encabezó con su compatriota Nezval el movimiento de vanguardia «poetista». Entre su obra poética destacan En las sendas de la T. S. H. (1925), Los brazos de Venus (1936), Apagad las luces (1938), Mozart en Praga (1946), Mamá (1954), Concierto en la isla(1965), La columna de la peste (1977) y Paraguas en Piccadilly (1979). Defensor de los escritores perseguidos, último presidente de la unión de escritores checos y firmante de la carta 77 en defensa de los derechos humanos en Checoslovaquia, en 1984 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.