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Aquella selección de poemas tuvo éxito. Cuando la vi hace poco en una librería de viejo, me extrañó su pobreza exterior.

Neumann venía a menudo a la editorial. A veces le pedía al jefe que me diera permiso para salir y nos íbamos a tomar unas copitas de vino. Bebiendo, hacíamos proyectos o dirigíamos la revista Reflektor: Neumann llevaba en la cartera toda la redacción. En una de estas reuniones, me preguntó cuántos poemas había escrito hasta entonces. Que lo mirara en casa. Aquella misma noche ordené todos mis manuscritos y al día siguiente se los llevé.

Neumann me ordenó los manuscritos de una manera diferente, expresó que estaba de acuerdo con el titulo y me recomendó que me los hiciera pasar a máquina y que diera una copia a la editorial y otra a Teige; él seguramente me dibujaría la portada y el frontispicio. Teige lo grabó en unos pocos días y el escritor Vancura me escribió un prólogo corto pero expresivo: «Un poema no es una aparición, sino una obra difícil como el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo, comienzan nuevas reglas de creación nueva…», etc. Hasta hoy se suele citar este prólogo en relación con Vancura, cuyo nombre hoy en día no se pronuncia frecuentemente. Al cabo de un mes encontré sobre mi escritorio las pruebas de imprenta: escribí en ellas una dedicatoria a Neumann y un mes después el libro estaba hecho.

Trajeron los ejemplares en una gran caja y, cuando el empleado se puso a abrir la tapa, estaba excitadísimo.

El primer ejemplar se lo dediqué a mi futura mujer, el segundo a Neumann y el tercero me lo metí en el bolsillo. Vi a Neumann al día siguiente. Hojeó rápidamente el libro y cuando leyó la dedicatoria, para mi sorpresa, me miró con un gesto de reproche. Guardó el libro en la cartera y me dijo:

– Recuerde que un poema no es ningún acontecimiento y el primer libro, como la primera golondrina, todavía no hace un poeta.

Y me invitó a comer.

Fuimos a Chodéra, en la avenida Národní. ¡Qué aroma más tentador se percibía! Neumann pidió escalopas a la vienesa y una botella de vino blanco Ludmila. Cuando trajeron las escalopas, doradas, resplandecientes, en una bandeja de plata, comentó:

– ¡Así debe ser! Cuando las traen a la mesa deben estar todavía cubiertas de mantequilla hirviendo.

13. La cesta de regalo

Bohumil Novák ya estaba preparando una antología de obras manuscritas para cuando Palivec cumpliera noventa años -de esta manera queríamos estrechar la mano al más viejo poeta checo- cuando nos sorprendió la súbita noticia de su muerte trágica.

El jueves 30 de enero de 1975, un poco después de mediodía, Josef Palivec salía del restaurante Savarin en la avenida Na Pfíkopech y cruzaba la calle hacia Détskydüm. No oía muy bien y, además, seguramente iba ensimismado; no se dio cuenta del estruendo del tranvía que se acercaba, y cruzó la vía. El tranvía le derribó al suelo. La ambulancia que por casualidad pasaba por allí en aquel momento se llevó en seguida al herido, pero éste ya no salió del estado inconsciente y murió por la tarde, al cabo de unas tres horas.

Al llegar a este punto debo citar unas cuantas palabras de la corta, pero hermosa, necrología que Josef Heyduk, amigo del difunto, escribió en el diario Lidovd demokracie:

Este hijo de un cochero señorial poseía algo de un aristócrata, si entendemos por esta palabra dignidad unida con amor a los más humildes, comprensión para cualquier persona que se le presentase en una hora de tristeza, compasión con todo lo que vive, sufre y muere.

Sí, así fue el poeta Josef Palivec tal como lo conocimos durante cuarenta años.

Cierta vez, hace ya muchos años, un poco antes de las fiestas navideñas, dos hombres aparecieron en la puerta del piso del barrio de Bubenec para entregarnos una gran cesta de regalo. Era realmente de un tamaño enorme y su variedad no le iba a la zaga. Se necesitaban dos para llevarla. La colocaron en el recibidor, nos hicieron firmar el recibo y, al preguntarles quién la enviaba, afirmaron que no tenían la menor idea. Estábamos convencidos de que se trataba de una equivocación. No encontramos en la cesta ninguna tarjeta de visita. ¿Quién nos podría mandar una cesta así? Y no nos atrevimos ni a tocarla. Con respeto y vacilación empezamos a examinar su inagotable contenido. Por encima reinaba el color dorado de un jamón sólo parcialmente oculto en una brillante cresta de papel de plata, con una ramita de abeto clavada en el centro. Hacia el jamón se elevaban los largos cuellos de unas botellas de vino francés y del Rhin, y entre ellas dos de champán. Una lata de caviar servía de pedestal a una gran bola de mortadela que se apoyaba por un lado en una confitura plateada de picantones franceses en su salsa. En nuestro país no se fabricaba nada así. En los lados de la cesta estaban bien ordenados diversos quesos y, sobre ellos, envueltos en un papel de plástico, nos contemplaban alegremente los ojos grasientos de un gran corte de emmental. Hacía tiempo que alguien me había ofrecido un trocito de drops inglés; no pude olvidar su sabor durante mucho tiempo. Y aquí había un bote de un kilo de drops inglés. Los chocolates suizos estaban desplegados en abanico como cartas en la mano y todos los huecos vacíos estaban ocupados con latas de sardinas, naranjas y manzanas tirolesas. Y todo este rico montón de formas, olores y gustos estaba cruzado como con una espada por una larga y delgada longaniza húngara, adornada de puntillas de moho y una pequeña chapa metálica. Pero seguramente he olvidado muchas cosas aún. Hace ya muchos años de esto. Para un hogar modesto era un regalo casi regio.

Le confesé esto a Halas y él me tranquilizó. No se trataba de una equivocación.

– Seguramente ha sido Josef Palivec, que acaba de volver de París y tiene una costumbre extraña y poco corriente: le gusta hacer regalos. Probablemente se lo pueda permitir y le satisface. Está traduciendo poesía checa al francés. Hay también unos poemas tuyos y te ha mandado eso como recompensa.

Después de esta explicación, deshicimos la cesta. Entre las botellas de vino encontré un Cháteau-Mont-Bazillac. Al probarlo pensé que era el mejor vino de todos los buenos vinos. Sin embargo, no tenía derecho a proclamar una cosa así. Debería haber dicho que era el mejor vino que había probado.

¡Pero creedme, era un vino delicioso!

Al cabo de poco tiempo conocí a Palivec personalmente en casa de los Halas. ¡Pobre Bunka Halasová! Tenía mucho trabajo y preocupaciones con los invitados, pero era amable y atractiva. Su marido le solía decir: ¡Sé agradable y calla! Y ella no se quejaba nunca de los invitados.

Palivec era un hombre relativamente alto y muy guapo. Le debía de favorecer mucho el sombrero de copa diplomático. Siempre iba bien vestido y «totalmente iluminado por la cultura francesa». Tenía casi veinte años más que nosotros. En su juventud fue durante algún tiempo secretario de Jaroslav Vrchlicky. Entendía de poesía como pocas personas.

Tenía dos grandes amores: la lengua materna y la poesía. Nos veíamos en los años en que estaba traduciendo a Valéry. El crítico Salda proclamó que aquella traducción era perfecta y que estaba, desde todos los puntos de vista, al nivel del original. Nezval dijo algo muy acertado sobre Palivec: Escribía tan buena poesía en checo cuando traducía a Valéry como en francés cuando traducía a los poetas checos.

En la época en que nos conocimos no hablaba nunca de su poesía. Estaba tan introducido en el secreto de ésta, la conocía tan bien y la entendía tanto que al final no tuvo otro camino que ponerse a escribir él mismo. No sé si ya había hecho algunos poemas antes de insistir nosotros en que tenía que escribir o si se dio por vencido bajo nuestra insistencia, pero el hecho es que un día nos trajo varios manuscritos suyos que más tarde incluyó en el Anillo de sellar. Estaba entre ellos, si no recuerdo mal, el ciclo cósmico Estrellas. Lo leímos fascinados. En su poesía había algo que la aproximaba incluso a Halas. Amasaba las palabras y creaba otras nuevas, a primera vista sorprendentes y divertidamente monstruosas. Era muy interesante hablar con él del lenguaje poético.