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A finales de los años sesenta publicó Miada Fronta una antología de su obra y me pidieron que escribiera unas palabras como prólogo.

Estuve reflexionando sobre la poesía de Palivec y, cuando tomé la pluma, me vinieron inesperadamente a la memoria dos versos del poema con que Jaroslav Hilbert dedicaba uno de sus libros a Vrchlicky:

Nosotros los poetas nos entendemos bien y yo no escribo esto para nadie más.

Sin el gesto altivo del último verso y en un aspecto diferente, esto se podía aplicar a toda la poesía de Palivec. En toda mi vida he estado siempre muy lejos de la exclusividad poética. Seguramente hasta Hilbert se ponía contento cuando el teatro se llenaba para ver una obra suya. Pero Palivec era algo especial. No pondré énfasis en el hecho evidente de que cada poeta busca a sus lectores. En su interés, confortante o enemistoso, su poesía resuena y vive. La poesía de Palivec no necesita tiradas de diez mil ejemplares. Es excepcional, si puedo usar esta palabra, en cuanto a su nobleza y a su calidad.

Los poetas -al menos en la mayoría de los casos- suelen tener una capacidad más intensa para reconocer y apreciar esta clase de poesía. El juego de Palivec es magistral y los ojos apenas lo pueden seguir. ¡Pero sí! Reconocen su profunda experiencia poética, que tiene muy poco en común con la habilidad y el virtuosismo del oficio.

Releí sus versos una y otra vez y, para mi sorpresa, me di cuenta de que su complicada y refinada belleza estaba inyectada hasta en las sencillas rosas silvestres; es decir, que había crecido de esta tierra. ¡Y yo que me preguntaba por qué era tan sincera, tan fresca y tan checa!

La poesía de Palivec tenía su origen en lo que domina la misteriosa vida, y en el movimiento de las palabras humanas, en su magnetismo asociativo, en su melodía y en su brillo.

Recuerdo que hace poco llegó Palivec y en sus ojos le chispeaba la alegría. ¡Estaba contento! A la antología de traducciones de Valéry había añadido un poema más y durante mucho tiempo había estado luchando con un verso, hasta que consiguió encontrar dos palabras, exactas, pero al mismo tiempo melódicas y sedosas, que no sólo se unen en cuanto al sentido, sino también sonoramente. Valéry habla de una mujer desnuda y el poeta traduce: vábivost záhybu (el encanto de las curvas).

Es perfecto. ¡Qué hermosa es la lengua checa! ¡Y qué amorosa!

Palivec negó que hubiera estado buscando las palabras y que inventara la sintaxis. Las palabras son vivas, traídas por su propia belleza, su propio ritmo. No hay ninguna duda, de que, para todos nosotros, fue muy útil hablar con él de poesía y del lenguaje poético. Sabía mucho, más de lo que cabía en sus propios versos.

Dentro de un año habría cumplido noventa años. ¿Cuál de nuestros poetas lo ha logrado? ¿Y quién lo logrará? Pensando en una edad tan avanzada se impone el recuerdo de otro poeta que influyó profundamente en el desarrollo de nuestra poesía y que, por desgracia, murió muy joven. Pero los números dicen muy poco, si es que dicen algo. Hay otras relaciones más íntimas que conducen desde la poesía de Palivec hasta la de Macha, el autor del poema Mayo. Está claro que estas relaciones son imperceptibles a simple vista. Es como si bajo la tierra crecieran unos finos hilos de raíces de flores que unieran el Mayo con los versos de Palivec. No obstante, estas raíces son fuertes y de evolución natural.

El primero lanzó el lenguaje poético a unas decenas de años más adelante, mientras que el otro alargó la mano, cien años atrás, para buscar la antigua belleza de este lenguaje.

En la segunda mitad de su vida, Palivec se encariñó con varios poetas mucho más jóvenes que él. Quería a Hora, admiraba a Holán, pero humanamente y poéticamente se sentía más cerca de Frantisek Halas, que además vivía bastante cerca; los dos poetas se veían muy a menudo.

Cuando fue detenido por la Gestapo y durante el interrogatorio le enseñaron unos poemas contra Hitler escritos por Halas para que confirmase lo que se había averiguado de la autoría de Halas, Palivec negó que los hubiera escrito Halas. Y a la pregunta de quién era entonces su autor, respondió que él mismo. De esta forma salvó a Halas de ser detenido. Por cierto, aquellos poemas no eran precisamente de los mejores suyos. Sonriendo, Palivec comentó luego que esto era lo único que le apenaba. De esta manera, con su valentía y su amistad fiel, intervino en la vida de un amigo ya enfermo.

Cuando Halas publicó su célebre Mujeres ancianas, sobre la cual escribió Salda que era «una pieza de virtuosismo de Paganini tocada en una sola cuerda…, si no tuvieran aquel sentido de la humanidad y su tragedia», al margen de este poema contó frívolamente sus aventuras en Ginebra con mujeres jóvenes.

Después de la independencia en 1918, Palivec fue nombrado director de la agencia de prensa checoslovaca en la ONU de Ginebra. La joven república heredó del viejo Imperio austro-húngaro un inmenso edificio en el cual instalaron las oficinas y la gran vivienda de Palivec.

Era durante los animados tiempos de la primera coyuntura de la posguerra y, después de cuatro años pesados de la Primera Guerra Mundial, el mundo vivía el ambiente de paz con alegría y despreocupación.

Parecía una invasión amistosa: un día a Palivec le visitó un diplomático occidental y sin andar con rodeos le pidió que le dejara su piso por una tarde. Era un buen amigo y no hablaba sólo por sí mismo. Era imposible negarle aquel favor.

Al cabo de unos días, Palivec vio cómo se acercaban al edificio una serie de coches y cómo, ante su sorpresa, bajaban de ellos unas guapas muchachas; el diplomático las había seleccionado cuidadosamente en las salas de fiestas y los bares nocturnos de la bella ciudad del lago azul, tan bien conocida por las envolturas de los chocolates. Las sonrientes señoritas se acomodaron en las habitaciones de Palivec. No fue difícil convencerlas luego de que se vistiesen con los pijamas de Palivec. Había exactamente una docena de pijamas. El espectáculo de las chicas con pijamas de caballero que les quedaban demasiado grandes era bastante grotesco. Por fortuna, aquel espectáculo no duró mucho tiempo. Al cabo de un momento empezaron a llegar los señores de otras embajadas que asistían a las reuniones de las Naciones Unidas. Y todo quedó absolutamente claro cuando saltó el corcho de la primera botella de champán.

¡Se trataba de un concurso de belleza! Decidieron elegir la reina y las princesas sin prisas, detallada y estrictamente. Consideraban no sólo la belleza del rostro, sino también la del pecho, los brazos, las piernas y los muslos. Observaban «el todo de las mujeres jóvenes», según dice el poeta sobre las diferentes partes de los cuerpos femeninos.

Palivec no estaba demasiado contento con esa empresa. Su propio jefe, el ministro del exterior, a pesar de todos los miramientos políticos, probablemente no habría estado de acuerdo con un hecho de esta clase. Ginebra, la ciudad de Calvino, es puritana a la manera de los protestantes. Y por eso los invitados de Palivec no habían querido arriesgarse por su cuenta. Por otra parte, una pequeña república nueva de la Europa central saltaba menos a la vista. Por suerte, todo acabó bien. El hombre que lo organizó todo, recogió en un sombrero de copa una cantidad increíble de billetes para las señoritas. Estas, muy satisfechas con el éxito y con la recompensa, se despidieron y no hablaron más de ello.

Halas escuchó atentamente la narración y al cabo de un instante se sentó y rápidamente escribió una versión contraria de las Mujeres ancianas. Sus Mujeres jóvenes no fueron seleccionadas para una antología de poesía de Halas después de su muerte, pero se publicaron. Y varias veces. En Praga y en Frenstát pod Radhostém, donde Halas solía veranear: