En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía. Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera: aún amaba el recuerdo de aquellas personas.
Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del Teatro Nacional, estudiaba Pelléas y Mélisande, yo le acompañaba a los ensayos. Lástima que aquella bella ópera no llegara al escenario. Talich se fue de repente del Teatro Nacional. En aquel tiempo empezó a tener sus primeros éxitos la Orques ta de cámara checa de Talich, compuesta en su mayoría por gente joven. Y una vez (fue precisamente en casa de Goldi)
Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento, me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían recitar acompañando la Serenata para instrumentos de viento en re mayor. Esta serenata es muy difícil para los músicos de ahora. En la época de Mozart se tocaba en los banquetes, con pausas, según exigían los diversos platos que servían a la mesa. Hoy se tiene que tocar seguida, cosa muy penosa para los músicos de los instrumentos de viento. Les falta la respiración. De este modo, los poemas podrían llenar las necesarias pausas. Se lo prometí de buen grado. Escribí un ciclo de trece rondós llamado Mozart en Praga. Talich leyó los versos y se alegró mucho. Era exactamente lo que necesitaba. Luego me miró y me comentó:
– Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte.
A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.»
Talich tampoco llegó a dirigir la Serenata de Mozart. Ni ninguna otra persona. Se puso enfermo y la joven orquesta se desintegró al faltarle su director. Al cabo de poco tiempo Talich se refugió en su torre sobre el río Berounka y le vimos muy poco por Praga. Su asiento en casa de Goldi se quedó vacío y, de vez en cuando, nos llegaban noticias alarmantes. Algunas veces le visitamos con los amigos de Beroun. Pero ya era otra persona. Una vez nos contó con énfasis que en su jardín había encontrado a un oso. Talich se apresuraba hacia su oscuro final. La música había muerto para él. Era una cosa insospechadamente triste.
Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el otoño del 1976, se publicó en la revista Horizontes musicales un amplio artículo sobre el final de dicho músico. No habían sido ni las mujeres ni el alcohol los que habían quemado su frágil cuerpo. Aquel joven genial fue un jugador incorregible. Jugaba al billar y a las cartas. Y ambas cosas las hacía mal. En un artículo lleno de datos convincentes, su autor, Uwe Kraemer, insinuaba esta secreta pasión de Mozart. El músico dejó unas deudas enormes. El autor las estimaba en ochenta mil marcos.
¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vancura solía decir: -¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres!
Hace ya tiempo que quitaron y trasladaron los grandes barriles de la bodega de Goldhammer y convirtieron la sala en un almacén. Probablemente siguieron oliendo a vino durante mucho tiempo. Es como si convirtieran una antigua iglesia en un almacén: sus paredes estarían profundamente penetradas del incienso y de las oraciones.
Hace poco me vino a ver Goldi y me trajo el libro de memorias de la calle Kfemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de los versos eróticos de Vítézslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holán:
¡Que el diablo se lleve los libros de memorias! ¡Pero no se los llevará!
Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Stech, Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los nombres quedan y no callan.
Hace poco que volvía del café Manes y no pude resistir la tentación de ir a mirar la vacía calle Kfemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Flekú brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que había tenido una avería en aquella calle memorable.
15. Tiempo lleno de canciones
Creo o, dicho más sinceramente, tengo la impresión, de que lo que corrientemente llamamos poesía es un gran secreto del que cada poeta revela un poquito o algo más. Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última hora de la tarde, muere. Como por ejemplo Nezval.
Tenía yo once años cuando mi madre volvió un día del funeral de Jaroslav Vrchlicky. Estaba muy excitada y tenía el vestido medio roto. Consiguió llegar al cementerio a través de la puertecita que se abría al lado de la entrada de la iglesia de Vysehrad. Quería llegar hasta la escalera del cementerio Slavín para ver el féretro y oír al que pronunciaba el discurso. La gente que acudió al entierro después de ella llenó rápidamente los caminos y senderos abiertos entre las tumbas y derribó a mi madre al suelo. Cayó con la cara sobre la tumba vecina a la del poeta Václav Bolemír Nebesky.
¡Qué horror! ¡Ésta iba a ser en el futuro la tumba de Vítézslav Nezval!
Para mí, que esperaba a mi madre en casa, aquel acontecimiento también fue terrible y extraordinario. No podía apartar de mi mente el nombre de Jaroslav Vrchlicky. En la excitación y en su historia hubo algo oscuramente hermoso.
¡Vrchlicky! Era algo muy distinto de las canciones que cantaban las vecinas mientras lavaban la ropa en los patios interiores.
En aquella época alguien me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor. Contesté que poeta. Mi madre, que lo oyó, susurró preocupada: ¡Dios mío!
Los conocidos trataron de persuadirme:
– Chico, con eso no llegarás lejos. Hoy en día ya no se lee poesía. Piensa en alguna cosa práctica.
Pero yo no quería pensar en nada práctico.
¿Qué me quedó para mi vida posterior de aquellos años de mi infancia y primera juventud que pasé en la terraza interior y luego en los rincones de la calle, allí donde no llegaba el chorro de plata del camión que regaba?
Tal vez la melancolía y el deseo de soledad, pero también la alegría de estar entre la gente, la curiosidad, la arbitrariedad y también una cierta dosis de despreocupación que le ayuda a uno mucho cuando se encuentra mal. Y además una vieja flautita medio rota, herencia del padre de mi padre, al que vi una sola vez. La parte rota la pegué con un trozo de miga. Sí, claro: entonces las flautas eran de madera.
– Sí, cógela -sonrió mi madre-, ¡podría ser mágica!
No lo era. Nunca aprendí a tocarla; ni tampoco lo intenté.
En nuestra casa nunca se hablaba demasiado sobre este abuelo paterno.
– Tu abuelo era una persona buena y alegre. A veces demasiado -decía mi madre.
Cuando empecé a ir al colegio, me preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor.
– Quisiera ser poeta -contestaba con firmeza, y algunos se echaban a reír a carcajadas. En el instituto leímos a Cayo Julio César y, más tarde, al divino Virgilio, pero el tiempo de las canciones estaba lejos aún.
Sin embargo, he de confesar que mis años en la torre del observatorio astrológico volaron bastante de prisa.
Hasta que un día tuve la impresión de que el tiempo se detenía. De repente, todo a mi alrededor estaba lleno de música, de canciones, de alegría. Fue embriagador y bello. Me gusta recordarlo.