Si Frantisek Halas apretaba, estrechaba las palabras de sus poemas como si les quisiera retorcer el cuello para que le dieran más de lo que había dentro de ellas a simple vista, yo hacía todo lo contrario. Las palabras que tal vez me trajo el viento por la ventana abierta, las guardaba cuidadosamente entre las dos palmas de las manos para que no se escapara el polen virgen de la primavera.
¡Creedme, fue un tiempo bellísimo!
Como os sentiréis curiosos por saber quién de nosotros era entonces el mejor poeta, os lo revelaré directamente: fue Vladimír Holán, el ángel negro.
Y algo más: si Vladimír Holán hubiera sido un blanco oficial de la marina en la cubierta de un barco que se dirigiera a Split, las mujeres bonitas le hubieran esperado paseando por el muelle, mirándolo desde lejos con sus prismáticos.
Apenas había acabado Halas algunos de los preciosos poemas de los que se pudo decir que hicieron temblar la tierra, estalló la guerra más grande del mundo. Los poetas no pudieron quedarse callados.
El tiempo no nos trató nada bien. Los años pasaban despacio. Cuando se vive mal, el tiempo no se apresura para darnos tiempo a saborear todos sus horrores. Despacio nos deja olvidar, aún más despacio cura las heridas, pero las cicatrices no las borra nunca.
En la segunda mitad de la guerra publiqué un pequeño libro de poemas y lo titulé El puente de piedra.
Halas, tras haberlo leído, me dijo malhumorado:
– Está muy bien, me gusta, pero creo que hoy en día los versos no tendrían que sonar de esta manera tan dulce y hechizada. En nuestros tiempos la poesía tendría que gemir como una tormenta de viento de otoño, ladrar como los perros sueltos y chillar como las aves salvajes.
Supongo que tenía razón.
¡Pero yo no sabía hacerlo!
Me gusta Mozart y quiero creer que una canción tocada por una flauta puede abrir las puertas de la sabiduría.
¡Qué habrá sido de mi flautita de niño!
Los templos de la sabiduría en nuestro país no estaban solamente cerrados. Estaban en ruinas, mirases a donde mirases. Entonces ¿qué hacer con la cantinela, la reina de la noche?
No obstante, otra vez llegó un tiempo en que, con nuestra despreocupación, los años se contaban por sí solos porque nosotros ya no contábamos tanto los días y éramos felices.
Poco tiempo después de la guerra, el enfermo Halas murió. Cuando aún estaba en el hospital, se oyeron voces extrañas que decían que no se defendía de la muerte, que tenía ganas de morir. Yo sé que no era verdad. No quería morir. Se aferraba a la vida como una abeja a una flor rota con la que ha caído al agua. Tenía sus dolores, pero eran de esa clase que suelen rechazar la muerte y que, cuando uno se vuelve viejo, movilizan todas las fuerzas humanas, levantan el cuerpo del cansancio y el alma del desvanecimiento. Pero Halas no era viejo. Estaba cansado. Antes de su muerte mencionó que quería hacerse un traje nuevo y pidió a su mujer que le limpiase su abrigo de invierno. No, Halas no pensaba en la muerte. Estuvimos todos muy tristes. ¡Adiós!
Unos años después de Halas se fue también su elegante y efébica mujer. ¡No lo podíamos creer! Hoy están tendidos uno junto a otro, cogidos de la mano.
Cuando en la primavera colgaba del tejado la bandera de la república, me cayó en las manos una caja de sombreros. ¡Estaba llena! No pude resistir la tentación y la abrí. ¡Ay, cuántas cosas había dentro! Cintas doradas, flores artificiales, un antifaz rosa con puntillas. Sin embargo, con aquellas baratijas anticuadas mi memoria palpitó unas cuantas horas en una loca felicidad que me estremeció el corazón. También había invitaciones a diversos bailes, una pluma de avestruz rota, un fajo de cartas y de fotografías atada con una cinta dorada, unas ampollitas de perfumería de todas las formas que todavía hoy no han expulsado todos sus aromas.
Del fondo de la caja saqué también mi vieja flautita, que se quedó muda. Estaba ya tan vieja y seca que no pesaba más que unas plumas de pájaro. ¡Doce plumas y pico!
En el fondo de la caja rodaban, como si estuvieran espantadas unas cuentas rojas cuyo hilo se había roto. Y entre ellas se hallaba una fotografía amarillenta. Rápidamente, la cogí. En ella estaba Frantisek Halas cuando tenía seis años y empezaba a ir al colegio.
16. EL LÁPIZ MILAGROSO
Una vez aparecimos en el estudio del pintor Ludvík Kuba. Éramos, Vítézslav Nezval y yo. Por entonces se ponía en marcha la preparación de la monografía monumental del pintor. Nezval estaba encargado de escribir uno de los prólogos y yo prometí escribir unos poemas. Ludvík Kuba era un señor bastante mayor, pero admirablemente animado y activo. Y no nos olvidemos de añadir que también era muy gracioso. Hablar con él constituía un verdadero placer. Era muy guasón y alegremente optimista. Muchas eran las sorpresas que nos esperaban en su estudio. Antes que nada estaban, naturalmente, sus nuevos cuadros, llenos de colores brillantes y de una animación creadora incontenible. ¡Cuanto más viejo, mejor pintaba! Nada de «ropa sucia», según se llamaba en aquella época a los cuadros aburridos, sin ningún interés, pintados por artistas aburridos y sin ningún interés. Los cuadros de Kuba atacaban a todo el mundo con fuerza y pasión. Es verdad que su modo de pintar no era exactamente moderno en aquella época. Pero gracias a su creador, el arte de Kuba sobrevivió a su época. Influía y excitaba con su frescura de colores igual que las mejores obras de los impresionistas, y con la calidad del trabajo del pintor. Además, Kuba fue un sabio coleccionista. En el estudio había colecciones de objetos de arte muy valiosos, especialmente de China, y varias copias de las estatuas clásicas. En un rincón al lado de la ventana había un busto de Venus mayor que el natural. Cuando Nezval se aproximó a él, el pintor Kuba le susurró fuertemente al oído:
– No hace falta vociferarlo; pero como se ve, soy el primer terrestre que ha conseguido arrinconar a Venus.
Luego nos sentamos a la mesa que el artista acercó a una pared donde estaba colgado un nuevo autorretrato de Ludvík Kuba. Estuvimos mirando, Nezval y yo, envueltos en el espíritu del cuadro, hasta que el pintor cortó nuestra contemplación con su sonrisa.
– Están mirando mi nuevo retrato, y les tengo que contar una pequeña anécdota al respecto. Nos visitó una señorita, amiga de mi mujer. Bastante bonita, por cierto. Se quedó mirando este cuadro y luego me preguntó con inocencia y desvelada curiosidad por qué me pinto tantas veces. Seguramente quería decir: ¿a ver qué hay de interesante y de gracioso en ti? Le revelé el secreto: me pinto de malicia conmigo mismo. En seguida me di cuenta de que no entendía la broma y seguí asegurándole que le diría la verdad.
»Verá lo que pasa: a veces no llega el modelo encargado y yo no tengo tiempo ni ganas de buscar otro. Paso por un espejo, miro en él y me digo, oye, aquí está el modelo y, por casualidad, es eso exactamente lo que tú querías. Lo siento delante de la escalera, abro la caja con los colores y le aconsejo que sonría. Me obedece en seguida y sigue haciendo todo lo que me parece necesario. Algunas veces le pongo de otra forma, hasta que encuentro la postura adecuada. Es paciente y obediente. Le digo por ejemplo: a ver si sacas la pipa de la boca por un momento… En seguida pone la pipa sobre la mesa y está listo para las indicaciones siguientes. Luego le aconsejo que no ponga esa cara de tonto. No se enfada; en seguida, pone cara de sabio, como aquel Buda de allí. Le halago y empiezo a trabajar de buena gana. Se queda de pie mucho tiempo hasta que le digo que ya está bien, que yo también estoy cansado.
Después, el pintor buscó algo en el bolsillo y sacó de él un lápiz corriente, de esos que no sirven para los pintores, y en un momento nos dibujó su retrato sobre una servilleta de papel. Con pocas líneas, pero que bastaban para que fuera no sólo gracioso, sino también fiel. Sí, era una semejanza exacta con su rostro, con el gorro en su cabeza, con la pipa que llevaba entre los dientes y con la sonrisa de sus labios. Lástima que el pintor tomó en seguida la servilleta, hizo con ella una pelota y la arrojó a la papelera.