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El pintor Mikulás Ales, que también venía al teatro con sus niños, dejaba caer, con magnanimidad y generosidad, una gran moneda de plata sobre la fuente de hojalata que vigilaba atentamente a la entrada la señora Hubicková.

Imaginaos una ocasional tempestad de nieve y viento que sopla con fuerza, como si se quisiera llevar a la gente y las telas de las tiendecitas. Cuando las lonas de los techos cedían bajo el peso de la nieve, los vendedores la echaban sobre las cabezas de los transeúntes. Pero no parecía molestarles. ¡Y qué! Caminábamos en la nieve, la gente sonreía, las fiestas más bonitas del año empezaban dentro de pocos días. ¿Habéis visto alguna vez un montón de naranjas cubiertas de nieve?

Debajo de las torres de la catedral de Tyn, más o menos en el lugar sobre el que se enseña uno de los guerreros husitas del monumento, se hallaban siempre las paradas con mercancía de papel. Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de crespón de todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para enmarcar, postales y papel de cartas.

Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí me interesaban las hojas recortables con figuritas de belén en color. Estaban mal impresas, los colores a veces se salían fuera de las formas, pero yo no veía nada de esto. La fea palabra Krippen en la cabecera indicaba de dónde provenían. Pero eran baratísimas, valían muy poco. También tenían hojas más pequeñas, con figuritas impresas sobre cartulina con ricos colores y su superficie brillante permitía no solamente un resplandor deslumbrante de los hábitos de los reyes, sino hasta que la pobreza y la sencillez de los trajes de los pastores pareciese más espectacular. A estas figuras no había que pegarles nada detrás. Bastaba con separarlas, encolar abajo un trocito fino de madera y pincharlas dentro del musgo blando. Aquellas hojas que me podía permitir comprar por poco dinero, se tenían que pegar primero sobre un papel duro, y sólo entonces, se podían recortar con mucho cuidado. Era demasiado trabajo, pero se hacía a gusto.

Montar un bonito belén era el deseo de muchos niños, aunque, según recuerdo, no les inspiraba un sentimiento religioso; aquellos belenes eran más bien testigos de un idilio y un anhelo románticos. Era el tiempo de los juegos, y de las fiestas que se acercaban. Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña, del establo con Jesucristo acabado de nacer, y prestaba mucha más atención al castillo pagano, y al palacio del rey Herodes y a los palacios de Jerusalén. ¡Qué bonita y qué misteriosa era aquella ciudad medieval, o quizás posterior, que se veía sobre el establo del belén! Ningún color fue nunca tan jubiloso, ninguna almena tan dentada ni ningún palacio tan dorado y vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas papel transparente rojo y detrás de él encender una vela. Yo, con paciencia, recortaba una ovejita tras otra y, con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el rebaño. Porque un gran rebaño de ovejas es una parte importante dentro de la belleza de un belén. Lo más difícil era recortar el largo palo del pastor que se alzaba por encima de su amplio sombrero. ¡Cuántos había estropeado! A veces se me iba la mano con las tijeras, otras veces el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo. Hasta que alguien me aconsejó que pusiera a los pastores en la mano un trocito de madera largo y fino. Esto me salió bien y, al final, la caja estaba llena de figuras pobres y primitivas, pero sagradas y hechizadas.

Todavía hoy veo el grandioso elefante con un baldaquín rojo y con flecos y borlas dorados, el camello con un tapiz de colores entre las jorobas y, también, el esbelto caballo blanco, con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo. Las tres majestades se pararon cerca del establo del belén. El elefante era conducido por un negrito con turbante blanco, el camello por un árabe con una lanza y el caballo por un muchacho con un fez turco y un sable encorvado en la cintura, mientras que sus reales amos estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre. Sólo el rey negro estaba un poco perplejo, algo más atrás, para que no se cumpliesen las palabras de una antigua canción navideña.

El placer más grande consistía en agrupar el rico rebaño de ovejas, con el perro que corría alrededor, sobre una roca de papel. Algunos pastores estaban durmiendo, otros daban de beber a las ovejas. En el fondo del belén había un cielo azul con estrellas doradas; éstas también se podían comprar bajo las torres del Tyn, en la plaza Staroméstské, en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra. Por último, hubo que poner la estrella de Navidad sobre un alambre para que temblara cuando la tocaran y pareciera viva. El belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa: espolvorearlo todo con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban descalzos y que de las palmeras colgaban unos enormes racimos de dátiles y que había otras llenas de flores de rojo vivo.

Karel Capek decía que la gente quiere los belenes porque les hacen ver el mundo más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban inseparablemente unidos a la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta. Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices, sonreían y eran más amables. Toda la casa respiraba bienestar. Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz transcurriera muy despacito. No quiero jactarme de ello, pero nosotros éramos pobres de verdad. Sin embargo, lo que pudo hacer mi madre con lo poco que poseíamos parecía un milagro. Nos sentíamos sumergidos sin interrupción en un permanente bienestar festivo.

Y cada rincón de la calle, incluso el más vulgar, parecía vestido de fiesta en aquella época navideña. Todo era distinto, más gracioso, más hermoso.

Eso pasa cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón y no solamente escrito con letras rojas en el calendario.

3. EL RAMO DE VIOLETAS ARTIFICIALES

Ahora ya soy un hombre mayor y las piernas no me responden. Pero hasta hace muy poco subía al monte de Petfín. Incluso en el invierno. Pasaba por todo el jardín y no me olvidaba ni de los tranquilos y poco frecuentados caminos que hay sobre el gimnasio de la Mala Strana. En la curva de uno de ellos conocía un sitio que, en la primavera, estaba azul de tantas violetas. Pero se había de saltar sobre unas grandes piedras que rodean el camino y protegen la tierra en la pendiente. Desde el camino mismo no se veían las violetas, pero los transeúntes podían oler su suave aroma.

Hace tiempo me reprochaba un crítico el que recurriera muchas veces en mis versos a los abanicos. El reproche estaba fundado. Pero se olvidaba de las violetas; en mis poemas, también las hay de sobra. Que me perdonen. Los abanicos y las violetas fueron muy importantes para mí desde pequeño y los amaba.

Cuando yo era un niño, el perfume de las violetas estaba de moda. Hasta mi madre, que no era una coqueta, guardaba en el fondo del armario un frasquito barato con este perfume. Sus dos ricas y elegantes hermanas parecían flotar sobre este aroma. Entonces, la moda no era tan voluble como lo es hoy en día, no cambiaba con tanta frecuencia y tanta rapidez. De las pocas clases de perfumes que había casi todas eran de flores y la fragancia de las violetas era la más popular. Era el olor del estilo modernista que reinaba entonces. Desde la profundidad de los años, todavía me llega hoy aquel perfume.

Delante de las ventanas del jardín Rajská estaba la pista del Club Deportivo Cechie. Así lo anunciaba un gran letrero sobre el cercado. Hace mucho tiempo que aquel lugar está ocupado por casas de vivienda, rodeadas por mi tristeza. Ignoro lo que pasaba en aquella pista en verano. Probablemente se jugaba al tenis. Pero en el invierno había allí una vasta y despejada pista de hielo. Estaba en la frontera misma de los barrios Zizkov y Vinohrady. A veces, yo saltaba sobre la valla y miraba con placer cómo la muchedumbre gritaba de alegría, siempre cambiante pero al mismo tiempo sin dejar de ser la misma; sin sentido, pero con gozo, circulaba por la pista, entrelazaba sus caminos y, durante unos momentos, escribía en la superficie helada su alegría y su despreocupación. El panorama me gustaba, pero nunca sentí ganas de mezclarme con aquel ruidoso pelotón de gente.