Cayó el hacha despiadada y se desintegraron los marcos. Después trajimos, con mi madre, un ángel de la guarda con un marco pesado, pero descantillado. Un hermoso ángel esbelto con alas enormes conducía a una niña con un cestito lleno de fresas a través de una estrecha pasarela, sobre un precipicio. ¡Crac, crac!, hizo el precipicio y al ángel se le cayeron sus magníficas alas blancas de la espalda. Con un solo gesto apartó mi padre al príncipe Oldfich mientras miraba con enamoramiento a la atractiva y redondeada Bozena, de pie sobre un arroyo. Se acabó el flirteo. Al cabo de pocos instantes ambos se estaban quemando en la estufa. Cuando mi padre quemó a la joven Virgen en pie sobre la luna, rodeada por toda una nube de pequeños ángeles, no dejó de observar, como un especialista, que era la famosa obra de Murillo. Así que quemamos su amorosa Inmaculada y junto con ella la aún más célebre Madonna de Rafael. Ambas estaban ya bastante deterioradas por el polvo y el agua que se filtraban a través del tejado.
El hacha volaba ligeramente en la mano de mi padre, pero caía impíamente sobre los marcos, que estaban secos y se rompían. No era sólo la desesperada falta de combustible lo que conducía a aquella mano a dar buenos golpes, sino seguramente también la rabia. En aquellos cuadros se quemó también un montón de dinero austríaco.
Jamás ha habido tanta miseria y hambre en nuestro país como en aquellos últimos años de la guerra. Además, mi padre se quedó parado y las pocas coronas que habíamos ahorrada desaparecían a toda prisa.
Durante la semana, pensábamos con ilusión en el trocito de carne del domingo. Un lejano pariente nuestro era carnicero y trabajaba en el matadero de Holesovice. Algunas veces nos traía un poco de carne de cerdo o de ternera. La pasaba por la puerta oculta en los calzones fuertemente atados encima de los tobillos. Nos enteramos de esto. Compraba demasiado barato y vendía bastante caro. Corría un riesgo. Y yo que me preguntaba por qué mi madre lavaba la carne siempre, desesperadamente, en varias aguas.
Cuando se encendía fuego en nuestra pequeña estufa de la cocina, cuando la madera se rompía y las telas pintadas silbaban, nos sentábamos alrededor del ansiado calor. La estufa se encendía rápidamente, pero se enfriaba con la misma rapidez. En aquellos momentos, que invitaban a la palabra íntima, queríamos que el padre nos contara algo sobre él mismo. Por ejemplo, de cuando era pequeño. Pero nunca quiso contar nada. Mi madre, en cambio, lo hacía de buen grado, pero su vida había sido sencilla, sin sorpresas. Mi padre se quedaba mudo. Su vida había sido una cadena de desilusiones, de lo más variadas y desesperadas. Así que lo que sé, lo sé por otras fuentes.
Aprendió a ser cerrajero en una fábrica de muebles metálicos. Pero no era la profesión lo que alimentaba su esperanza para la vida futura. Anhelaba llegar a ser negociante. Sin embargo, como se vio más tarde, no tenía ninguna habilidad para ello. O sólo poca. Durante un breve tiempo había trabajado como empleado en una Caja de Ahorros en la calle Dlouhá. Hoy todavía está en aquella animada calle el edificio antiguo, con columnas jónicas en el portal, donde estaban las oficinas. Después de la bancarrota de la importante Caja de Ahorros de San Václav, a principios de siglo, se derrumbaron también las cajas menores, entre ellas aquella donde trabajaba mi padre. Naturalmente, perdió el pequeño caudal que tenía allí y cayó en una enorme deuda que estuvo pagando durante mucho tiempo y que nos dejó arruinados.
¡Mamá, por favor, no llores!
En aquel instante desesperado mi padre decidió abrir una tienda de cuadros en Zizkov. La idea era fantástica, si no absolutamente quijotesca. Pidió más dinero prestado y alquilamos un piso espacioso en un edificio nuevo, al lado de Sklenáfka, en la avenida Karlova. Dos salas en el entresuelo estaban dedicadas a los cuadros. No obstante, mi padre no quería hacer negocios con cromolitografías que se vendían por poco dinero en las ferias o en la tienda de Lobl en la calle de Hus. Conoció a un pintor que pintaba con gracia y rapidez lo que fuera. Ésta también era -al menos en su opinión- la propaganda más eficaz de mi padre. Ofrecía cuadros sobre tela pintados a mano. El pintor se llamaba Barnás y vivía lejos, en Hostivaf.
Entonces yo repetía su nombre: Barnás-Barnás; me sonaba como los palillos en un tambor y me hacía pensar en Barrabás, el malo de la Pasión. Pero era una persona buena y honrada que se alimentaba honradamente con un arte deshonrado.
Venían vacilando los primeros y escasos clientes de Zizkov. En su mayoría eran novios tímidos o unos recién casados ya un poco menos tímidos. Venían a elegir algún cuadro de la modesta reserva de Barrabás. Mi padre les enseñaba también un álbum de fotografías. Al cabo de algún tiempo empezó a aumentar el número de los cuadros en la tienda y ya hubo de qué elegir. Lo que más se vendía eran las vírgenes. Virgen corriente y trivial, modernista, cuyo autor he olvidado; o vírgenes de autores superconocidos, como la famosa de Rafael o la de Murillo, que volaban en su danza con pequeños angelitos.
En aquella época estaba de moda tener la cama con dosel. Más o menos simbólico. Del antiguo y pesado dosel quedaron sólo dos tiras ricamente plisadas de tela blanca, unidas por debajo del techo por una corona metálica. Y entre ellas había sobre la pared una de las vírgenes. Probablemente para velar por el amor matrimonial.
Naturalmente, acudían también aquellos clientes que buscaban un bodegón para el comedor. Un gallo silvestre con perdices y con un fusil de caza, una sandía cortada por el medio y uvas con manzanas en una fuente de plata, etc. Las variaciones eran innumerables, según los gustos de los clientes. El pintor Barnás siempre atendía de buen grado. Para sus salas de estar, los clientes escogían copias de las famosas pinturas históricas de Doubrava y de Zenísek. El pintor sabía producirlas con gracia. Así que entregábamos a los hogares de Zizkov las históricas parejas de Ctirad y Sárka, y el príncipe Oldfich con Bozena. Hasta hubo patriotas que decidieron comprar el cuadro que representaba Jan Hus ante el concilio Kostnice, en Brozík. Naturalmente, esta pintura era más cara. Era más trabajo para Barnás, porque en él había más figuras. Pero según me acuerdo, hasta estos cuadros le salían bastante bien.
Y el pintor Barnás, a pesar de todos sus problemas en casa, trabajaba infatigablemente. Y guardaba la palabra. Llegaba siempre puntual, con su ancho sombrero de pintor y con un largo lazo negro debajo del cuello, marcado por el aceite y los colores. Mi padre pedía luego, rápidamente, unos dorados marcos de yeso. Cuando el cuadro se secaba un poco, claro. Porque el pintor los traía frescos; no podía esperar, necesitaba dinero.
Barnás vivía en Hostivaf, adonde no se podía llegar entonces de otra forma que a pie; y desde la última parada del tranvía quedaba un buen trozo de camino campo a través. El pintor era de estatura más bien baja, pero muy activo. Llevaba una perilla, igual a la que había llevado su maestro, Frantisek Zenísek, el hombre elegante de las calles praguesas. Era viudo, su mujer le dejó siete hijos. Los cuidaba para que se alimentaran; para otras cosas ya no le quedaba dinero. En Hostivaf tenía una pequeña cocinita negra y una sala un poco más espaciosa y clara. Ésta le servía de todo: de estudio, de dormitorio y de comedor. Mientras trabajaba, los siete hijos se arracimaban a sus pies. Por suerte, eso no le molestaba en el trabajo. Los hijos jugaban con los colores y los pinceles, y con la pobre caja de pintura hicieron un carrito que conducían por la sala. Nada le molestaba. Cuando necesitaba un color que se le había acabado en la paleta, lo buscaba en todos los rincones de la habitación hasta que lo encontraba en el puñito de uno de los niños más pequeños. De la misma manera buscaba los pinceles. Pero se quedaba extraordinariamente tranquilo. Seguramente su actitud frente al arte era muy seria cuando era joven, pero la vida le amasó con esta imagen grotesca. Probablemente sabía pintar bien, pero tenía que pintar de aquella forma para poder alimentar a sus hijos.