Después de la muerte de mi padre, encontré en el armario un retrato suyo enrollado y caído. El pintor se lo había dedicado por su generosidad. Mi padre no regateaba nunca. Creo que el retrato estaba bastante bien pintado, el parecido era sorprendentemente exacto. Arte realista. Sí, indudablemente sabía pintar, pero no era un arte elevado. Además, tenía una excelente memoria de pintor. El conocido original de Liska, Cristo en el huerto de los olivos, lo pintó de memoria. Éste también era uno de los cuadros preferidos de los que teníamos. Vendimos al menos veinte de ellos. Los cuadros eran fieles en cuanto al colorido y al dibujo. Cuando mi padre le pidió algunos de sus propios paisajes, no hizo más que apuntarse en el bloque de notas unas pocas líneas ligeras. Estos dibujos en su bloque de notas me imponían. Sin embargo, a veces copiaba desvergonzadamente a Corot, cuyos paisajes conocía gracias a un gran catálogo alemán. A las vírgenes también las solía pintar de memoria. Mi padre decía que parecían vivas. ¡Hasta se les podía rezar! Pero rni padre no era creyente y lo decía para enfadar a mi madre.
El pintor Barnás arreglaba los precios según el contenido de cada pintura. La Inmaculada con angelitos de Murillo era un poco más barata que el príncipe Oldrich con Bozena y con un montón de cazadores y perros. Desde luego, lo que más caro salía era Jan Hus ante el concilio de Kostnice. Requería mucho trabajo. También el conocido cuadro patriótico de la batalla en el monte de Vítkov pertenecía a los más caros, por la muchedumbre de ambos ejércitos.
Me casé en el ayuntamiento de Zizkov en una sala donde estaba colgado el original de Liebscher. Me hizo gracia y no pude reprimir una sonrisa.
Ya sé que estáis a punto de lamentaros ante este arte, pero no lo hagáis. Con el tiempo me di cuenta de que este modesto arte tiene su significación. Si no por otra cosa, porque a la gente le gusta y hay que mirarlo con silenciosa comprensión. Vosotros diréis que es mejor una buena reproducción que esta pintura al óleo falsa. Pues sí, claro. Pero a ver, entonces ¿quién daría de comer a aquellos siete niños hambrientos? La vista del estudio de Barnás era triste y grotesca, pero al mismo tiempo era él testimonio de una vida que no se podía aplastar.
Yo acompañaba a mi padre cuando iba a Hostivaf a pedir nuevos cuadros. Barnás siempre quería un anticipo más bien grande. Al oír aquellas conversaciones, observaba a veces lo listo que era el pintor y, también, que mi padre no sabía negociar. Algunas veces hasta tuve la impresión de que mi padre le daba lástima al pintor. ¿Pero qué podía hacer?
Los niños no dejaban de tener hambre y Barnás se solía quejar de que no le quedaba dinero para los colores y las telas.
Hasta la guerra, no nos pudimos quejar en mi casa. Vivíamos modestamente y mi padre ganaba lo bastante para una subsistencia humilde. El pintor pintaba y los cuadros no tenían tiempo de secarse. No obstante, la mayoría de las ventas de mi padre las hacía a plazos mensuales. Algunos clientes pagaban, pero a otros se les quitaban las ganas. Cuando las reclamaciones no daban resultado, mi padre los tenía que ir a ver personalmente. No eran visitas agradables. Mi padre vacilaba y los clientes lo notaban en seguida y se lo quitaban de encima con una promesa. Mucho dinero se le quedó en manos de la gente. Algunas veces que acompañé a mi padre tuve oportunidad de ver hogares proletarios, donde, después de las ilusiones del casamiento, reinaban la miseria y la penuria. A veces era un espectáculo terrible. En vez de un dosel blanco, encima de la cama no había más que una pared sucia y su rectángulo algo más claro. El cuadro estaba desde hacía tiempo en el Monte de Piedad de Praga. En las sábanas sucias jugaban unos niños mugrientos y enfermos.
Al empezar la guerra, el final fue súbito e ineludible. Los hombres se marchaban a las trincheras y las mujeres se quedaban con los niños, cada vez más hambrientos. La ayuda estatal era pequeña e insuficiente. ¿Quién iba a comprar entonces bodegones con generosas mesas, cuando lo único que se tenía entre las manos eran cupones de suministro de pan, harina y carne? Eran raras las veces que venía alguna viuda, con lágrimas en los ojos, y pedía un retrato de su marido. No tenía nada más que una vieja fotografía de boda. Hasta eso lo sabía hacer Barnás. Pintaba a un hombre diez años mayor, y de forma que la viuda estaba contenta.
El último golpe se lo asestó a mi padre un viejo ricachón del mercado que vino a pedir un cuadro grande. Quería que midiera tres por dos metros. Había tenido un vivo y rico sueño: soñó con la Santísima Trinidad, el emperador y la emperatriz Elisabet, y su difunta mujer. Se encontraba con todos ellos en su pueblo natal, cerca de la ciudad de Cáslav. Lo quería tener todo en el cuadro, hasta su pueblo con la iglesia en la colina. Entregó un pequeño anticipo, pero mi padre no tenía muchas ganas de cerrar aquel negocio.
El pintor Barnás, que, por otra parte, estaba dispuesto hasta pintar una aureola a Mona Lisa y a ponerle el niño Jesús en los brazos, en principio rechazaba también aquel pedido. Dijo resueltamente que era una tontería increíble y que no lo pintaría. ¡Fue una lástima que se dejara convencer! Un gran anticipo ayudó a acabar con su disgusto. Encontró todo lo necesario y puso manos a la obra. Al cabo de tres semanas trajo el cuadro. Mientras tanto mi padre pidió hacer un pesado marco dorado que le costó bastante caro. Y aún tuvo que subirle el anticipo al pintor.
En el primer plano del cuadro estaba el cliente y propietario del sueño: a su lado, el retrato de su mujer. Sobre ellos, el emperador y la emperatriz, a la que vistió con un traje de puntillas blancas; y detrás de la pareja de emperadores, el Dios Padre, con cetro y esfera; a su lado, el Hijo, con una pesada cruz en la mano. Entre ellos volaba el Espíritu Santo, como una paloma blanca con las uñas hacia dentro.
Mi padre enmarcó el cuadro e hizo venir al viejo. Ése miró el cuadro y afirmó que no lo quería porque estaba en él de espaldas al emperador. Mi padre no consiguió convencerle. Se puso el sombrero y se fue enfadado. No se le pudo detener. Mi padre estaba derrotado. Tal vez se podía haber presentado una demanda judicial, pero era durante la guerra, en el cuadro estaba el emperador, y una demanda judicial requiere mucho tiempo y es cara. Así que mi padre le pagó al pintor, puso el cuadro cara a la pared y olvidó aquel dudoso negocio. Al cabo de un tiempo encontré en el cuadro un gran agujero. Probablemente mi padre le habría dado una patada. Se fue a trabajar otra vez a la fábrica. Pero la fábrica quebró y mi padre, ya un poco mayor, buscó en vano otro trabajo. Quería entrar como voluntario en un ejército paramilitar que buscaba las minas sin estallar fuera del campo de batalla. Pero, en el último momento, encontró trabajo en un taller ortopédico donde fabricaban prótesis para los soldados mutilados. Y allí se quedó, trabajando hasta su muerte. Una vida fallida, llena de amargura y de decepción. Mi madre lloró en silencio.
Las pinturas del maestro Barnás llenaron no sólo nuestras dos habitaciones, una de ellas bastante espaciosa, sino también mi cabeza. El olor a pintura fresca y el perfume del barniz que mi padre ponía en los cuadros más viejos para que brillaran como nuevos me despertaban en mis sueños de niño. Pintaba hasta cuando dormía. La cajita de aluminio, con una docena de colores de acuarela, la ponía debajo de la almohada antes de dormir. Pero como no estaba contento con mis primeros intentos de pintor, probé a escribir versos; y de esta manera, dudaba entre las dos artes. Pero la poesía me parecía más fácil. Porque no conseguía pintar una buena figura. No obstante, no era sólo el interés por el arte lo que atraía en nuestros cuadros de las habitaciones. En las escenas históricas que nos mandaba Barnás eran pocas las mujeres, pero solían dominar el cuadro entero. La siniestra Sárka era una guapa muchacha y, según la moda de entonces, suavemente redondeada, pero no llevaba corsé. Al contrario. La lanza que se dirigía al pecho de Ctirad no me interesaba. Le deseaba ese destino. En cambio, contemplé a Sárka largos ratos. También Bozena, sobre la ropa que lavaba, ocupaba constantemente mi interés. Ella tampoco intentaba ocultar sus encantos ante el príncipe. El caballo se encabritaba, pero el príncipe lo sujetaba por la crin hasta que Bozena se sentaba en su silla. Yo tenía una sincera envidia al príncipe Oldfich. En la casa adonde nos mudamos después, conocí a una mujer joven que se parecía mucho a la princesa Bozena. También solía ir vestida muy ligeramente mientras lavaba ropa en la terraza interior. Y cantaba. Yo observaba atentamente los mecánicos movimientos de sus brazos sobre la tabla de lavar. La saludaba respetuosamente y ella me sonreía con alegría e inocencia.