La hermosa mujer que Murillo retrató como la Virgen Inmaculada era mi amor platónico. Era pura, rodeada de una nube llena de angelitos. Admiraba su rostro increíblemente dulce durante largos ratos, y me sentía feliz.
Me permitía aquellos bellos instantes frente a las pinturas cuando mi padre se iba a alguna parte. Mi madre no sospechaba nada. Estaba convencida de que era un chico bueno, inocente, sin malicia.
Cuando, muchos años más tarde, caminaba cierto día por las alfombras del Louvre, súbitamente me dejó clavado en el suelo un gran cuadro. Era la Inmaculada de Murillo. No pensaba encontrarla allí. Creía que estaba en el Prado. En principio me pareció que era la amiga de mis años adolescentes. Pero no lo era. Hay que admitir que Murillo sabía pintar mejor que nuestro amigo de Hostivaf. Por un momento, perdí la respiración y durante mucho tiempo fui incapaz de ordenar mis pensamientos. Fue un gran momento de mi vida. Tuve que sentarme en un banco colocado delante del cuadro y, durante mucho tiempo, estuve contemplando fijamente a la Virgen para llenarme de su belleza.
¡No obstante, era ella!
¡Qué blasfemo y qué pillo era aquel Barnás! Sistemáticamente nos robaba angelitos barrocos. En el original hay por lo menos veinticinco de ellos, mientras que Barnás pintaba siete como máximo. Solamente los que vuelan por debajo de los pies de la Virgen; a los demás, los dejó plantados.
En el pequeño banco recé rápidamente una corta, pero sincera oración: «Virgen María: tú eres de Sevilla mientras que yo he venido de la lejana Bohemia: ambos estamos un poco perdidos en esta fascinante ciudad, la más interesante del mundo, en la cual, según dicen, se vive más felizmente que en cualquiera otra parte.
»Al volver a verte después de muchos años, por una fracción de segundo, tal vez con la velocidad de la luz, me encontré otra vez contigo en casa, al lado de una estufa con cuatro patas cubierta de herrumbre, cerca de la desvencijada cama metálica sobre la que colgaba una cruz y donde solía dormir mi padre. En aquella pobre estufa quemaba mi padre los cuadros viejos. ¡El tuyo también! Pero tú resplandeces aquí, en tu eterna belleza española.
»Tal vez te acuerdes de cuánto te adoraba; te amaba con devoción. Miraba largos instantes esos ojos que levantas hacia el cielo. Aparentemente, en el paraíso, allá arriba, hay más alegría y felicidad que en este mundo. Con esa larga mirada temblaba mi corazón de niño. Entonces todavía no sabía muy bien por qué. Hoy veo tu rostro y ya lo sé.
»Por eso te ruego, si hay una pequeña posibilidad, que intercedas en mi favor para que encuentre en la vida a una muchacha parecida a ti. Que tenga también unos ojos cariñosos y dulces como tú, que sea hermosa y buena. Amén.»
Y la Virgen Inmaculada de Bartolomé Esteban Murillo atendió a mi ruego.
Sin embargo, apenas salido del Louvre y huido del hechizo de la pintura de Murillo, me sumergí otra vez con entusiasmo en el universo de Picasso.
Nombres como Braque, Juan Gris, Kandinski, Matisse, Chagall, Vlaminck y otros, los pronunciábamos Teige y yo como una letanía a todos los santos. Y París ofrecía más y más aventuras. Intercalábamos los gritos de sorpresa con tazas de café que tomábamos varias veces al día bajo los toldos de los cafés en los bulevares, mirando a las bonitas vendedoras que no olvidaban de añadir a un ramito de flores su amable y tal vez inolvidable sonrisa.
La buena y complaciente señora que nos ayudaba a ordenar nuestro hogar cuando mi mujer y yo nos acabábamos de casar, en cuanto vio por primera vez las dos desnudas camas al lado de la pared, confió a mi mujer su decepción:
– ¿Por qué no habéis puesto encima de la cama un dosel blanco?
Sí, un dosel blanco, generosamente plisado, unido con una corona dorada bajo el techo, y entre tela y tela, una Virgen. Una de aquellas bellas vírgenes que tanto adoraba en mi juventud.
18. La corona putrefacta
Un amigo de la juventud y antiguo compañero de clase, que como yo, después de seguir caminos tortuosos a través de la vida, se encontró al final en el barrio de Bfevnov, y además bastante cerca de nosotros, llamó a la puerta del jardín una mañana de invierno:
– Ven a ver mañana cómo tiran a tierra nuestra vieja casa de la calle Lupácova, allí donde a veces me ibas a ver y donde fabricábamos pólvora.
Al principio vacilé. Las detonaciones de perunito no me parecían exactamente la canción de cuna más adecuada para mi viejo corazón. Pero al final dije que sí. Hacía tiempo que no había estado en Zizkov y a veces lo añoraba.
Al día siguiente por la mañana, salimos. Era un agradable día de invierno.
La calle, en la que toda una hilera de casas estaba destinada a la demolición, estaba cerrada y sólo la pudimos ver de lejos. Las casas tenían los ojos sacados y la vida se le había sido extirpada por la fuerza como las agallas rosadas de las carpas navideñas. Las paredes estaban desnudas y preparadas para sus últimos momentos. Las casas callaban enfadadas.
Aparcamos cerca del mercado y subimos por la escalera a la parte sur de la colina de Zizkov, sobre el negro túnel del ferrocarril. No éramos los primeros. Hasta los empleados de la televisión estaban ya preparados. Tuvimos delante de los ojos todo el Zizkov antiguo, cuya mayor parte tenía que hacer espacio a los nuevos edificios blancos y a las modernas y aireadas avenidas.
El campanario de la iglesia de San Procopio seguía encaramado encima de los tejados sucios de humo, y su reloj, con los números recién dorados, brillaba sobre el barrio. Las calles se unen allí, después de haber corrido pendiente abajo, en la pequeña plaza triangular de San Procopio, donde antes había un mercado. Me habría gustado correr entre los puestos. Cuando empezaba la primavera, en una de las esquinas de la plaza vendían ramos de flores medio marchitas. Olían bien. A finales de la primavera, de costumbre antes de la fiesta del Corpus, aparecían peonías rojas y varitas de lirios. Mi madre traía lirios del mercado. Le gustaban. Perfumaban todo el apartamento y la hacían pensar en la iglesia. En el invierno, antes de las fiestas de Navidad, se podía comprar allí musgo para los belenes. En el mercado me sorprendían los grandes mostradores inclinados, con agujeros redondos en donde ponían las mitades de los huevos con los ojos dorados de las yemas. Las claras las guardaban los vendedores en altas regaderas. Las esperaban los pasteleros para hacer con ellas frágiles dulces de espuma.
Como nos quedaba un poco de tiempo, fuimos a ver nuestro edificio por detrás; estaba cerca. ¡Cómo no reconocer nuestra casa entre otras casas casi iguales! Estaba unida por tres terrazas, y no faltaba ni la artesa, tal como yo lo conocí cuando era niño. Las viejas acacias negras y torcidas escaseaban. Hasta el viejo semáforo estaba allí y todavía saludaba obedientemente. No ha cambiado nada; sólo yo he cambiado. Y si tuviera que volver allí, ya nadie me reconocería.