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Hace casi medio siglo que Zizkov no es mi hogar; pero, a pesar de ello, cada vez que vuelvo allí me siento en sus calles como en casa. Miro la red de callejuelas, la arrugada superficie de los tejados, y por todas partes me llegan insistentes recuerdos y se me ponen ante los ojos. Hay muchos de ellos que me gustaría acariciar, pero son tantos, y llegan más y más, y el tiempo se apresura. Queda poco tiempo para el lúgubre acontecimiento. Sólo un cuarto de hora; sólo doce, diez, nueve minutos.

Mis días presentes vuelan tan de prisa como copos de nieve con el viento y ni siquiera me da tiempo a sentirme desgraciado. Y miro conmovido dentro de los recuerdos, en los espacios solares de su tiempo, cuando un año parecía casi un siglo y un día no llegaba nunca a su fin.

Apenas me hice un poco mayor y empecé a observar mi pequeño universo limitado, lo quería poseer todo con todos los sentidos. Descubría las primeras bellezas del mundo y no tenía tiempo para digerirlas. Mi corazón se alegraba continuamente. Deseaba poseerlo todo a la vez, precipitadamente y sin pensarlo. Cada día vivía nuevas aventuras que no me dejaban dormir. Hoy, esto me hace pensar en una pequeña historia de mi primera infancia.

Me encontraba de vacaciones en Smrzovka, cerca de la frontera. Los alemanes la llamaban entonces Morchenstern. Detrás de la pared de las fábricas de vidrio descubrí un almacén donde ponían las piezas rotas o mal hechas y, sobre todo, trozos cortados de bastones de color. Parecían carámbanos rotos. Los pedazos estaban llenos de hilos y cintas de colores que formaban pequeños ornamentos. Los más bonitos eran los trozos de cristal mate, rojo por dentro y con pequeñas estrellitas doradas por fuera. En aquel momento me sentía como la mujer del poema de Erben, ante la cual se abrió una roca repleta de tesoros. Me llenaba de cristal todos los bolsillos y el sombrero y tenía miedo de que mi pasión no se acabase antes de tiempo y viniera algún guardia con su bastón. Todavía conservo algunos de aquellos trozos, como recuerdo de la felicidad vertiginosa que experimenté sobre el montoncito de basura de vidrio.

Sí, más o menos de esta forma vivía también los momentos de cuando me fui a las calles de Zizkov por primera vez. Ya no se trata de lo que había podido encontrar allí, sino de la alegría y la sorpresa que, con el paso de los años, eran cada vez más raras.

El poeta Robinson Jeffers dice que todas las cosas del mundo son bellas y que depende del poeta el saber elegir lo que puede durar. Yo lo formularía de otra forma. Todas las cosas del mundo no son bellas, pero las que el poeta elige, duran. Por lo menos mientras viva el poema que escribe.

¡Viva la poesía!

El núcleo histórico de nuestra capital está, en su aglomeración, rodeado de barrios periféricos, cuyos edificios, en su mayoría del siglo pasado, se caracterizan por ser viejos y ruinosos. Se construyeron sin pensar en sus habitantes. Y eso precisamente es Zizkov, cuya mayor parte es así. Los arquitectos y urbanistas llaman «corona putrefacta» a este círculo de construcciones y están comenzando a liquidarlo.

¡Corona putrefacta! Durante años he vagado entre las tumbas del cementerio OlSansky y sé lo que es una corona putrefacta. El término es terrible, pero exacto. Y también sé lo que pasa después de la muerte: unas cuantas coronas en la tumba.

En el barrio periférico me acostumbré a la triste melodía de la putrefacción y al olor de la pobreza. Porque la pobreza y la miseria huelen mal. ¡Y cómo se esfuerza la gente que vive en ellas para mantener su pequeña felicidad! Me enamoré de aquellas callejuelas feas, llenas de polvo, de mugre y de hierba sucia entre los adoquines de piedra del pavimento. Por los momentos de alegría que experimentábamos sin saber lo que es la felicidad. Y por los días en que vivíamos intensamente sin saber lo que es la vida.

Ahora desde la colina de Zizkov estoy mirando y sonriendo a mi propia vida, con sus primeros recuerdos, y estoy esperando que salga el humo y que, después, en seguida, se oiga una detonación estruendosa, y una casa tras otra se derrumben por dentro.

No hace mucho que, en la pantalla de la televisión, había oído la declaración de un joven deportista. A la pregunta de si se iba a casar empezó una charla: antes que nada quiere destacar en su deporte y llegar a la cima. Luego acabará los estudios universitarios y sólo después empezará a buscar una pareja indicada. Qué bien se le ha delineado. ¡Cuánto éxito tendrá este hombre!

Por suerte, no me parezco a él. En nada.

Mentiría si afirmase que a Venus se le fue la mano y que me proporcionó más que a los demás cuando medía la pasión más noble y más dulce de la vida. De todos modos, que me dio bastante y, lo mismo que Anatole France, tengo que darle las gracias y hacerle una reverencia con cortesía y sinceridad. ¡Vive eternamente, bella Anadiomene! ¡Te acataré hasta la muerte! El vivificante deseo no me deja ni en los años tardíos. No desaparecerá hasta que muera yo.

Y si en aquellos momentos en la colina donde había pasado mi juventud recordaba tantas cosas variadas, ¿cómo no iba a recordar, cómo iba a olvidar el mayor encanto y gracia del pasado que me acompañó en la vida?

Desde la infancia, me atrajo el perfume del pelo femenino. Todavía no sabía leer y ya tenía ganas de acariciar el cabello de mis pequeñas compañeras. Sólo la vergüenza, ay, la maldita vergüenza que no he sabido superar durante mucho tiempo, me lo impedía en el último momento.

En la primera clase, me enamoré de manera un poco confusa, pero intensa, de la señorita maestra. Ella misma fue un poco culpable. Estaba sentado en la primera fila y ella me distinguía de tal forma que me dejaba recoger los cuadernos de la clase. A veces se sentaba en el borde de mi pupitre y yo sentía la fragancia del jabón de sus manos. Y cuando conseguía leer algo del libro de texto sin parar, me acariciaba la cabeza. En aquel momento me temblaba el corazón y la sangre me subía a las mejillas. Cuando salía de la escuela, la seguía secretamente y vagaba alrededor de su casa mirando las ventanas. ¡Todas! No sabía cuál era la suya. Luego, por la noche, con la boca en la almohada, conversaba con ella susurrando, tuteándola valerosamente en un diálogo ficticio. Caminaba como sonámbulo; hasta mis padres se fijaron en ello y estaban preocupados temiendo que estuviera enfermo. No, estaba sano, completamente sano; únicamente me sentía triste, porque todos los grandes amores acaban infelizmente. La señorita maestra se llamaba Marie Gebauerová y me parece que era de la antigua y culta familia del profesor Gebauer, cuyo nombre teníamos en el instituto como autor del libro de texto de lengua checa. Cuando la señorita se fue de nuestra escuela, lloré sinceramente.

Si aún está viva, cosa que le desearía de todo corazón, en la primavera le mandaré una carta. Al menos, por una golondrina que el año pasado hizo su nido debajo de nuestro tejado.

Como es natural, me recuperé muy pronto de aquel amor infantil. En un edificio donde hubo un montón de pisos y en estos pisos un montón de habitantes, no solía ser difícil.

Un piso más abajo vivía una muchacha salvaje, sólo un poco mayor que yo. Tenía unos cabellos negros, mi madre decía que gitanos, y en ellos un gran lazo rojo. La encontraba casi a diario y siempre me sonreía. Una vez, cuando pasé por su puerta, me atrajo adentro y se puso a abrazarme y besarme con furia. Pero antes de poder darme cuenta de mi súbita felicidad, me sacó otra vez fuera. Como un trozo de trapo arrugado. Había oído a su madre que volvía del sótano con el carbón.

Al cabo de poco tiempo se mudó a un piso vecino una pareja de recién casados. En aquella ocasión fue la joven desposada la que sacudió mi corazón. Algunas veces me invitaba a la cocina para ofrecerme una tarta o un dulce todavía caliente. Me enamoré de ella en seguida, después de nuestro primer encuentro, y en vano reflexionaba cómo acercarme más estrechamente a ella. Por el carnaval, me llamó cariñosamente por mi nombre de pila y me ofreció una tarta con mermelada de grosella. Cuando me la acabé, cogí su mano y la besé con todo el corazón. Me dio otra tarta y medio en serio medio en broma me echó una bronca: por una tarta no hace falta besar la mano. No comprendió, por desgracia, que no era una expresión de agradecimiento, sino una declaración de amor y un torpe deseo de acercarme a su atractivo cuerpo.