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Hablando de la señora de Hodgkiss y Bohuslav Chlumecky, no puedo dejar de contar la historia del Colegio femenino de Praga y el de Kosinka, en el barrio de Liben. Bajo su techo hospitalario encontró Chlumecky su escenario y, ante él, un público femenino joven y curioso.

– Sólo después de ingresar en Kosinka empecé a vivir. Antes no hacía más que sobrevivir miserablemente -cometaba Chlumecky.

En Liben todavía existe la enorme torre. ¡Pero qué digo, torre! Es todo un palacete. Había pertenecido al industrial Grabe, quien se mudó a Viena antes de la guerra. La torre se llamaba Kosinka y las muchachas que encontraron en ella un pasajero hogar feliz se llamaban a sí mismas Kosinkáfky. La torre fue alquilada por la directora del Colegio femenino de Praga, montado aquí según el modelo del colegio parisino del Sacré-Coeur. La torre fue rodeada de jardines franceses y de pistas de tenis.

No he preguntado cómo fue que Chlumecky cayó entre estas chicas; pero, en realidad, no se trata de eso. Los que le vieron allí hablan de él con entusiasmo.

«Chlumecky se convirtió en el alma de los programas culturales y esa acción fue muy amplia e importante. Estaba en su salsa, buscaba, organizaba, preparaba, negociaba con entusiasmo inapagable los proyectos culturales.»

Esto cuenta de él su amigo J. V. Viktorin. Un ambiente único de amistad lo creaba en Kosinka la frecuente presencia de artistas jóvenes. El contacto con los universitarios y alumnos del conservatorio se hizo una regla. Los jóvenes estaban entre ellos. Los artistas, actores y músicos que empezaban necesitaban probarse a sí mismos en una actuación delante del público. Allí iba E. F. Burian con M. Buresova y con su conjunto teatral. Chlumecky llevó a muchos invitados célebres a aquel ambiente agradable y animado de muchachas inteligentes. Las escritoras M. Majerova y J. Glazarova estuvieron allí. Majerova me había hablado de la escuela con sincero interés. Los poetas Nezval y Halas también. B. Mathesius solía ser un invitado frecuente, al igual que Jan Drda y Albert Vyskocil. Hasta el interesante Max Brod visitó el Colegio. Pero es difícil recordarlos a todos.

En Un verano caprichoso el señor Dura, propietario de una piscina, observa: «Hay pocas chicas guapas en el mundo, pero algunas sí hay.» Si tuviera razón, aunque yo no lo creo, en Kosinka habrían estado todas las muchachas bonitas de Praga.

Chlumecky recitaba versos a las jóvenes bellezas y las chicas escuchaban con interés. Creó una buena atmósfera y gracias a él la poesía estaba allí en su casa. Y él era feliz.

Varias veces en su vida Chlumecky intentó acercarse a las mujeres, pero siempre fue rechazado y cruelmente burlado. Se dio cuenta de que tendría que conformarse con su soledad. Ninguna mujer quiso unir sus pasos a los de él. Tal vez no haya que extrañarse. La puerta en el deseado jardín del amor le fue cerrada con cadena y estaba guardada por un perro rabioso.

En Kosinka se vio de repente totalmente rodeado de mujeres jóvenes, que le sorprendieron y alegraron con su interés y su amistad. Se podría decir que era directamente mimado por su atención.

¡Ay, pero aquel perfume embriagador de la belleza y la juventud femeninas! Ya no me acuerdo qué poeta dijo que la mujer es más hermosa que el cielo azul.

Parece, sin embargo, que las mujeres de hoy desprecian el mito que habían creado ellas mismas, con una pequeña intervención de los hombres. Éstos les responden ahora con su rudeza y su grosería machista, y a veces hasta con cinismo. Es una lástima. ¡El mundo había sido antes, quizás, un poco más bonito!

Pero volvamos a Chlumecky, que respetaba a las mujeres profundamente. Seguramente mucho más que cualquier hombre normal. Y así encontró un sendero por el que se pudo acercar al corazón femenino. Sólo tenía que saber dónde estaba el límite que no podía ni tenía que traspasar. Las chicas se acostumbraron a su desafortunado exterior e intentaron no ver su lamentable aspecto. Eran muy buenas y lo lograron. No quiero afirmar que fuera feliz del todo. Le era bastante difícil y amargo moverse en un ambiente de tanto encanto femenino como un descalzo sobre el cristal roto. Una sala llena de mujeres jóvenes y alegres no es una silenciosa capilla para arrodillarse sobre losas frías.

Pero para Chlumecky lo era.

Creo que gasto demasiadas palabras para describir una cosa tan sencilla y evidente. Chlumecky se enamoró de las chicas. En principio de todas a la vez. A primera vista, esto fue más o menos platónico, y por lo tanto inocente y sin dolor. Querer a toda una clase de bellas jóvenes no es un gran arte. Pero fue peor cuando se enamoró de una tras otra.

Una cosa era segura para él. Si no quería estropear todo lo que había logrado, no debía demostrar sus sentimientos; ni con una mirada, ni con una palabra, ni con el más mínimo movimiento de los ojos. Pero el amor siempre ha sido muy ingenioso. Si existe la transmisión de los pensamientos en alguna parte, seguramente es en este ámbito, en el universo de las relaciones amorosas. Naturalmente, cada una de ellas reconoció su sentimiento en seguida, y tal como suele pasar, no lo guardó para sí misma.

Naturalmente esta clase de amor secreto no es cómodo ni, menos aún, feliz. Ni el mismo Dante supo callar. Pero Chlumecky tuvo que hacerlo. Y de esta manera las llamas de sus amores disminuían y palidecían cada vez más, aunque nunca se apagaban del todo y siempre estaban preparadas para brotar otra vez. Pero la razón suprimía constantemente el corazón y lo apretaba cuando el corazón no quería resistir de ninguna manera. Pero lo que la razón no pudo controlar fue el dolor del corazón.

Sin embargo, las chicas también eran un poco culpables, si es posible llamar culpa a la despreocupación juvenil y al encanto de la juventud. La verdad es que no se hubieran podido tapar las caras ni vestir las bonitas piernas con un saco.

¡Pobre Chlumecky! El corazón se le rompía. Me confesó que a veces le latía con tanta intensidad que lo sentía en la garganta. Pero las chicas se comportaban con él de una manera amable y gentil. ¡Tal vez eso era lo peor!

Con aquel constante fuego de sus ojos algunas veces llegó a tambalearse. No obstante, puso en su voz ronca tanto amor y cariño, tanto fervor sincero, que se ganó el corazón de todas las alumnas.

Vino a verme y me confesó que las chicas le habían pedido varias veces que les dijera qué es de hecho la poesía. Le di una definición de la poesía de la que yo sabía que no expresaba nada: «La poesía es belleza vestida de palabras y palabras vestidas de belleza.»

El se dio cuenta de que esta frase no quería decir nada y se mostró descontento.

En Bfevnov, allí abajo, en Na Petynce, vivía su amigo Albert Vyskocil. Él le dijo algo mucho más expresivo y le reveló su secreto:

Que nunca podemos llegar a descubrir lo que es la poesía, que nunca logramos apoderarnos de ella. Que nunca la podemos aprender. Que la poesía es algo que se nos aparece. Que sencillamente es una Aparición. Y que todo lo que tenemos que hacer nosotros es sorprendernos.

Estas palabras respondían mucho mejor al respeto que él sentía por la poesía y por el camino que conduce a ella, aunque este camino no se acabe nunca.

Tal vez la explicación era bastante incomprensible para aquellos espíritus tan jóvenes; pero no importa: se hicieron a la idea y siguieron escuchando y amando la poesía. Los poetas tenían en Chlumecky un fiel mensajero para el pensamiento y el interior de los jóvenes.

Cuando Chlumecky volvía por la noche a casa -eso me lo estoy inventando- abría las bibliotecas antiguas y buscaba en ellas los libros que más estimaba. Los acariciaba -con ellos sí le estaba permitido- y se ponía a leer. Luego cerraba el libro y los ojos. Svatopluk Cech escribió una vez un bello verso sobre su soledad: