El atentado [contra Heydrich] de la vecina calle de Bulovka, el miércoles 27 de mayo de 1942, dividía aparentemente la ocupación de nuestras tierras en dos partes. La segunda fue más terrible.
Una noche, días después de aquel acontecimiento, volvía a casa a través de una Praga sin luz y me encontré con un cortejo fúnebre, que se arrastraba lentamente, pero rítmicamente, desde el barrio de Vysocany hasta el Castillo. Los tambores, revestidos de negro, retumbaban en los lentos pasos y las antorchas iluminaban unas caras extrañas y malvadas. Fue la negra máscara sobre los ojos de la venganza. Fue el horror en marcha lenta.
En el primer patio del Castillo creció rápidamente un sombrío catafalco y los pesados toques de la fanfarria fúnebre caían como piedras por las calles de Praga, bajo el Castillo. Y todo se quedó silencioso, invadido por un presentimiento nefasto. Dicen que no les dio tiempo a bajar del cuerpo del muerto los trozos de crin arrancados por los disparos del asiento del coche.
¡No hay ningún infierno! ¡Lástima! ¡Tendría que existir!
El cuarto día después del atentado, a principios del mes de junio, vino a vernos Svata Kadlec con su mujer. Recuerdo aquella noche demasiado bien. Nuestro amigo el escritor Vladislav Vancura estaba detenido desde hacía unas semanas y le torturaba la Gestapo. Estuvimos sentados al lado de la radio, todos emocionados, para oír las noticias sobre las nuevas medidas de los nazis y sobre los asesinatos que prometían. Al oír el nombre de Vancura entre los primeros nombres de los ejecutados, nos levantamos de nuestros asientos como disparados por el horror y nos quedamos petrificados, sin aliento.
¡Vladislav Vancura!
Con este nombre consiguieron herir a toda nuestra generación; con él estaba el destino de todos nosotros. Con este nombre quedaba herido hasta las entrañas todo nuestro país.
¡Lástima, tampoco existe ese ameno lugar, el paraíso, aunque tendría que existir! Al menos para aquellos que mueren de esta forma. Es una pena, pero después de la muerte no hay nada.
Pero si no hay paraíso, ¿no tendría que existir, allí abajo, en alguna parte, por lo menos un lugar tenebroso en donde vagasen las sombras de los muertos, por la otra ribera, entre las pálidas flores de lirio cuyo olor ya no pertenece a los vivos?
¿Por qué no tendríamos que creer hoy en el lúgubre tártaro si todavía suenan y nos excitan los nobles versos de los poetas clásicos, si con tanto afán prestamos nuestros oídos a sus hermosas canciones amorosas y los héroes de sus famosas tragedias zapatean aún por nuestros escenarios?
Cada uno de nosotros lleva en su corazón sus pensamientos y en su memoria una gran parte de ese mundo de los muertos. Y las sombras de aquellos que amó y que se encontraban cerca de él en la vida, aparecen de cuando en cuando no sólo en nuestros sueños, sino incluso cuando estamos despiertos.
¡Cuántas veces he querido abrazar a mi padre, cuántas veces he conversado despierto con mi madre! ¡Sí, eran ellos! Hablaban como si estuvieran vivos y escuchaban mis palabras. Pero si les hubiera intentado estrechar la mano, sólo habría tocado sombras coloreadas. ¡Cuántas veces me despierto disgustado porque los tengo que dejar! Estaba bien con ellos. Lástima, se fueron a un mundo suyo, desconocido, a donde yo no podía ir a buscarles.
De vez en cuando también me encontraba con Vancura. Sobre todo cuando los recuerdos eran demasiado frescos o vivos. Pero en estos encuentros nocturnos no había nada de aquel horror. Veía hasta los familiares gestos de sus manos; pero cuando me quería dirigir a él, se marchaba a su oscuridad. El corazón me palpitaba rápido y me despertaba. Ya estaba despierto, pero en la negra noche todavía veía su rostro y lo miraba con alegría.
Ya sé, tal vez no todos son culpables, ¡pero nadie, ni el cambio del sistema político, me puede obligar a que olvide! A que olvide y a que perdone. ¡Eran demasiado crueles y eran muchos!
Sin embargo, estoy cubriendo una circunstancia cuando digo que los muertos vienen a nosotros. No es así. Es una aparición y un engaño porque de hecho somos nosotros los que… nos acercamos a ellos. Cada día estamos más y más cerca.
Un día nos uniremos a sus filas y con ellos esperaremos para entrar en los sueños de aquellos que habíamos dejado.
En la vida, dejamos demasiado pronto atrás los placenteros paisajes de nuestra juventud. Y hasta el final de nuestras existencias nos parecerá que la juventud no sólo fue corta, sino que huyó con una rapidez vertiginosa. Que aún no habíamos probado todas sus dulzuras, sus perfumes y flores. Durante mucho tiempo nos quedará en la lengua el sabor de todas estas cosas, pero sólo en forma de recuerdos reiteradores. La vida no deja de llevarnos a algún lugar lejano, y nosotros no hacemos más que decir adiós a las riberas que desaparecen.
Aquella época fue la más hermosa. La de los años veinte, cuando Vancura estaba en Praga. Nos veíamos a menudo. Le visitábamos en su casa de la calle Pffená. Pero, más frecuentemente, venía él a buscarnos a nuestros cafés. No obstante, al casarse se mudó, con su bonita mujer, una médico muy joven, a Zbraslav. A menudo cogíamos el tren y le íbamos a ver los domingos. Vancura había sido el director de Devétsil y, aunque algunas veces aparecía, en Praga lo echábamos de menos. Eso pasaba en los tiempos inolvidables en que publicábamos nuestros primeros libros. En cuanto a Vancura, sacó La corriente de la Amazona y El largo, el ancho y el penetrante, dos libritos pequeños que hacían presentir a un futuro poeta, su manera de narrar, su estilo, y que se publicaban en la agradable y sonriente atmósfera de Devétsil, aunque había preparado su pluma para sus primeros intentos desde hacía tiempo.
Vancura, además, sabía pintar muy bien. Y hubo una época en que quería entrar en la Academia de Bellas Artes. En una antología de la obra del pintor Mikolás Ales hay un dibujo más bien grande de San Václav que Vancura había hecho, libremente según Ales. Ni él mismo sabía qué hacía en la antología. Ni la hija del artista Ales, Maryna, que conocía a fondo la obra de su padre, reconoció la mano ajena.
Creo que de todos los amigos yo era el que visitaba a Vancura durante más tiempo. En una cierta época, acudía allí casi cada domingo. Me gustaba mucho estar en Zbraslav. Allí iba a pasear con la que ahora es mi mujer.
Vancura no estimaba demasiado su profesión de médico. Quería escribir, pero la medicina le ocupaba demasiado tiempo. Éste no era ningún secreto y la señora Lída, una médico buena y escrupulosa, lo sabía perfectamente.
Un domingo ocurrió un terrible accidente. La motocicleta en que iba un joven con su amiga chocó con un árbol. El chico dio un salto de medio círculo, acabó en la hierba y no le pasó nada. En cambio, la muchacha resultó gravemente herida. Tenía ambas piernas rotas; y era bailarina. Mientras ambos médicos asistían a la herida, me pidieron que les sostuviera la lámpara de petróleo. Y bastante cerca de la herida. Entonces, en Zbraslav todavía no había electricidad. Cuando vi manar la sangre, me tembló la mano con la lámpara. La señora Lída me dijo que me fuera y Vancura mismo se ocupó de la lámpara. Más tarde confesó que no se asustó tanto de la herida como de la futura suerte de la chica herida. Al final la señora Lída tuvo que hacer otra cosa. Tras haber asistido a la paciente, la hizo trasladar al hospital.
Vancura no era un mal médico, pero la profesión no le llenaba. No obstante la señora Lída afirma de él que algunas intervenciones médicas las había ejecutado con maestría. Pero él mismo estaba convencido de que no iba bien para esta profesión.