También he conocido a todos los perros de Vancura. No lo sé exactamente, pero creo que el que más tiempo habían tenido era el barbudo y despeinado Rek, a quien Vancura quería más que a ninguno.
Una vez, al llegar, encontramos a Vancura luchando con Rek sobre el sofá.
– ¡Si tiene pulgas! -exclamó con sorpresa el compañero Vladimír Stulc con quien había venido.
– ¿Y qué? -contestó Vancura-. Yo también las tengo.
Probablemente no hubiese podido existir sin un perro y una vez pidió a su mujer que, cuando él muriera, le pusiera en la mano un cachorro. Pero entonces la señora Lída pensó seguramente que la muerte estaba aún lejos.
Al estudio de Vancura en la torre se subía por una cómoda escalera. El estudio daba a la terraza. En aquella época Vancura había dejado el trabajo de médico y la bata blanca, que tanto le pesaba, la colgó alegremente sobre un clavo, abandonando así el gremio. Desde entonces se dedicó plenamente a la tarea literaria y le salía un libro tras otro.
He mencionado la escalera de su estudio porque aquí había pasado algo increíble. Una noche, en medio de la tranquilidad nocturna, sonó un golpe. En el rellano de la escalera había una pequeña biblioteca. Cuando se levantaron por la mañana, encontraron sobre un escalón la Biblia abierta, con la portada hacia abajo. El libro, pesado y enorme, cayó de la biblioteca de una manera inexplicable. Cuando, al cabo de una semana volví a Zbraslav con Nezval, éste soltó lamentos apasionados porque a nadie se le había ocurrido leer el texto en ambas páginas abiertas. ¡Seguramente allí había un signo o un aviso! O tal vez una señal, buena o mala.
¡Allí habría habido una mala señal!
El jardín de encima de la torre estaba construido sobre una empinada cuesta. Los huertos eran soportados por las terrazas de abajo. En la terraza más alta, Vancura había improvisado un pequeño campo de tiro. Durante una visita le encontré cuando insistentemente daba en el blanco con su escopeta de aire comprimido. Después de estrecharnos la mano mi amigo me puso inmediatamente en las manos su ligera y elegante escopeta. No he ido al servicio militar y nunca he tenido entre las manos un fusil, ni siquiera tan inocente como aquél. Me enseñó cómo se cargaba y se apuntaba.
Intenté apuntar y el tiro fue lejos del centro del blanco. El brazo me temblaba y otra vez apunté mal. Me volvió a explicar cómo se tiene que apuntar. Al cabo de un rato, aburrido, dejé el fusil, con gran pena por parte de Vancura.
Desgraciadamente, tampoco tuvo suerte Vancura al enseñarme a tirar en aquella hermosa tarde de verano.
La estación de ferrocarril de Zbraslav está en el otro lado del río, atravesando el puente. A menudo nos apresurábamos para tomar el tren, cuando éste ya estaba silbando en el cercano Vrané. Sin embargo, tenía un mal recuerdo de este pueblo.
Durante su estancia en París, Karel Teige conoció al pintor moderno Foujita. El artista le había regalado un dibujo bastante grande, que representaba una mujer desnuda, dibujado en la línea japonesa, pero ya con el espíritu de la escuela moderna parisina. El cuadro era precioso y la japonesa también. Los ojos no podían dejar de sonreír y el corazón de temblar. Al ver mi explosión de entusiasmo y habiendo reflexionado unos momentos, Teige me lo regaló. Era muy bueno. Sin embargo, yo no tenía en casa espacio donde ponerlo y lo guardé enrollado sobre el armario. Pero como Vancura estaba arreglando su piso y tenía las paredes vacías todavía, decidí regalárselo. Al llegar a Zbraslav olvidamos el dibujo en el tren, en una estantería para las maletas. La señora Lída en seguida saltó en el coche y se fue a Vrané, la última parada. El tren estaba allí, pero el dibujo había desaparecido.
A veces ocurría que el tren se nos escapaba, y entonces teníamos que caminar hasta Smíchov para coger un tranvía, o esperar el tren de medianoche, que solía ir lleno de excursionistas. No tengo nada contra éstos, pero los vagones temblaban con sus canciones y, dicho sinceramente, no era nada agradable.
Una vez se me escapó el tren delante de las narices. Como Vancura me había acompañado a la estación, me invitó al restaurante de enfrente, donde tenía una cita con un ciudadano de Zbraslav, Hugo Marek, a quien yo conocía bastante bien de Praga. Era un alto funcionario de la dirección de ferrocarril y ex militar. Además, contaba con una cantidad innumerable de historias que había vivido en el servicio militar y en otras partes y que a Vancura le gustaba escuchar de vez en cuando. Y Marek las contaba de buena gana.
Al sentarnos a la mesa, topamos también con el maestro de natación Sura, que hacía un momento había cerrado la piscina en la otra ribera. Vancura le dio la bienvenida con toda la formalidad.
– Venga, maestro, siéntese con nosotros. Pero díganos antes, ¿qué significan las mesas en su piscina cuando las mesas en cualquier taberna de pueblo significan la salida en el mundo?
Entonces no existía aún la novela El verano caprichoso, pero dos de sus protagonistas estaban sentados con nosotros en la misma mesa. Vancura obsequió a Süra con una actitud hacia el mundo un poco filosófica y escéptica, pero el comandante de la novela es el retrato exacto de Hugo Marek, hasta con su quiste de sebo en la mejilla. Ambos protagonistas son un expresivo testimonio del bienestar del autor bajo el cielo de Zbraslav. Pero la historia sobre Arnostek y su bella Anna es una ficción de Vancura. El último de la trinidad de héroes vino de no sé dónde; no creo que proviniese de Zbraslav.
Estuvimos sentados durante mucho tiempo bajo los árboles. A través de los huecos de su bóveda caía la luz de la luna y añadía un color verdoso a la variedad de historias caballerescas que Marek gustaba sacar del profundo pozo de su memoria. Las breves experiencias de Sura en la piscina también eran dignas de ser oídas. Süra entendía bien a la gente y a los peces. Vancura decía de él que era un buen amigo de todos los peces que hay entre Zbraslav y Vrané; «si por la mañana le pedís una trucha, por la noche ya se estará dorando en la sartén».
Vancura también contaba a gusto sus historias. Pero esto no solía ocurrir con demasiada frecuencia. Había pasado una infancia feliz en la cercana Davle. Me acuerdo muy bien de una de las historias que narró aquella noche.
Fue en la época de la cosecha. El sol abrasaba con todas sus fuerzas. En aquel bochorno, llegó un carro lleno de trigo. Encima iba sentada una pareja de jóvenes campesinos que llevaban la corona del amo para la fiesta de la cosecha. Llegaron al patio y comenzaron a meter el trigo en el granero, mientras abajo esperaba la gente el momento festivo de la entrega. Cuando la chica pasaba el trigo con la horca, la gavilla le cogió el borde de la falda. Como hacía mucho calor, no llevaba mucha ropa. Esto sirvió de impulso al joven campesino para tirar de la horca y, ante los ojos de la gente, abrazó a la chica, que no se resistió demasiado. Y acompañado por la alegría de la gente, la echó sobre el trigo e hizo el amor con ella hasta que se le acabó la pasión. Después, terminaron de meter la carretada en el granero y el amo recibió su corona.
Para las cosas del ámbito amoroso, Vancura no sólo tenía una comprensión de médico de pueblo, sino también una más profunda, desde el punto de vista de un poeta. No obstante, él mismo fue una persona altamente moral y noblemente honrada. Era un personaje refinado hasta el último pliegue de su alma. Y de su abrigo también. Tenía el sentido de una agradable elegancia masculina, no ostentosa, sino natural. Una vez ocurrió que hasta despidió de su consultorio a una señorita que se desnudaba de una manera que no correspondía a la sala de consulta de un médico. Decía de sí mismo que podría ser el sirviente en un harén a plena satisfacción del amo.
Aquella noche del restaurante no fue de hecho más que unos momentos que pasaron de prisa, de esos que por desgracia no abundan en la vida. Pero precisamente por horas como aquélla amamos la vida. Cerca de nosotros se hizo su nido un ruiseñor. La luna brillaba de tal manera que hubiera sido posible localizar una aguja en la hierba. La corriente del río susurraba y era bella como la mujer de quien nos acabamos de enamorar.