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En Navidad me gusta salir a pasear por las calles cubiertas de nieve. En nuestro barrio todavía suele haber nieve cuando en Praga hace ya tiempo que se ha fundido. Y por el camino me agradaba mirar las ventanas, donde por la noche resplandecen los árboles de Navidad. Son unos momentos agradables de última hora de la tarde y el corazón se me alegra. ¡Qué felicidad sentarse luego al lado de la estufa, con una gran taza de té y recordar las remotas Navidades en mi casa!

También había pocos peces aquel año. Al lado de las tradicionales artesas, había largas colas de gente.

Después de haber esperado bastante tiempo, la señora Kornalíkova había traído una buena carpa de tres kilos que, según la costumbre, soltó viva dentro de la bañera. En casa de mis padres en Zizkov no teníamos cuarto de baño, así que poníamos los peces en la cocina, dentro de una artesa. En la terraza se hubieran congelado. Entonces helaba mucho más. Matar a las carpas era una tarea de hombres. Mi padre lo hacía y yo también, con muy pocas ganas.

Así se acercó la Nochebuena. El señor Kornalík mató la carpa y la llevó a la cocina, donde su mujer estaba afilando el cuchillo para limpiar y cortar en porciones el pescado. En aquel instante se oyó un golpe sordo debajo de la mesa. El cocodrilo golpeó el suelo con la cola y rompió en ladridos, primero suaves y luego rabiosos.

Le dieron al compañero del Nilo unos restos de comida, como de costumbre; pero los ladridos no cesaron. A diferencia del cangrejo que el poeta Gérald de Nerval sacaba a pasear con una cuerda y sobre el cual afirmaba que no ladraba como un perro y en cambio conocía el misterio del mar, el cocodrilo de los Kornalík sólo conocía el misterio del Nilo, eso es verdad, pero ladraba como dos perros juntos.

Entonces se llevaron a la carpa fuera del olfato despierto del cocodrilo, pero fue inútil. Seguramente el ambiente de la cocina estaba tan lleno del excitante olor de pescado que el cocodrilo seguía ladrando.

Cuando esto duraba ya bastante tiempo, la señora Kornalíkova miró interrogativamente a su marido. El hizo una señal de que sí. Entonces la señora trajo la carpa y la tiró en la caja debajo de la mesa. Los ladridos terminaron en seco y se oyó un crujido de espinas de carpa entre los dientes del cocodrilo. En un momento se le acabó la cena al animal. ¡Pero a los Kornalík también!

Y por eso, ¡feliz Navidad!

22. LO QUE HAY QUE LLEVARSE A LA TUMBA

En Praga sólo volaba de vez en cuando algún copo de nieve, pero por el camino a la ciudad de Radotín el tren procedente de Praga entró en una espesa ventisca de nieve. Desde allí no se veía nada más. Ni los edificios del ferrocarril. Desaparecieron las colinas y el río debajo de las vías. En vano me hacía la ilusión de ver el castillo de Karlstejn a través de un espacio que limpiaba en la ventana con mi aliento. El castillo estaba completamente sumergido en la niebla de la nieve.

Cuando llegué a la ciudad de Beroun, la nieve cesó como si se lo hubieran ordenado y toda la ciudad estaba vestida de blanco. En aquel momento empezó también el conocido silencio de la nieve cuando lo único que se oye es el crujido de la nieve bajo los pies.

Durante todo el camino de la estación no podía dejar de recordar las cosas de mí vida que han quedado cubiertas de nieve, tanto en esta ciudad como en la región de alrededor.

Primero fue una excursión de verano, llena de perfumes de agua y de cálamo aromático, cuando, niños de diez años con nuestro profesor predilecto, Jaroslav Berger, nos apresurábamos a invadir con nuestros gritos y risas infantiles las murallas fortificadas del castillo de Karlüv Tyn. De esta alegre excursión del fin del año escolar no me quedó en la memoria más que un poco de brillo del oro imperial de la capilla y la inmensa felicidad de la hermosa infancia.

Me acuerdo mucho más exactamente de cómo fui errando en el frío crudo de las salas del castillo de Kfivoklát. Entonces era mucho mayor y durante la visita del castillo tenía una sola preocupación fija: cómo detenerme un poco y, al menos por un momento, huir del grupo numeroso. Lo conseguí bajo una pequeña ventanilla de la fría cárcel en que había pasado momentos amargos el obispo August con su escribiente.

Hasta aquel lugar inhospitalario no conseguí apoderarme de los labios de la chica a quien quería.

Entonces aún no sabía mucho de la tristeza de la bella princesa Blanca de Valois, que se sentía tan nostálgica en el castillo extranjero. Menos mal que su joven marido ordenó coger ruiseñores de los alrededores para que le cantasen bajo sus ventanas. Y estos trovadores hacían lo que podían para que su cara triste se despejase al menos por un instante. Lástima que cualquier ornitólogo pueda fácilmente refutar esta hermosa leyenda. ¡Es tan bonita y tan antigua!

Hoy ya conozco a aquella bella dama y no puedo apartar los ojos de su hermoso rostro.

Entre estos dos castillos famosísimos está situada la ciudad de Beroun, al lado del veloz río. Es callada, un poco ajada y, sobre todo, está cubierta de las cenizas blancas de la fábrica de cemento. Pero entonces, cuando yo caminaba por allí, estaba blanquita con puntillas de nieve en los campanarios y los tejados que parecían enagüillas de monaguillo recién planchadas.

Cuando quiero recordar, tengo que desenterrar muchas cosas de la alta nieve en esta ciudad.

Antes que nada hay innumerables días y noches en la casa de solterón de Karel Kfízek. Es verdad que el protagonista de nuestras reuniones era Frantisek Hampl, quien había nacido junto al río Labe, pero se enamoró de esta ciudad sobre el río Berounka. Más tarde lo homenajeó en varios libros suyos. Karel Kfízek era el mayor y a él pertenecía el honor. Tiempo atrás había trabajado como revisor de ferrocarriles, más tarde dirigió un diario obrero en la ciudad y, al final, decidió ser un buen y fiel amigo de los que nos reuníamos de vez en cuando en su casita. El tiempo pasaba en una atmósfera agradable y amistosa y, cuanto mayores éramos, más cariñosa era nuestra relación.

Cuando llegó la ocupación, y después de ella la guerra, en los días de la desesperación, la tristeza y el hambre, Krízek era infatigable. Conocía a mucha gente en la región y en la ciudad. A los molineros y a los campesinos. Y muchos de ellos, sobre todo los que tuvieron un miembro de su familia detenido por los nazis, llegaron a conocer su noble y valiente corazón. En aquellos tiempos fue detenido Frantisek Hampl.

Ni yo mismo puedo imaginar cómo Krízek pudo encontrar todo aquello. Tenía una jubilación muy baja, era pobre, pero mucha gente llamaba a la ventana, siempre un poco cubierta de polvo. El mismo era un solitario, pero le daba a todo el mundo, de la misma manera que les damos migajas de pan en el invierno a los pájaros hambrientos.

Lo más curioso era que todo eso sucedía delante mismo de las ventanas de la Gestapo. Una vez se quedó enredado en sus dedos impertinentes, pero tuvo la suerte de poder huir.

A pesar de todo llegó a engordar a dos cerdos que luego regaló en su mayor parte. Tranquilamente, sólo un poco asustado. Los cerdos chillaban bastante. Después, cuando estaba ahumando la carne y el olor era penetrante, no hubo otro remedio que abrir el pozo de la letrina y esparcir su contenido por el desordenado jardincillo.

Un recuerdo enciende la mecha de los demás. Nos reuníamos en Beroun durante toda la guerra. Cuando detuvieron a Hampl, estas reuniones fueron más tristes. Pero la tristeza también refuerza la amistad.

Durante mis viajes a Beroun viví tres aventuras. Para mí, que no había visto la guerra de cerca, estas historias fueron emocionantes e inolvidables.

En principio conocí lo que era un ataque aéreo en profundidad. Por primera vez oí el silbar de las balas literalmente alrededor de los oídos. Esto fue en Dusníky, hoy Rudná. Al acercarse los pilotos el tren se detuvo y todos salimos hacia el bosque. La locomotora estaba totalmente agujereada de balas y por los agujeros salía vapor y agua caliente. El libro infantil que llevaba a Beroun estaba horadado también. Quería guardarlo. Pero lo vio un militar alemán, me lo arrancó y se lo llevó. A Beroun llegamos a pie.