Pero tenemos que empezar por otra parte.
Una nación tan pequeña en cuanto al número de habitantes como la nuestra, en los momentos de peligro se une estrechamente a la memoria y la obra de su gente grande y famosa. Estas sombras vivientes no se pueden separar de los muros de nuestra capital, donde la mayoría de ellos vivió y trabajó. Y en momentos así, toda la nación se aferra también a estos muros, que no enmudecen ni mueren jamás.
Me guardo de tocar una cuerda sentimental para que no suene a la melodía que hoy canta cualquier ensalzador de los tiempos antiguos. En los tiempos antiguos, eso es verdad, todos los caminos conducían a esta ciudad, mientras que la capital estaba atravesada por el único camino hacia la esperanza. ¡Cuánto temíamos por su destino -y por el destino de la nación- cuando aullaban las sirenas en los tejados! Esta especie de cariño tiene un nombre sencillo: es el amor.
Los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan, en las épocas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!
Estamos callados mirando los sepulcros de nuestros reyes. Sólo un poeta de una nación grande tiene el coraje natural de describir a sus reyes tal como eran de verdad. Nosotros, más bien, los queremos o callamos.
Un extranjero, aunque venga con buenas intenciones, no puede entender mucho estas actitudes nuestras. El poder penetrar su telaraña inmaterial queda sólo para aquellos que consideran a esta ciudad y a este país como natales.
Pero aun así, nuestra capital nos absorbe por la belleza del panorama de sus calles, casas y palacios, cambiante con el tiempo y creada de nuevo después de haber sido destruida por las llamas. ¡Y siempre sigue teniendo para todos nosotros todo su encanto y toda su belleza! Los agrupa según el orden misterioso de los tiempos y del genio de sus arquitectos, bajo el dominio del Castillo y de la Catedral. La han incluido en el pequeño número de las ciudades más bellas del mundo. ¡Qué consuelo y qué alegría para los miembros de esta nación! Pero hay que preocuparse algo más si recordamos el destino reciente de otras ciudades europeas.
Las narraciones entusiasmadas de los poetas y los científicos no acabarán nunca. Escucho con alegría e interés las palabras sobre sus destinos, sus encantos y muchas historias estrambóticas, tan características de su rostro de piedra, según la crearon los diversos estilos arquitectónicos y los acontecimientos tempestuosos. Pero el día de hoy no influye menos en la evolución de la ciudad; es la prisa de los segundos presentes la que subraya la historia expresiva; y ella es también la garantía y el testimonio de nuestros derechos y de nuestro esfuerzo de muchos siglos en este centro del continente no demasiado feliz.
El mismo nombre de la ciudad, en nuestra lengua materna nuevamente modelado por los labios y el aliento, tiene el género que pertenece a las madres, las mujeres y las amantes. Para nosotros representa sin duda la madre y la amante y suele ser dibujada en forma de mujer sonriente a quien no le falta la nobleza de una figura esbelta. Esta circunstancia añade un afecto amoroso a nuestras relaciones con ella, a nuestras miradas y palabras. Y aunque sus viejos muros fueron quemados por las llamas de las guerras y demostraron una dureza más asociada con los hombres, nos refugiamos con gusto en la tibia y húmeda feminidad de sus jardines, parques y rincones. Naturalmente, en el cielo de Praga no brillan estrellas más resplandecientes que en otras metrópolis de este continente; pero, en cambio, no dejamos de descubrir en ella amenos rincones en los cuales podemos reposar y entregarnos con todo el corazón, pensando en la vida y los vanos sueños. Y aquellas cualidades que nosotros mismos dejamos de ver por culpa de su cotidianidad, las descubre un extranjero en cuanto llega aquí. En otras ciudades no hay ni tiempo ni lugar para esta clase de reflexiones.
Pero ahora hay que guardar silencio. Dentro de unos segundos, cuento hasta cien, empezarán a reventar pegajosamente los húmedos capullos de las castañas. Voy a contar: uno, dos, tres, cuatro… noventa… ¡ahora!
Habíamos acabado. La chica ponía el bolígrafo y el cuaderno lleno de signos taquigráficos al lado del maquillaje, del lápiz de labios y de las llaves, y se despedía. Me incliné hacia su rostro y, medio amistosamente, medio paternalmente, la besé en la frente. Durante medio segundo se quedó vacilando, luego me sonrió de una manera deliciosa y me besó en los labios.
Estoy plenamente satisfecho con esta clase de agradecimiento. ¡A mi edad valoro ya muy alto una sonrisa así!
25. EL PRIMER AMOR
En la época en que no se podía ni pensar en la enseñanza mixta, en nuestro instituto estudiaban, en una clase inferior, cuatro chicas. Eran guapísimas. Nosotros, los de las clases superiores, teníamos prohibido relacionarnos con ellas. Nos lo habían ordenado. Las muchachas no salían de su clase ni durante el descanso. Sólo las solíamos ver cuando alguien abría la puerta. Antes de cerrarla, les mandábamos besos y ellas se reían. Las cuatro estaban sentadas en la última fila, como unas gallinitas encaramadas a la percha. Al cabo de unos años, se quedaron con cada una de ellas nuestros compañeros de instituto mayores que nosotros. A una de ellas la mató de un disparo un tirador imprudente en la barricada de mayo. Ahora me gusta recordar sus caras bonitas y amistosas. Embellecieron nuestros años escolares, no siempre muy agradables.
En los años perplejos de la juventud, cuando a uno le cuesta tanto revelar sus secretos a los demás, a la criatura joven le aflige un sinnúmero de preocupaciones difíciles de resolver. Pero hay algo que sí puede superarse por ser joven.
En la primavera, cuando los árboles empezaban a florecer, me iba a menudo a Petfín, al jardín Semináfská zaharada, a lamentarme en silencio, rodeado de la blanca belleza. En la paz de la primavera consultaba a las nubes flotantes. ¿A quién, si no? Con ellas no me sentía tan solo y además despertaban mis anhelos. Antes que nada, anhelos de las lejanías. Naturalmente: no me dijeron gran cosa, pero por lo menos me alegraron. Siempre se dice que la juventud es despreocupada. Sí, ya sé que los motivos pueden ser fútiles y ridículos, pero las tristezas y tribulaciones no son menos graves que las de una persona mayor. Los mayores suelen olvidarse de su juventud y no suelen recordarla.
En el jardín Semináfská me sentaba en un banco desvencijado, bajo un viejo frutal. Un verano dio por última vez una cantidad extraordinaria de frutas y el tronco se partió por la mitad bajo su peso. Una señora viejecita que venía allí a menudo miraba el árbol destrozado y lloraba desconsoladamente. Ella también tenía ya bastantes años. Probablemente aquél fuese su último pariente próximo.
En algunos campanarios del barrio de Mala Strana tocaban las dos de la tarde. Estas mismas campanas las escucharía también el señor Vorel al abrir su tiendecilla. Encendería su pipa y observaría la desierta calle de Ostruhovní. ¡Ay, Dios, ya hace más de cien años!
Cuando la primavera llena todos los caminos de Petfín con su aire perfumado, no sé qué tema sería más conveniente para un joven que el de pensar en las muchachas. Mentalmente, yo abrazaba a las cuatro muchachas del instituto. Una tras otra, según me iba enamorando. Pero no sólo amaba a éstas, sino a muchas otras de aquellas chicas que no podía dejar pasar por la calle sin volverme y que me sonreían.
En la primavera, todas las chicas parecen hechas de aire y de perfume, aligeradas por la brisa como para ir a bailar. Resplandecen con colores nuevos y frescos. Son especialmente dulces y al mismo tiempo frágiles como unas preciosas muñecas de porcelana que nunca dejan de sonreír. Sobre el respaldo del banco, todo cubierto de inscripciones, yo escribía a veces cartas enteras con la uña.
Dulce y amada: Estoy suspirando y lamentándome y tú no me oyes. No puedes imaginar con cuánta ansia te espero. Si estuvieras aquí conmigo, te prepararía un ramito de violetas y te leería unos poemas que ayer escribí para ti. Y luego pasearíamos cogidos de la mano por este exquisito camino, bajo los árboles, que parecen acabarse en sus copas. Después vagaríamos por las amenas callejuelas de Mala Strana y llegaríamos hasta debajo de las esbeltas ventanas de la catedral. Están repletas de ángeles. El antiguo órgano tocaría dulcemente una melodía de amor. Al menos a mí me parece que es una melodía amorosa, porque, cuando la oigo, siento un ligero y agradable escalofrío y tengo que pensar en las chicas que se miran al espejo.