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Aquí acabaría la carta.

No obstante, escuchando aquella tonalidad me imagino además que me estoy acercando a la chica del espejo. La abrazo y le inclino la cabeza hacia atrás para poder fijar mi boca con más pasión en la suya, sorber su aliento y su saliva hasta que los besos tengan el color de la sangre. Por aquella época había leído esto en alguna parte.

¡No, no! No escribí allí una tontería como ésta. Eso sólo se me ocurría viendo sobre mi cabeza las vedijas rosadas de las flores del manzano.

Como de costumbre, no tenía ni la dirección ni el nombre pertenecientes a uno de aquellos rostros de chica en los que entonces pensaba. Por suerte, no era más que un anhelo inocente que venía, hacía un poco de daño y luego desaparecía para siempre.

Las golondrinas volaban a mi lado y espantaban con su vuelo rápido los sedosos pasitos de aquellos sueños juveniles.

Cuando las golondrinas vuelan tan cerca de la tierra, es que está a punto de llover. Que llueva, pues, y que la lluvia cálida lave todas estas remotas necedades.

El compañero que estaba sentado a mi lado en el instituto me contó que había una pequeña callejuela en Mala Strana que se llamaba Umrlcí [Del muerto] donde hay unas cuantas casas de citas con rameras. Según él, las chicas no podían salir de allí, estaban estrictamente vigiladas. Los que más iban allí eran los soldados húngaros. Las señoritas, que así las llamaban, llevaban ropa interior, sentaban a los soldados sobre la falda y los soldados las besaban cuando les apetecía. El compañero no sabía nada más. Estrechándole la mano, le juré que no revelaría nada.

Eran los últimos meses de la guerra y Praga estaba llena de soldados húngaros.

Rápidamente, al día siguiente, me dirigí a Mala Strana. Un poco por curiosidad y un poco por otra cosa. Desde Zizkov había un buen trecho de camino. El corazón me palpitaba con violencia. En el mercado quedaban, desde por la mañana, unas pocas paradas de fruta y de verdura. El carnicero que tenía su tienda en una casa vendía aún en su puestecito, donde también tenía su tajo. En el pequeño escaparate colgaban unos corderos muy blancos. En los cuellos degollados llevaban un lacito rosa. Yo iba caminando entre las paradas, vacilando; pero rápidamente me decidí y fui a la callejuela Umrlcí. Estaba a unos pasos. Intuía qué calle era y resultó ser aquélla. Según el rótulo de hojalata se llamaba Bfetislavova, pero según averigüé más tarde, nadie la llamaba de esta forma. Era la callejuela Umrlcí, porque tiempo atrás pasaban por allí los cortejos fúnebres que iban al cementerio. El nombre le quedó, aunque el cementerio había desaparecido hacía tiempo. Era corta y estrecha.

¡Y desierta! No había nadie. Subí a lo largo de las casas y miré con curiosidad las ventanas de la planta baja. En ninguna parte se movió la sucia cortina. Seguramente la primera hora de la tarde no era el momento del amor. Tal vez las chicas dormían la siesta. En la colina, me volví con decepción y bajé otra vez. Al llegar a la última casa de abajo, oí unos suaves golpecitos en la ventana. Miré hacia allí. La cortina se corrió y al lado de la ventana había una chica con una trenza morena sobre el hombro. Me quedé petrificado de sorpresa.

Cuando se dio cuenta de mi mirada de espanto, sonrió y me dijo algo. Pero yo no oí su voz a través del cristal, la calle es tan estrecha que me hubieran bastado dos pasos para atravesarla. Se la puede saltar fácilmente. Miré otra vez, ahora con más tranquilidad, a la ventana cerrada. La chica era bonita; al menos, así me lo parecía. Me sonreía amablemente y yo dejé de sentirme asustado. Cuando reconoció mi tímida vacilación, con un solo gesto se desabrochó la blusa blanca. Creo que me puse pálido del susto y que, después, se me subió toda la sangre a las mejillas, mientras que miraba intimidado los desnudos pechos de la muchacha. Me quedé allí, perplejo, como si a mi lado hubiese caído un rayo. La chica sonreía y yo me tambaleaba. Todo aquello duró sólo unos segundos. Mientras tanto, la muchacha se volvió a abrochar, muy lentamente, y con un gesto de la mano me invitaba a entrar. Luego, la cortina se cerró.

Emprendí una confusa huida.

Quería estar solo y corrí a toda prisa a lo largo de la calle Vlasská; no paré hasta llegar al final de la escalera de Petfín. Después, me dirigí al jardín Semináfská.

El jardín estaba inundado de flores. ¡Qué suerte que los árboles floreciesen precisamente entonces! Debajo de sus ramas envueltas en flores me sentía bien. La belleza nos hace reconciliarnos con el mundo. En el melódico zumbido de las abejas ordené mis pensamientos hasta cierto punto y me tranquilicé. Obligué al corazón a que se quedara callado.

Desde mi juventud, cuando aún no me daba cuenta de ello, pertenecía a los fieles partidarios de uno de los más bellos mitos que hay en el mundo. Creía en el mito amoroso de la mujer. Hoy ya es difícil de encontrar. Las mujeres han abandonado su aureola invisible y por eso se peinan de otra manera. ¡Qué lástima! No hay en el mundo nada más hermoso que una flor desnuda y una mujer desnuda. Ya sé que estas bellezas son muy conocidas, pero aun así siguen siendo misteriosas y queremos redescubrirlas otra y otra vez.

No es que quiera ensalzar los viejos tiempos. Seguramente también fueron malos y no valieron nada. No obstante, me tengo que preguntar a dónde se fue la timidez amorosa en la mayoría de los hombres, en dónde desapareció el respeto caballeresco hacia la mujer. En el juego del amor, éstas eran unas ceremonias encantadoras que lo enriquecían y lo hacían durar más. De verdad que no soy ningún moralista, pero me parece que la mayoría de las mujeres también desprecia ahora esta clase de comportamiento y lo ha rechazado.

La primera aparición del cuerpo femenino que me ofreció una ventana en la planta baja llena de polvo cayó en mi corazón como una bomba de efecto retardado. No dejaba de tener su imagen clara y resplandeciente ante los ojos. Me acompañaba siempre y representaba para mí todo lo que más anhelaba en aquella época, cuando ya empezaba a tener unas verdaderas ansias de amor.

¡Qué púdicas y enrojecidas, como de virgen, me parecían aquellas dos flores redondeadas, con las cuales florece el cuerpo de la mujer al encuentro del amor, cuando el tiempo de la infancia se acerca a la móvil frontera de la feminidad! No deseaba otra cosa que poder descansar la cabeza entre ellas y apretar la boca sobre aquella delicia y aquella fragancia. Pero el miedo me ataba los pies con una cuerda invisible.

Tenía la sensación de que era el amor lo que me sollozaba en el pecho, de que oía la pulsación de su sangre en la mía. La pobre muchacha de la calle Umrlcí se bañaba en mis ocultas lágrimas, en el fondo de mis ojos. Así como la circunstancia deplorable de la casa de citas me tenía que repugnar, la imagen de la chica me empezó a atraer inexorablemente. Estaba convencido de que esta fuerza sólo puede venir del poder de un amor verdadero. Y eso me daba miedo. Tenía una sensación como de estar comprometido con aquella chica. Para siempre.

En aquel tiempo, los cuatro rostros amenos, puros y bonitos de los bancos estudiantiles de nuestro instituto se hundían entre las sombras y desaparecían como cuando bajamos despacio la mecha de lino en una lámpara de petróleo encendida.

¡Vaya por Dios -hubiera dicho mi madre-, qué broma!