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Pero no me atrevía a entrar en el sombrío pasillo en busca de la chica. Como si en el umbral hubiera un perro rabioso y violento, como si el pomo de la puerta hubiera estado incandescente, vagué muchos días por aquellos lugares. Algunas veces ni iba al instituto. Pero ya no volví a ver a la chica. La ventana estaba muda y ciega. Yo inventaba que tal vez estaba enferma y me convencía a mí mismo de que quizás necesitaría que yo me sentara sobre su lecho y le tomara la mano. Pero no me atrevía a entrar en la casa. Maldecía mi propia timidez pero cada vez que me volvía a encontrar delante de la casa, aunque antes había decidido firmemente que entraría, que esta vez sí entraría, me decepcionaba a mí mismo y, casi mecánicamente, mis pies me llevaban a lo largo de la negra entrada. Hasta yo mismo me sentí ridículo.

La pobre chica, desgraciada y tal vez ni siquiera bonita, me acompañaba a todas partes mientras erraba. Estaba conmigo todo el día, era la muda acompañante de mis tristes pensamientos. Iba incluso por la noche y sus pechos, seguramente manoseados hasta llorar por las ávidas manos masculinas, me brillaban, seductores, a través de la oscuridad. Conmocionado, le ponía sobre su cabello moreno una corona verde, una vez con violetas, otra con prímulas. Me miraba con algo de asombro. Llevaba una falda chafada y sucia. ¿Y qué? ¿Qué clase de poeta era yo? Malo, o mejor dicho ninguno. ¿Y qué clase de amante?

Al final me esforcé y decidí firmemente que tenía que dar aquellos pocos pasos fatales. Me compelía el deseo. Si me atrevo a girar el pomo de la puerta todo será fácil. ¡Sólo dar esos pasos! Iba a cerrar los ojos y a apretar los labios. ¡Era cuestión de unos segundos! Con esta resolución llegué hasta la casa. Pero en el umbral había una vieja desconocida. En seguida se dio cuenta de mi miedo y me cogió del brazo para llevarme dentro. Con su boca sin dientes me susurraba algo obsceno sobre señoritas guapas que estaban esperando que las eligiesen. Me arranqué de su mano y me alejé apresuradamente.

Durante unos cuantos días, no volví al barrio de Mala Strana. Y otra vez me juraba a mí mismo que superaría aquel miedo, aquella cobardía. Pero esta vez, cuando acababa de entrar en la calle, vi, delante de la casa adonde me dirigía, una rata enorme sobre el pavimento. Arrastraba en los dientes algo sucio. Me vio en seguida, pero se paró tranquilamente y me observó con sus ojos rosados. Sólo al cabo de un momento saltó sobre el umbral y desapareció por el pasillo en el que yo estaba a punto de entrar. Me volví asqueado y nunca más he vuelto a pasar por aquella callejuela.

Pero durante mucho tiempo estuve convencido de que en mi vida no sentiría nunca una felicidad tan grande, de que nunca vería algo tan milagrosamente sorprendente como lo que sentí y vi aquel hermoso día en la ventana llena de polvo en la calle Umrlcí, en Mala Strana. En abril, cuando florecían casi todos los árboles en el jardín Semináfská y hacía tan buen tiempo.

¡Qué hermoso era!

Cuántas veces, recordando esta aventura, he suspirado: ¡Cómo es posible equivocarse tanto!

26. En la tumba del rabino Lowe

Hace unos años, el arquitecto parisino August Perret, el que construyó la catedral de Raincy, vino de visita a Praga. Apenas salió de la estación, sus alumnos y amigos le preguntaron qué es lo que le gustaría ver primero. Y Perret contestó, un poco sorprendido de la pregunta:

– ¡El antiguo cementerio judío, naturalmente!

Este famoso monumento es como un reproche. ¿Cómo pudieron permitir, los encargados y los no encargados, que se cortasen partes del cementerio judío para obtener parcelas y construir allí unos estúpidos edificios de pisos, que todavía están allí para vergüenza de sus promotores? Las cinco sinagogas, el cementerio y los restos del ghetto constituirían hoy un área histórica, significativa también por la tradición de los sabios rabinos de Praga y coronada por las leyendas judías, famosas mundialmente.

Una vez estuve en el antiguo cementerio judío con el poeta Nezval. Fue por aquellos años en que nuestros versos eran tan jóvenes como las muchachas de las primeras clases del instituto.

En aquellos tiempos, aunque creo que más tarde también, a Nezval le excitaba todo lo que estaba marcado por el misterio y el romanticismo. Sé positivamente que visitaba a las clarividentes, que soñaba con una bola de cristal, que se hacía adivinar el futuro por la letra y por la mano, y este último arte incluso lo aprendió. Estudiaba cuidadosamente los libros sobre astrología y los horóscopos. En el oficio de interpretar los horóscopos le inició el dramaturgo Jan Bartos. Es sabido que hasta se predijo su propia muerte. Afirmaba que moriría en Semana Santa. Si no recuerdo mal, murió en Sábado Santo. Pero seguramente no esperaba que sería tan pronto.

Nos alejábamos del café Hanavsky pavilón; donde algunas veces nos tomábamos una copa de ajenjo. Esta era nuestra ceremonia entre los poetas. No solíamos tener dinero para otra cosa. Luego Nezval me propuso que fuéramos a ver el antiguo cementerio judío.

Los judíos ponían siempre piedrecitas sobre el sepulcro del rabino Lówe y pronunciaban sus deseos, pidiendo al rabino milagroso que atendiera a su ruego. Pero según decían, era más eficiente escribir el deseo sobre un trozo de papel y echarlo por un agujerito que había entre dos tablas. Nezval arrancó de la agenda dos papelitos y me dio a mí uno. El escribió: «Quiero ser un célebre poeta checo y vivir hasta los noventa años.» Y, envuelto en un aire de misterio, echó la nota en el sepulcro. Como sabéis, el rabino atendió su primer ruego. El segundo no.

Yo escribí un solo deseo, menudo, pero ardiente, y se hizo realidad poco tiempo después. Fue un hermoso día de primavera, en el parque de Stromovka.

27. La señorita Toyen

Nunca he dormido hasta tarde por la mañana. Solían despertarme mis poemas y escuchaba con gusto el murmullo melódico de sus palabras. Me gustaba el cielo amarillo y rosado de la mañana y esos besos que se dan cuando uno está medio dormido aún. Pero cuando los versos más insistentes me arrastraban por el cabello fuera de las tibias sábanas, me sentaba en la mesa y escribía. Todo lo demás podía esperar.

Me gustaba escribir los poemas incluso sentado a la mesa de la cocina, mientras mi mujer trabajaba ablandando escalopas o rellenando un pollo. Me gusta el olor de algunas especias. También solía escribir en un café lleno de gente y humo.

Pero empezaré por otra parte.

Delante de nuestra casa de Zizkov, en la antigua avenida de Hus, a la hora en que volvían los obreros de las fábricas, solía encontrar a una chica extraña, pero interesante. Durante mis años estudiantiles, las mujeres todavía no llevaban pantalones con tanta naturalidad como hoy.

La muchacha, que probablemente regresaba a casa, llevaba pantalones de lino burdo, una camisa de pana masculina y una gorra de visera en la cabeza. Calzaba unos feos zapatos.

Pero su rostro de chico tenía algo atractivo y dulce. Incluso cuando sonreía, su expresión era más melancólica que llena de despreocupación juvenil. Esto contrastaba mucho con su tosco exterior de trabajo. Varias veces me volví a mirarla. Cuando ella se dio cuenta de esto y vio que no lo hacía sólo por curiosidad, me sonrió. Desde entonces éramos en cierto modo como amigos, aunque nunca me atreví a dirigirme a ella.

Hasta unos años después no me enteré de que entonces trabajaba en un taller donde se fabricaba jabón. Tenía las manos resquebrajadas y quemadas por los corrosivos. Pero un día desapareció y la busqué en vano desde entonces a la hora acostumbrada.

En la vida del hombre suele haber unos cuantos momentos, pero no muchos, que incluso después de años, se quedan frescos en nuestra memoria. Y son más que inolvidables. Después de largo tiempo tenemos todavía la impresión de que hace muy poco que los experimentamos. Un momento así representa para mí el primer encuentro completamente casual con Karel Teige. Veo con precisión su rostro sin afeitar desde hacía tiempo, su sombrero de tela arrugado, «graciosamente descascarado», según decía Milena Jesenská, nuestra posterior amiga, sus gestos firmes y sus bellos ojos negros. El escritor S. K. Neumann me presentó a Teige en un bar de la calle Stépánská. Me lo presentó informalmente: