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Nezval, que en aquella época estaba empleado en la redacción del diccionario de lengua checa de Masaryk, estaba, como siempre, un poco impaciente. No pudo esperar hasta llegar a la letra T, y ya que los manuscritos sólo habían llegado hasta la C, escribió rápidamente la entrada Cermínova Marie. La escribió con entusiasmo. Cuando se publicó el diccionario, en una reseña de un periódico se sorprendieron por esta entrada, porque a Marie Cermínova la conocía muy poca gente.

Creo que pocos pintores fueron honrados de esta forma en los siguientes volúmenes del diccionario.

Era una chica agradable y bonita. La queríamos todos.

De la misma manera que no le agradaba su apellido, también se avergonzaba de su sexo femenino. Siempre hablaba de sí misma en forma masculina. En principio esto nos parecía algo extraño y grotesco, pero con el tiempo nos acostumbramos.

Recuerdo un hermoso diálogo, después de medianoche, en una calle praguesa. Nos detuvimos a tomar una copa; fuera, helaba. Toyen estaba viviendo en casa de su hermana, en la estación de Smíchov. Su cuñado trabajaba allí como jefe de estación. Llamamos un taxi y sentamos a Manka adentro, pero antes de ponerse el coche en marcha, Manka abrió la ventanilla, abrazó a Teige y le comunicó con voz trágica:

– ¡Adiós! Soy un pintor triste.

Teige le recomendó que se sentase en un rinconcito y todos le deseamos de todo corazón que durmiese bien. ¡Y buenas noches!

No lo oyó todo, porque el coche se alejaba ya, llevándose a la pintora triste a Smíchov. Naturalmente no creíamos en su tristeza. Toyen era animada y alegre; hablando, decía directamente lo que pensaba y nos encontrábamos bien en su compañía.

¡Los cafés de Praga! Los restos que nos quedan hoy no pueden ser un testimonio sobre la vida de los cafés entre las dos guerras. Tenían carácter, a menudo muy distinto el uno del otro. A los más tranquilos iban los estudiantes, y los lectores de diarios tenían allí toda la prensa conseguible de Europa. Algunos periódicos extranjeros llegaban el mismo día. En el centro de la ciudad había cafés de lujo, muy visitados por las damas mundanas. En esta clase de cafés los camareros se afeitaban dos veces al día, cosa que entonces me parecía increíble. Luego hubo cafés frecuentados por los artistas. Los actores iban a Slávie. También nosotros nos sentábamos allí cuando queríamos estar solos. Pero en el café Nacional que hoy ya no existe, solíamos estar a diario. En cierta época visitábamos también el Metro.

Al café Unionca, situado en un palacio de la esquina de las avenidas Národní y Perstyn, iba la gente en tiempos más viejos. Cuando se acercaba su fin -estaba bastante decrépito- sólo lo visitaban los contemporáneos, los amigos y los deudores del amo, el señor Patera. Yo también le debo dos cafés. A los cafés de invierno iban los enamorados para poder estar cogidos de la mano por debajo de la mesa. En el café Nacional, los muchachos invitaban a sus amigas a una copa de arroz helado con melocotón y nata.

Unos antiguos versos de Gellner, con los que el poeta se despedía de los cafés vieneses, eran incomprensibles para nosotros:

Dura es la despedida del teatro de revistas donde cantaba un pobre coro por la noche; y de los cafés. ¡Cuánto me gustaba su aburrimiento! Dos años jóvenes pasé sentado allí.

Pero nosotros, en los cafés de entonces, no nos aburríamos nunca. Todo lo contrario. Las salas estaban llenas del murmullo de las alegres voces, del ruido de los pasos, de las sillas y sillones arrastrados y del tintineo de los vasos y los platos. No, silencio no había allí. O tal vez sólo lo había por la mañana. Pero tengo un amargo recuerdo de una visita matinal. En el café se discutía, se hacían planes, se producían polémicas apasionadas y nunca se tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Allí se podían leer todas las revistas culturales y las caras revistas extranjeras con fotografías. La erótica La vie parisienne era de las más leídas y al cabo de unos días estaba rota como una bandera después de una guerra. Las señoras miraban las modas extranjeras y algunas incluso arrancaban las páginas cuando el camarero no miraba. Y sonreían cuando se enfadaba el camarero que compraba las revistas.

Después de una noche pasada en vela discutiendo, el poeta Hora y yo estábamos en el café Nacional, medio vacío.

En el guardarropa todavía no había nadie, así que echamos los abrigos y los sombreros sobre las sillas vacías y continuamos en la larga conversación nocturna. Llevaba más o menos una semana de casado y mi mujer me regaló con sus ahorros un precioso abrigo de tela inglesa y me compró, en la mejor tienda, un elegante sombrero de terciopelo y unos guantes de gamuza. Hasta me consiguió un bastón de bambú. Entonces estaban de moda. Vestido así, seguramente tenía un aspecto extraordinario. Todos me tomaban el pelo. Cuando al cabo de dos horas nos levantamos para irnos a casa, no encontramos en la silla ni el abrigo, ni el sombrero ni los guantes. Incluso el bastón desapareció. Hora comentó fríamente que era el castigo por mi elegancia exagerada. Me sentí muy triste. El ajado abrigo de Hora, naturalmente, lo encontramos sobre la silla.

Lo único que nadie tomaba en las cafeterías era café. Era legendariamente malo. Las dos coronas que valía eran como pagar la entrada, en el invierno, a una sala cálida y, en el verano, a un local lleno de humo. Además, el ambiente amistoso siempre valía la pena. En el café Nacional nos solíamos sentar al lado de la ventana, en un rincón. Cerca de nuestra mesa hubo el asiento del profesor Pekár. Se sentaba al lado de un montón de diarios. Fumaba puros y a veces parecía que nos escuchaba con un oído. ¡Pues que escuchase!

Con la señorita Toyen -pero no, así no la llamábamos nunca- hojeábamos, desdeñosos, la revista Volné Smery.

¿Dónde están aquellos hermosos y un poco traviesos días cuando no nos tomábamos en serio casi nada? Éramos jóvenes, nos gustaban las señoritas bellas y elegantes y Toyen nos aseguraba con insistencia que ella pecaba de lo mismo; pero creo que aquello no era más que un juego y una parte de su autoestilización masculina, que tanto le agradaba.

De todos modos, no teníamos nada en contra.

El arquitecto Bedfich Feuerstein era, me parece, un poquito mayor que nosotros. Pero ya era un hombre y artista hecho. Ya se estaba acabando su edición monumental del Instituto Geográfico y el Teatro Nacional había hecho varias escenificaciones suyas, plásticamente elegantes, sorprendentes. Cuando Teige y yo estuvimos en París por primera vez, ya en las primeras horas topamos con Feuerstein. Junto con Sima nos iniciaron en la complicada belleza de esta ciudad. Según me acuerdo, este hombre elegante e interesante no compartía con nosotros muchas de las locuras que hacíamos al principio de nuestra carrera artística, como, por ejemplo, la primera exposición de Devétsü.

El era entonces amigo de los hermanos Capek y de los Tvrdosíjny. No obstante, entraba también en nuestros círculos, se hizo amigo nuestro y al final se encariñó con nosotros. Le correspondíamos con una cierta confianza y respeto.

Y este hombre, de repente, se enamoró de Toyen. Me parece que con bastante insistencia. Sabíamos que no solía tener suerte con las chicas. El mismo lo admitía. Por eso prefirió confesar su súbito ardor a alguien. Me eligió a mí. Naturalmente se lo conté en seguida a Manka. Esperaba que me despidiera con unas palabras frías. Pero no fue así. Lo escuchó con una sonrisa que podría decirlo todo o nada al mismo tiempo.

Un día Feuerstein apareció en el café y sacó de su cartera una rosa muy graciosamente envuelta. La desenvolvió y se la dio a Toyen con estas palabras: