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– A la musa de Devétsil.

Las rosas no eran lo que más agradaba a Manka. Puso la hermosa flor en un vaso con agua y dejó de hacerle caso. Temía que se le olvidara en la mesa. No consideraba esa manera de galanteo como la más agradable.

Ya no me acuerdo cómo terminó aquella pequeña historia de amor. Creo que de ninguna manera. Se deshizo silenciosamente. También por el hecho de que Feuerstein, al cabo de poco tiempo, se fue al Japón, invitado por el arquitecto checo Reimann. Pero la palabra musa se quedó colgada de alguna manera en las nubéculas de humo de encima de la mesa.

Admito que una tal designación de una mujer joven y bella me complacía, aunque Teige lo comentó con una burla. Seguramente no tenía a Toyen por la más ideal para esa antigua misión, ni la palabra musa le cabía en el diccionario moderno. En cambio yo, en silencio, inauguré a Toyen en esta gloriosa función. Aunque no había bebido con las hijas de Zeus de la sagrada fuente de Hipocrene, la cual, según el profesor Entlich del instituto de Zizkov, salió bajo el golpe del casco de Pegaso, Manka era bastante bonita y amaba la poesía; entonces, ¿por qué no?

El destino de Feuerstein fue trágico. Una grave enfermedad nerviosa le condujo hasta el puente Trojsky y allí terminó su vida con un salto al agua. Como hombre y como artista era inapreciable. Nezval compuso un bello poema sobre él. Pero creo que se merecía uno aún más hermoso.

Con su presencia, Toyen incrementaba una agradable atmósfera creadora. Participaba en todas las conversaciones y polémicas y tenía una firme fe artística. Gustaba a muchos. Es que también creaba atmósfera con su atractivo de chica. Escribí unos poemas sobre ella. Publiqué algunos y Toyen me sugirió que tradujera el ciclo de sonetos lesbianos de Verlaine. Tres de ellos publicó Styrsky en su Revista Erótica.

Poco después de acabar la guerra -Styrsky ya no existía-, Toyen se marchó a Francia.

Desapareció en París como en una ventisca de nieve. ¿Pero nieva en Francia tan espesamente como aquí? No lo sé. El caso es que desapareció en la inundación de luces en los bulevares. O se perdió en el brillo de los diamantes exhibidos en la Rué de la Paix. Se convirtió en francesa y hay poca probabilidad de que algún día atraviese de nuevo el puente Carlos.

Ahora ya no me levanto tan temprano. Pocas veces los versos me arrancan de las sábanas. Me gusta dormir aunque el cielo esté todo rosado. Una persona de edad a punto de llorar en cada emoción. Y con frecuencia me duermo aunque truene. Los ancianos duermen para irse acostumbrando: cuando se duerman para siempre, dormirán una eternidad tras otra. Ya han muerto Teige y Nezval. También Styrsky, Feuerstein, Wachsman y Muzika. Han desaparecido Josef Havlícek y Honzík, y los poetas Halas, Biebl, Hofejsí, Vancura y Hora. Han muerto muchos de aquellos con los que vivíamos y con los que experimentábamos nuestras alegrías.

Sólo quedamos Toyen y yo. Hace poco, Toyen me envió un recuerdo de París.

Ya está llegando mi hora. Pero tengo un deseo arbitrario e irrealizable. Me gustaría vivir hasta el próximo milenio. Al menos un día, o dos, o tres, y echar un vistazo sobre los mejores tiempos de los años que vienen.

De todos modos, este siglo parecía un trapo de carnicero: No dejaba de correr en él la espesa sangre negra.

28. UNA CAJA LLENA DE MAR

A partir del momento en que me topé, al lado del Teatro Nacional, con dos marineros austríacos, decidí firmemente que sólo trabajaría como marinero. Aquellos hombres estaban bronceados, tenían unas figuras esbeltas y a primera vista parecían atrevidos y valientes. Al menos así los vi yo. Tenía diez años, iba a cuarto curso y conocía el mar sólo por lo que me habían contado. En sus elegantes gorros tenían escrito con letras doradas «Viribus unitis» y el aire del río jugaba con las dos cintas negras que colgaban por detrás del gorro. No podía apartar la vista de ellos y los seguí como hechizado hasta la calle Ovocny trh. Las cintas ondeantes me encantaron de tal modo que, desde aquel momento, me entregué a las bellezas enigmáticas del mar.

En la sala de estar de mi casa teníamos la reproducción de un óleo de Knüpfer. Representaba el mar hasta perderse de vista y en las rocas de la costa estaban sentadas tres ninfas. Las olas que rodeaban las rocas acariciaban amorosamente su graciosa desnudez.

Me gustaba mirar el cuadro cuando pasaba ante él, al menos de reojo, aunque tengo que admitir que me atraían más las ninfas que el mismo mar. En cambio, me paraba regularmente delante de los escaparates de las pescaderías donde tenían algunas veces unos cangrejos y unas gambas que habían sido cocidos hasta ponerse rojos. Me inventaba la belleza exótica del fondo del mar para acompañarlos y me imaginaba cómo los cangrejos huían, al lado de las actinias, y agitaban las pinzas de una manera amenazadora.

Era septiembre, empezaba el colegio y mi madre decidió comprarme un traje nuevo. En el viejo ya se me salían los codos.

Me costó mucho trabajo persuadir a mi madre de que, en vez de un traje normal, me comprara uno de marinero, con una gorra en lugar del vulgar sombrero acostumbrado. Ocurría que mi madre había visto una vez a dos chicos que se peleaban en la calle, golpeándose con los gorros, e imaginaba qué aspecto podría tener una gorra marinera. Pero al final, sí, levantó una de las tazas de un armario y contó las coronas. Y nos fuimos. Cerca del teatro Stavovské, en la calle Zelezná, tenía el señor Hirsch una tienda con vestimenta de chicos. Los padres nos enseñaban las quietas figuras de los maniquís que había en el escaparate y las ponían como modelos:

¡Un aspecto así tendrías que tener! ¡Por lo menos el domingo!

Y entre aquellos maniquís había también un pequeño marinero, con la mano sobre la frente como si estuviera mirando las luces del faro desde su barco. Los trajes marineros estaban de moda, pero yo no lo sabía. Al ver al chico me emocioné tanto que el corazón me empezó a palpitar fuertemente. Mi madre estuvo mirando el escaparate durante mucho tiempo y aún me quería persuadir. Pero cuando vio mi cara bañada en lágrimas, no dijo nada más y entramos en la tienda.

La marinera y los pantalones eran de tela barata; la gorra, en cambio, estaba rodeada de una cinta sobre la cual estaba escrito con letras doradas «San Marino» y llevaba dos cintas negras. El mismo día fui a la calle Krásova, que era muy pendiente y dos veces bajé a galope hasta el tranvía. Casi me atropello en una de ellas. Todo esto para que me ondeasen las cintas. Y las cintas volaban en el aire y yo estaba en la cima de la felicidad.

Mis sueños marineros continuaban, con pequeñas evoluciones.

En mi clase en la calle de Palacky tenía un compañero; corrían rumores de que estaba enfermo. Era de familia pobre y numerosa. El muchacho, llamativamente pálido y flaco, tosía a veces. El maestro, al que todos queríamos sinceramente y que quedó grabado imborrablemente en nuestras memorias, miraba a veces el rostro del chico lleno de preocupación. Y probablemente fue él quien avisó a una organización caritativa que se ocupaba de la salud de los niños escolares e hizo que se encargase del muchacho. Y la organización mandó a nuestro compañero al mar Adriático.

Al cabo de dos meses el chico regresó. Había cambiado.

Las mejillas morenas se le rellenaron, los ojos, antes como inundados y tristes, miraban alegremente el mundo. ¡Nos costó reconocerle! Y cuando volvió a sentarse en el banco, entre nosotros, el maestro le invitó a que nos contara algo sobre su estancia a la orilla del mar.

Al día siguiente trajo al colegio una caja de cartón llena de toda clase de conchas y piedrecitas de todos los colores que había recogido en la playa donde los niños tomaban el sol y se bañaban. La caja pasaba por todas las manos y su feliz dueño comenzó a contar.